Carpentier no estuvo ajeno a la reflexión cubana y latinoamericana de su tiempo en relación con la cultura. Esa fascinación suya por el tema estaba ya presente, de modo explícito o no, en varios de sus artículos periodísticos de juventud, y puede, sin la menor duda, identificarse también como subtexto de su obra narrativa. Su aproximación a la problemática de la cultura continental se manifestó de modo particular en una conferencia suya de 1979, dictada en Yale, en la cual se encuentra una nítida formulación de su personal apreciación. Se trata de “La novela latinoamericana en vísperas de un nuevo siglo”, donde el gran novelista subraya que la evolución de la narrativa continental había tendido “[…] hacia la adquisición de una cultura cada vez más vasta, más ecuménica, más enciclopédica, para decirlo todo, que ha brotado de lo local para alcanzar lo universal”. 1
Por otra parte, se percibe aquí una conexión profunda con la idea que Martí expresara en su ensayo Nuestra América en cuanto a la necesidad de injertar el mundo en el tronco de las flamantes repúblicas del continente mestizo. Ese ecumenismo que Carpentier defiende se advierte también en figuras claves de América, como Lezama Lima, Ernesto Sábato, Carlos Fuentes, Darcy Ribeiro y otros. Carpentier asumía en el ensayo citado una voluntad universalista que, en su idea de la creación narrativa, se pone en función —a la vez como síntoma y como resultado creativo— de una peculiar manera de comprender la cultura. Carpentier, incluso, se expresa en términos de una definición sintética: “Yo diría que cultura: es el acopio de conocimientos que permiten a un hombre establecer relaciones, por encima del tiempo y del espacio, entre dos realidades semejantes o análogas, explicando una en función de sus similitudes con otra que puede haberse producido muchos siglos atrás”. 2 Es fácil observar que este juicio trasciende la mera consideración —no por trivial menos extendida— de la cultura como mera acumulación de saberes: para Carpentier lo esencial es la condición no solo funcional, sino también dinámicamente dialógica —como subrayaron en su día Lotman y la Escuela de Tartu—. 3 Carpentier agregaba a renglón seguido:
Simone de Beauvoir, poco admiradora de Malraux, dijo en uno de sus libros, para zaherir al autor de La condición humana, que «cuando éste veía una cosa, esa cosa le hacía pensar en otra cosa». Y yo diría que esa facultad de pensar inmediatamente en otra cosa cuando se mira una cosa determinada, es la facultad mayor que puede conferirnos una cultura verdadera.4
En realidad, esa convicción suya no proviene solo del punzante mot d´esprit de Beauvoir. Una serie de textos carpenterianos tempranos, de los años veinte al cuarenta, dan cuenta de su insaciable voluntad de identificar vasos comunicantes entre los hechos y procesos culturales. No se trataba, para él, de operar literalmente por encima del tiempo y del espacio, sino, en realidad, de trascender lo estrechamente sincrónico y local, para alcanzar una perspectiva integradora de las raíces profundas de la dinámica cultural. Esto lo puso en situación, muy pronto, de enfrentarse a una categoría que, en particular en la segunda mitad del siglo XX, tendría que ser examinada con una mayor profundidad teórica: la tradición cultural, en la medida en que, con palpable intensidad de especial relieve, en ella se manifiesta la confluencia de tiempo y espacio en la cultura, no en términos de congelar un producto, sino como fuerza dinámica. Ya en 1946, al publicar un texto fundador, La música en Cuba, Carpentier situaba como preludio de su libro una frase reveladora de Igor Stravinsky: “Une tradition véritable n´est pas le témoignage d´un passé révolu; c´est une force vivante qui anime et informe le présent” (Una verdadera tradición no es un testimonio de un pasado, sino una fuerza viva que anima y conforma el presente).5
En realidad, la tradicionología era aún en tiempos de Carpentier un área poco desarrollada en las ciencias de las humanidades. Tanto es así, que todavía en 1975, la destacada musicóloga Zofia Lissa hacía constar en sus Nuevos ensayos de estética musical que se carecía de una teoría general de la tradición. Esta autora, al esbozar aspectos iniciales en esta área del conocimiento señalaba:
Cada periodo realiza nuevamente una selección de las reservas culturales del pasado halladas a su llegada, y solo lo que él ha seleccionado deviene para él la tradición […]. La esfera del concepto «cultura» abarca la totalidad de cierto género de fenómenos producidos en el proceso histórico en un medio dado, mientras que las tradiciones abarcan solamente algunos de ellos: los que en la fase dada de la historia han sido aprobados reconocidos como valores.6
Carpentier tenía una percepción muy definida acerca de la tradición como factor impulsor del devenir histórico de la cultura, y la necesidad de encararlo no en calidad de un dato inerte, sino como una zona que estimula la búsqueda de sus vínculos con el entramado mayor de la cultura. Insiste muchas veces sobre este tópico, por ejemplo, en una hermosa crónica de 1940 sobre la iglesia de Santa María del Rosario, donde, luego de una descripción minuciosa y objetiva del interior del pequeño templo, el autor se siente obligado a trascender los límites de la percepción sensorial, para proceder a una interpretación cultural en la que, en efecto, devela cómo una cosa —la pequeña iglesia de las afueras de la Habana— lo lleva de modo inevitable a la operación cultural de pensar en otras:
¿Dónde había yo encontrado una atmósfera parecida?… ¿Dónde había gozado ya esta calma de provincianismo suntuoso y polvoriento, que hace pensar en las conventuales decoraciones de la Sonata de primavera de don Ramón del Valle Inclán?… ¡Pardiez!… en ciertas iglesias vascongadas, parecidas a la de Santa María del Rosario en lo sobrio de la arquitectura exterior y en el estallido de oros, azules, flores, aureolas y arabescos del altar…7
Pero nada tan significativo en cuanto a la agudeza y novedad de la comprensión carpenteriana de la tradición cultural como la frase de Igor Stravinsky que Carpentier situó como epígrafe general de La música en Cuba: “Une tradition véritable n´est pas le témoignage d´un passé révolu; c´est une force vivante qui anime et informe le présent”.8 Es necesario valorar en toda su hondura que el ensayista coloque como pórtico de su libro esa idea de Stravinsky en cuanto a que una verdadera tradición no es el testimonio de un pasado concluido, sino que es una fuerza viva que anima y conforma el presente. Carpentier no podía decir de manera más elocuente que su noción de una historia de la música nacional —que era además, como se verá luego, una verdadera historia de la cultura cubana— está ligada a una noción dinámica y no museable de la tradición. Es esta una idea de lo tradicional que recorre toda su obra.
La meditación sobre la cultura fue gestándose gradualmente en Carpentier. Ya en París, la correspondencia con su madre, Lina Valmont, revela muy pocos momentos en que se aborde, siquiera oblicuamente, ese tema. No obstante, pueden identificarse algunos síntomas de una perspectiva al respecto, subyacentes, por ejemplo, en sus primeras percepciones acerca de la entusiasta recepción de la música hispanoamericana en París, que lo impulsan, durante 1932, a proyectar la creación de una editorial para “reeditar la buena música popular publicada ya en La Habana”. 9 Antes, en 1929, evidencia que está al tanto de Freud quien, habiendo publicado en 1921 Psicología de las masas y análisis del yo, uno de sus libros fundamentales en el campo de la sicología social, estaba a punto ya de publicar, en 1930, El malestar en la cultura.
Las tres primeras décadas del s. XX son años de intensa labor en la antropología de expresión anglosajona y alemana, pero no tanto en Francia. Desde perspectivas científicas y filosóficas diferentes, Marx, Spencer, Boas, Geertz, Kroeber, Malinowski, Leach, Lowie y Schmidt habían sentado las bases para un fuerte impulso a la antropología cultural.10 Francia, que con Comte y Durkheim había tenido una fuerte participación en la teoría cultural del s. XIX, entraba en la centuria con dos figuras de cabal trascendencia. El primer fue Marcel Mauss, no solo discípulo, sino también sobrino de Émile Durkheim. Fundador del Instituto de Etnología en su país, fue un puente entre los enfoques de Durkheim y las perspectivas del s. XX, cuyo método —indagación de los fenómenos complejos a partir de su reducción a elementos subyacentes, como los vínculos sociales, en particular económicos, y la relevancia del grupo social— está presente en los enfoques de su sobrino. Hay que señalar que Mauss fue particularmente admirado por la siguiente figura principal de la antropología francesa, Claude Lévi-Strauss. Este, sobre todo desde finales de la década del cuarenta, en que publica una serie de artículos y algunos de sus libros fundadores, como Vida familiar de los indios Nambikwara (1948), Las estructuras elementales del parentesco (1949) y Raza e historia (1952). Estos títulos y sus fechas son importantes para comprender que, si bien Tristes trópicos es de 1955, Lévi-Strauss se inicia muy temprano en la investigación de las culturas de América, lo cual es importante porque, como se verá luego, Carpentier está comentando al fundador de la antropología estructuralista incluso antes de que se publique Tristes trópicos. Otra carta a Lina Valmont, fechada el 19 de enero de 1935, aporta una información muy significativa: el joven Carpentier poseía las obras del P. Bernardino de Sahagún, quien, antecedido por Cieza de León, fue uno de los dos geniales precursores de la etnografía latinoamericana.11
El interés de Carpentier por el folclor tuvo su primer impulso, entre otros factores, en los trabajos y la influencia personal de Fernando Ortiz. El propio Carpentier evoca ese magisterio intelectual en un hermoso pasaje de La música en Cuba, en el cual evoca con controlada pero tangible emoción aquel ambiente intelectual de la década del veinte en La Habana:
La posibilidad de expresar lo criollo con una nueva noción de sus valores se impuso a las mentes. Fernando Ortiz, a pesar de la diferencia de edades, se mezclaba fraternalmente con la muchachada. Se leyeron sus libros. Se exaltaron los valores folclóricos. Súbitamente, el negro se hijo el eje de todas las miradas. Por lo mismo que con ello se disgustaba a los intelectuales de viejo cuño, se iba con unción a los juramentos ñáñigos, haciéndose el elogio de la danza del diablito. Así nació la tendencia afrocubanista, que durante más de diez años alimentaría poemas, novelas, estudios folclóricos y sociológicos. Tendencia que, en muchos casos, solo llegó a lo superficial y periférico, al «negro bajo palmeras ebrias de sol», pero que constituía un paso necesario para comprender mejor ciertos factores poéticos, musicales, étnicos y sociales que habían contribuido a dar una fisonomía propia a lo criollo.12
Esa atracción por el folclor se proyectó en sus artículos periodísticos habaneros de la década del veinte Sus primeros textos portan la marca —conceptual, sí, pero sobre todo emotiva— de las ideas y perspectivas de Herder sobre la expresión folclórica. El 10 de abril de 1922 escribe en Carteles:
El pueblo tiene siempre una maravillosa intuición musical y poética. Por muy humilde que sea el núcleo generador de un elemento folclórico, ese elemento, una vez cristalizado, se muestra siempre dotado de una lozanía y un frescor incomparable. Y mientras más vieja sea una civilización, más deberá recurrir a esos factores de juventud y carácter, que vendrán a animar sus miembros cansados, su espíritu siempre acechado por la “barbarie intelectual” de que hablaba Paul Valéry…13
Muy pronto habla de imaginario popular, expresión que parece orientarse hacia un interés redoblado de las primeras décadas del s. XX hacia la conceptualización que se habría ido abriendo camino poco a poco en el pensamiento euroccidental, desde las reflexiones se hicieran en su día Destutt de Tracy y más tarde Marx, hasta la Escuela de los Annales y Cornelius Castoriadis sobre ideología, mentalidad e imaginario social. En julio de 1925 publicaba en Social un comentario sobre Los casados de la Torre Eiffel, de Cocteau: “Los personajes de esta pieza son los imbéciles clásicos de la tradición: gente decente y anónima, que constituya una parte primordial de la imaginería popular”.14 Al año siguiente ya se refiere específicamente a Cuba; en un texto que examina los problemas del momento (1926) en la música nacional, el joven criollo se expresa en significativa concordancia con preocupaciones intelectuales de su contemporaneidad. Es importante percibir que la música lo induce a entrar con más decisión en la problemática de la cultura nacional:
La exuberancia de nuestro folclor, con su ubérrimo patrimonio de ritmos y polirritmias, su caudal incaptado de melodías, estaba del todo hecha para fascinar a nuestros compositores. Pero el fácil cultivo de una tierra virgen causó muchas víctimas que se dejaron entusiasmar por frutos brillantes e inconsistentes. Los herederos de las gloriosas generaciones que vieron vivir los Cervantes y los Espadero, se contentan las más de las veces con resultados aproximados; el “casi” se erigió en ley, lo “bonito” suplió metódicamente lo “bello”, y así, desde hace años, solo hubiéramos sido capaces de presentar en punto a muestra de producción genuina, un alud de lindas canciones —bastante italianas, algunas—, de brevísimas danzas, y de melancólicas criollas, apenas eximidas de toscos atavismos populares; meros escarceos sonoros, no desprovistos de encanto, pero siempre compuestos a la buena de Dios, dejando vagar los dedos sobre un teclado y plasmando los atisbos melódicos en combinaciones de notas que ignoraron muy a menudo la existencia de los tratados de armonía. Y no es que durante estos últimos años faltase entre nosotros la mentalidad capaz de producir algo digno de calificarse de obra; pero cuando esa obra surgía, denunciando a la apatía general una voluntad de crear noblemente, se la veía adolecer de defectos estéticos casi imperdonables. El más grave, tal vez, era el de no “estar al día”, el de querer hacer música con un espíritu mantenido cuidadosamente en el desconocimiento del esfuerzo contemporáneo, aun más, de toda evolución trascendental que se realiza en el arte de los sonidos desde hace más de cuarenta años. Como consecuencia, un hálito de imprecisión, de vaguedad romántica, de italianismo, imperaba en esas producciones, por lo demás altamente estimables, restándoles mérito en el terreno actual de los valores (solo me refiero aquí a obras de inspiración folclórica). Mientras tanto oteábamos infructuosamente en el horizonte, en busca de la obra fuerte, construida, “de hoy”, que utilizara los aires del terruño realizando con ellos una labor de recreación; una Sinfonía cubana, un Suite cubana, un poema sinfónico de alta inspiración nacional…15
Ese mismo año da muestras de que la cuestión fundamental para el desarrollo de la cultura insular no estriba en practicar un folclorismo indiscriminado desde el punto de vista conceptual, sino en saber elegir la perspectiva más acendrada y, por esto, más útil. La Obertura sobre temas cubanos de Amadeo Roldán le sirve como sustentación para afirmar: “La verdadera labor en arte no podrá hacerse siguiendo otra senda que la señalada por Amadeo Roldán”.16 En 1927, en Carteles,17 se refiere a la necesidad de actualizar y orientar el ambiente intelectual y artístico de la isla, tareas que, sin la menor duda, asumiría en décadas siguientes su prosa reflexiva. Asimismo, es bien interesante su franca afirmación de que el nacionalismo musical en Cuba tiene que asumir también las expresiones folclóricas cuya raíz última se halla en África y no solo las de procedencia peninsular.18 Tan importante como esa postura es la de establecer similitudes entre el folclor musical cubano y el más amplio del resto de América Latina: en esto, ciertamente, se estaba expresando como precursor. Véase lo que afirma en Carteles el 13 de febrero de 1927:
Una de las habilidades mayores de Amadeo Roldán, ha sido la de enfocar la música cubana desde un punto de vista casi nuevo entre nosotros, y que es el verdadero: la música cubana debe considerarse ante todo, según él, en función del ritmo. Si bien los elementos puramente melódicos de nuestro folclor son interesantes, los rítmicos los superan de tal modo, que no cabe duda posible en la elección de elementos estilizables. Además, ante todo, se impone una razón de originalidad: nuestra melodía voluptuosa, lánguida, tiene equivalentes innumerables en la música popular de América Latina; lo que nos sería casi imposible comparar con otros elementos folclóricos, por su carácter, son los ritmos riquísimos, inagotables, de las formas que suelen considerarse a la ligera como “afrocubanas”.19
En estas consideraciones influye, en primera instancia, su apasionado interés por la música y su creciente cultura en este campo, que igualmente lo estimula a indagar por la modernidad de este arte en Europa. El resultado es una postura —hoy fascinante— de defensor de una puesta al día en la que, de manera quizás no del todo consciente en ese año 1927, trataba de despertar a la vez el interés por el folclor y por las más modernas tendencias de la música europea de la época, que lo llevan a interesarse tempranamente por la obra del suizo Arthur Honegger,20 preámbulo para su duradero interés por la mayoría de los integrantes de Les Six, el grupo parisino de compositores vanguardistas. En el antes aludido artículo de Social, de 1927, Carpentier hablaba con señalado entusiasmo de Pacific 231, la obra de Honegger que el crítico consideraba “nada menos que la creación más esencialmente moderna que ha producido la música moderna”.21
En el fondo, desde luego, esa postura integradora del joven crítico habanero se vincula con la transformación de la perspectiva estética que se produce al calor de los movimientos vanguardistas, en particular con el “descubrimiento” de las artes en las culturas subsaharianas. Carpentier tiene una noción inteligente y precisa de las consecuencias y condicionantes de las vanguardias.
Referencias bibliográficas:
1Alejo Carpentier: Ensayos. Letras Cubanas. La Habana, 1988, p. 155.
2 Ibíd., pp. 155-156.
3 Lotman, por ejemplo, al desarrollar el concepto de semiosfera, apunta el hecho de que en ciertas profesiones, los seres humanos desempeñan la función de “traductores” y trasmisores de modalidades culturales. Se trata, pues, de una característica que estimula la modelación de un texto único, integrado a partir de un diálogo entre cada emisión de una nueva propuesta y la respuesta derivada de su recepción [Cfr. Iuri Lotman: “Acerca de la semiosfera”, en: El pensamiento cultural ruso en Criterios (1972-2008. Selección y trad. de Desiderio Navarro. Centro Teórico-Cultural Criterios. La Habana, 2009, t. I, pp. 306-328].
4 Ibíd., p. 156.
5 Cfr. Alejo Carpentier: La música en Cuba. Ed. Pueblo y Educación. La Habana, 1989, p. 13.
6 Sofia Lissa: “Prolegómenos a una teoría de la tradición en la música”, en: Criterios. Tercera época. No. 13-20. Enero de 1985 a diciembre de 1986, pp. 222-223.
7 Alejo Carpentier: Temas de la lira y del bongó. Ed. Letras cubanas. La Habana, 1994, p. 218.
8 Ápud Alejo Carpentier: La música en Cuba. Ed. Pueblo y Educación, La Habana, 1988, p. 13.
9 Alejo Carpentier: Cartas a Toutouche. Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2010, p. 314.
10 Cfr. Marvin Harris: El desarrollo de la teoría antropológica. Una historia de las teorías de la cultura. Siglo XXI Ed., México, 1999, capítulos 8-18.
11 Ibíd., pp. 404-405.
12 Alejo Carpentier: La música en Cuba, ed. cit., pp. 278-279.
13 Alejo Carpentier: Crónicas. Ed. Arte y Literatura. La Habana, 1975, t. II, pp. 101-102.
14 Ibíd., t. I, p. 31.
15 Ibíd., t. I, pp. 39-40.
16 Ibíd., t. I, p. 42.
17 Ibíd., t. II, p. 81.
18 Ibíd., t. II, p. 84.
19 Ibíd., t. II, p. 85.
20 Ibíd., t. I, p. 56.
21 Ibíd., t. I, p. 56.
Editado por: Maytée García
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