La muerte del intrépido escritor, Gustave Flaubert, que sabía decir la verdad, todavía ocupa el mundo de las letras.
Los diarios parisienses todavía hablan de su casa sencilla en Croisset. Soldados prusianos, creyendo haber encontrado el retiro de una mariposa del Imperio, aficionado a la buena mesa y a los ricos viejos vinos tintos, solo descubrieron un hogar limpio y tranquilo, donde una estatua de bronce de un Buda hindú se encontraba frente a la figura de un Baco de Lidia, el Dios con la baba rizada, la frente serena, y la corona aurea.
Los periódicos franceses han estado llenos de recuerdos de Flaubert. Sus lectores ven al escritor atlético, un griego por la fuerza, por la elegancia, por la gracia, moviéndose como una poderosa sombra. Se le ve sobre la yerba verde, sumido en profundos pensamientos. Escudriñando las honduras del alma. Y despreciando a los miserables burgueses, a quienes llamó con voz sonora filisteos, y que emplean el noble regalo de la vida solamente como un instrumento para hacer dinero, para comprar corbatas blancas, para uso dominguero y criticando a todos los que se atrevan a amar, a sufrir, y a pensar.
No es de Flaubert, sino de su última obra, de la que lo mató y que terminó pocas horas antes de su muerte, que deseamos hablar: Bouvard et Pécuchet. Es un libro extraño. Se extractan de él páginas escritas con la gran elocuencia de un Cervantes, o de un Rabelais, y la sólida sencillez de los tiempos homéricos. Nos referimos a esto sin entusiasmo mezquino. Hemos estudiado aquellos leones crucificados de Salambó, el matrimonio entre los bretones de Madame Bovary, y el tremendo Nabucodonosor, quien limpia con su brazo los perfumes de su cara, quien come de vasijas sagradas, luego las rompe, e interiormente toma nota de sus escuadras, sus ejércitos, y su pueblo. Está harto de capturas y exterminaciones, y el sentimiento de precipitarse hacia la degradación se adueña de él. Cuando un hombre escribe en este estilo puro, solemne, y vibrante, ciertamente es un gran escritor.
Siempre ha sido el estilo de una mano maestra, y es el estilo de Bouvard et Pécuchet, Flaubert odiaba los adjetivos. Los sustituía con palabras tan sencillas que no necesitaban de nada para que fuesen claras. Entre dos palabras, siempre le daba un largo tirón a su tabaco. No caminaba, porque lo consideraba inferior a la dignidad de un filósofo. Solía decir que «la tranquilidad es fuerza». Sentado como un turco, examinaba sus frases, dándoles vueltas, analizándolas, y recortándolas. No había palabras superfluas; no había oscuridad. De la verdad brotaba el vigor, y de la severidad, la belleza. No escribió su primera obra de esa manera. La obra no fue, como se ha dicho, Madame Bovary, sino el Chateau des Coeurs. Bovary es una novela que huele a sangre. Salambó es un libro tan sólido que parece hecho de mármol y coloreado con la púrpura que hizo tan famosos los países que él describe. En Bouvard et Pécuchet, un resumen de una vida ilustrada, independiente, y original, descubrimos la pluma que talla, cincela y modela: una pluma que saja, azota y hiere para curar mejor. Es un buen padre, corrigiendo a su hijo. Bouvard et Pécuchet será publicado en la Revue Nouvelle de Mme. Edmond Adam, una moderna Mme. Récamier, pero sin ningún tinte de Chateaubriand. El libro se aguarda con ansiedad. Indudablemente resultará un éxito, tanto como lo fue Naná que ciertamente estuvo por debajo de las otras obras de Zola.
Puede que sea prontamente traducida, y el público nos agradecerá por haberlo reseñado de antemano.
Esta es la época de los escritores, actores y pintores. Bouvard y Pécuchet son dos ancianos que, amando el chocolate, tranquilamente ocupan sus asientos regularmente todas las noches en un mismo banco. Al quitarse sus sombreros descubren que cada uno tiene su nombre escrito en el forro.
Esta sencilla identidad de pensamiento y acción revela la afinidad de sus almas. Dicen que ya que hay tantos ladrones en el Ministerio, los ciudadanos deben vigilar sus sombreros. Esta sátira no resulta un mal comienzo. Los dos rostros, suavizados por la amistad repentina, revelan sus arrugas. Bouvard le dice a Pécuchet que su vida como empleado de un ministerio ya le resulta cansona. Se pierde en recuerdos del pasado. Con acento quebrado recuerda sus desventuras en el amor -el sentimiento que siempre permanece joven, aun en los corazones viejos. Pécuchet le dice a Bouvard que él, también empleado en una oficina gubernamental, suspira por una vida activa. Detesta la horrible existencia que lo mantiene encorvado sobre papel timbrado, obligándolo a él, a un hombre, a realizar la misión de un gusano de seda. Aman el campo: detestan a París; han ahorrado algún dinero; abandonan el banco sobre el que han nacido sus mutuas confidencias, y, de brazo, los dos ancianos parten como dos niños en busca de la felicidad, lejos del ambiente donde ciertamente no existe la felicidad. Luego sigue un recorrido por la vida moderna en que nada escapa a la mirada penetrante de Flaubert.
No ha considerado propio juzgar lo que se llama la marcha del progreso como un escritor lleno de prejuicios. Nuestra existencia es artificial. Después de descartar viejas cosas absurdas, quizás solo las sustituimos con otras nuevas. Flaubert intenta poner ante esta vida impuesta y convencional la vida sencilla y corriente de la naturaleza.
Ha creado dos ancianos sencillos, cuyas impresiones son genuinas. Deseaba crear dos tontos; realmente crea dos hombres sencillos, dignos de lástima. Los dos ex empleados, siempre crédulos, siempre engañados, aplastados y rotos contra los duros ángulos de la vida real, oprimen el corazón, y despiertan una profunda simpatía. Extienden las manos hacia todo, pero no alcanzan nada. En busca de la felicidad encuentran un vacío. Abandonan el Ministerio con los corazones llenos de alegría, con alegre risa, y con brillantes esperanzas. Posan por la vida tropezando a cada paso, lastimando su carne y rompiendo sus huesos, y al fin vuelven al Ministerio enfermos de corazón, los labios contraídos, y muertas las esperanzas. Pobres viejos. Si Flaubert lo pretendió o no, es una magnífica alegoría de idealismo no realizado.
Estos dos hombres, con las frentes arrugadas, y los rostros encogidos, revelan algo del eterno hombre, siempre en pos de aquello que está fuera de su alcance, entendiendo sus manos hacia una quimera siempre elusiva.
No representan hombres, representan al hombre —posiblemente al burgués Don Quijote. El héroe de la Mancha cruzó los desolados llanos con la lanza bajo el brazo, el yelmo sobre la cabeza, y la mano con guantelete, en busca de injusticias para remediarlas; de viudas para defenderlas; y de desventurados para ayudarlos—. Bouvard y Pécuchet pasan por la vida del siglo XIX, y nada parecida a un llano, buscando aquel reposo del alma, aquella felicidad que no puede existir en las grandes ciudades. iAy! ¡La felicidad no es fruto del tiempo! Vuelven lastimados y heridos, y mueren como el Quijote.
¿Pero qué han hecho estos ancianos en sus viajes? Han probado todo, la ciencia, la poesía, el amor. ¿Por qué obligarlos a tanto viajar? Para hacerlos hablar de todo. Hablan después de ver. Juzgan las cosas como las encuentran, y su juicio en esta novela es el juicio de Flaubert en un libro de apuntes. Prueban todo: la política, que fatiga; la ciencia, que engaña; la crítica, que es venenosa y celosa; la poesía mercenaria; la ilegítima, el arte falso, el asesino del arte.
Thiers dejó una obra sin terminar en forma de novela que llamó Monument y, en él ofrece un resumen de los descubrimientos, aspiraciones, supersticiones, grandezas y miserias del mundo moderno. Bouvard y Pécuchet abandonan el cultivo de los campos por el de las letras, un campo bien espinoso si los hay. Escriben obras de teatro, novelas, obras de alta literatura. Flaubert se aprovecha de esto para censurar, y con razón, las tragedias clásicas, la crítica afectada, y las absurdas novelas de aventuras, inmerecedoras de un pueblo sencillo.
Bouvard y Pécuchet no logran encontrar en la literatura la felicidad que esperaban. Se dedican a la política. Hay que enseñarle a la gente moralidad. Pero la política no responde a sus esfuerzos. Los hombres pierden la mejor sangre de sus venas haciendo política. Los dos ancianos estudian todos los sistemas. Ni el derecho divino, ni el derecho absoluto del pueblo les vienen bien, y abandonan la política, al igual que todo lo demás, engañados y desilusionados.
Quizás el amor de una mujer pueda consolarlos después de tantos desastres. Sus frentes están arrugadas, sus mejillas están huecas, y aunque sus rostros están amarillentos y como un pergamino, en él albergan la esperanza de que la grandeza y la frescura de sus mentes resulten atractivas. Pero el amor siempre es el hijo de Eros. Engaña a los buenos viejos. No se dan las flores en el invierno: o si se dan hay que forzarlas, y pagar un precio demasiado caro. Y aquí el autor se toma a la vez profundo y encantador.
¿Dónde han de encontrar, pues, la felicidad estos ancianos? Las miserias del mundo no pueden satisfacer sus almas sinceras. Alzan los ojos hacia el cielo. No les agrada el cielo de los curas. La libertad del pensamiento los deja con un alma vacía, que los dictados de la Iglesia no pueden llenar. Ya que no pueden hallar la felicidad en las concepciones enfermizas de los hombres, quizás puedan encontrarla en la inocencia de los niños. Ya han perdido la esperanza de tener hijos propios Hay que castigar el egoísmo de los viejos solteros. Adoptan los hijos de otros. He aquí que otra vez el cielo azul se toma negro y tempestuoso. Los niños son descuidados e ingratos. Ellos traen las últimas lágrimas que corren de los ojos de los desventurados ancianos.
Al regreso de su viaje por la vida moderna, finalmente encontramos a los dos ancianos sentados otra vez en su banco, comiendo bizcochos de chocolate, mirándose mutuamente con ternura, y señalando a los nombres en sus sombreros: Bouvard y Pécuchet. Han viajado por el mundo y han sufrido de sus errores, han sido observadores cuidadosos, y de su largo peregrinaje han salvado un gran sentimiento, que después de todo es suficiente: la amistad de los hombres. Son íntimos amigos. Eran franceses: son ciudadanos del mundo entero.
La obra perdurará, porque como dijo Flaubert, «es un libro cordial».
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Originalmente publicado en inglés.
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