Cuando en 1914 el colombiano Guillermo Valencia traduce para su segunda edición de Ritos el poema «La mosca azul» del brasileño Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908) junto a un soneto de la Vía Lactea del poeta parnasiano Olavo Bilac (1865-1918) está situando a la literatura brasileña en un estatuto de paridad e importancia comparable no solo a la portuguesa, de la que traduce, en el mismo libro, un soneto de tema bíblico de Luis de Camoens y algunos poemas del simbolista Eugenio de Castro (1869-1944) sino a los nombres más sobresalientes de la modernidad. Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, Wilde, Hofmansthal, Stefan George, Peter Altemberg son varios de los autores seleccionados para sus versiones, hechas con gran libertad y al mismo tiempo con sumo cuidado, evidencias sin duda de sus preferencias literarias pero también de un oído atento a los valores más destacados de su tiempo.
La elección de Machado de Assis no hace sino anunciar, en fecha temprana, la importancia de la escritura del autor brasileño, pues si importante fue su poesía (el poema elegido pertenece a su libro Ocidentais, 1901) más aún lo fue su prosa. Con él se produce el tránsito a la edad moderna, el despegue de la prosa. Una literatura, la brasileña, que se remonta a la carta escrita por Pero Vaz de Caminha, letrado portugués, fechada 1 de mayo del 1500, y dirigida a su rey, en la que se expresa en términos familiares a los primeros descubridores españoles (Colón, entre otros): «Esta tierra, señor, es por todas partes playa llana y muy hermosa. De tal manera es graciosa que, queriéndola aprovechar, todo se dará en ella». Quinientos años han pasado desde aquel bautismo literario, pero no me trae aquí el quinto centenario del descubrimiento sino el centenario de una novela de Machado de Assis (Don Casmurro). Con este escritor se abrieron las puertas de la literatura brasileña al siglo XX, una literatura que ha estado marcada por tres elementos, el medio, la raza y las corrientes extranjeras, si hemos de hacer caso a los estudiosos de la misma.
Del siglo XVIII al XIX los escritores van adquiriendo conciencia de «cuerpo», de grupo que publica regularmente, al tiempo que va apareciendo tímidamente un «público», aunque todavía tenga carácter local, y una crítica atenta a lo que sucede alrededor. Habrá que esperar a la segunda mitad del XIX y principios del XX para que la literatura sea una fuerza actuante, justamente al período que le corresponde a nuestro escritor, cuya novela Don Casmurro cumple este año el siglo desde su aparición en Río (aunque fechada en 1899 se distribuye en los primeros meses del año siguiente). Para Antonio Cándido, «tras el romanticismo propiamente dicho, o tras el nacionalismo literario… se puede, desde nuestra perspectiva actual, considerar formada y funcionando regularmente nuestra literatura, después de un proceso de dos siglos de savia local y de injertos europeos».2
La época que le tocó vivir a Machado de Assis se podría denominar época académica y se caracteriza abiertamente por la elevación, dignidad y respeto por las letras. Varias circunstancias contribuyen a ello. Se crea la Academia Brasileña de las Letras en 1897 cuya presidencia ocupará nuestro escritor hasta su muerte, la crítica literaria se sistematiza de la mano de Silvio Romero y la producción artística comenzó a evaluarse de forma regular gracias a José Veríssimo, a quien debemos las primeras apreciaciones sobre la escritura de Machado.
El academicismo tuvo un influjo positivo no solo por regular la bohemia artística sino por haber contribuido a la aceptación de la literatura por parte de las autoridades y del público burgués. De esta forma las letras se incorporaron a la vida social como algo natural. Al hilo de esta oficialidad se desplegó también mucha hojarasca y se desdeñaron, por ejemplo, escritores heterodoxos que no respondían al canon, pero en medio de todo surgió este genial prosista, quien pese a no provenir de alta cuna, ni siquiera poder demostrar limpieza de sangre —era mestizo, hijo de un trabajador mulato y de una lavandera de las Azores— fue un ejemplo modélico. Escritor mesurado, discreto, sobrio y no precisamente por pobreza de ideas, ha despertado siempre los mayores elogios críticos, hasta el punto de que para J. Osorio de Oliveira:
Ningún escritor de ficción ha existido en el Brasil o en Portugal con tanta riqueza interior. Solo así se comprende su extraordinaria capacidad de análisis psicológico y solo así se explica su genio literario que raya en lo increíble.3
Su autodidactismo, sus orígenes humildes, su orfandad,4 sus relaciones con su madrastra, su pertenencia a una familia de agregados, el impulso positivo de la dueña de la hacienda donde nació; en fin, una serie de circunstancias personales no demasiado claras, ligadas a la infancia y adolescencia del joven, que debieron contribuir sin dudas al abandono de la residencia paterna con solo quince años de edad y su traslado a Río. En 1855 aparece su primer trabajo en la Marmota Fluminense, «diario de modas y variedades», fundado y dirigido por Francisco de Paula Brito. Era un poema de escaso valor pero tres años después se iniciaría en la prosa: cuento, periodismo y crítica serán los pilares de su carrera como prosista.
Cuentan sus biógrafos que la idea del «blanqueamiento» está en los orígenes de su carrera literaria, que buena parte de su comportamiento, recto, puritano e intachable, proviene de la necesidad que para aquellos años suponía el blanqueamiento, una necesidad que imperiosamente siente Machado —mulato pobre e iletrado— a quien, para mayor inri, la tartamudez y la epilepsia le acompañaron hasta la muerte.
En su formación autodidacta ejerció gran importancia la literatura francesa, Lamartine, Chateaubriand, Pelletan, Montaigne, Pascal, Hugo; también la inglesa, con Shakespeare, Swift, Sterne, Thackeray, Dickens pero además los escritores más cercanos, Gonçalves Dias, Alencar, Álvarez de Azevedo y el portugués Almeida Garret, por quien mostró tal predilección que llegó a colocar detrás de Camoens. Ideológicamente fue evolucionando de una posición liberal inicial hacia una decepción política, marcada por la ironía y la huida, al final de sus días, de cualquier manifestación comprometida.
Toda su época se refleja en sus escritos, curiosamente de la mano de un mulato que puso su mayor interés en la jerarquía social, en adquirir el respeto y reconocimiento de una sociedad que había entrevisto de niño en la Quinta do Livramento a través de su madrina, la dueña de la hacienda, doña María José Mendoça Barroso. Machado de Assis aparece desde muy joven, en el decir de Lucia Miguel Pereira, «como repartido entre la clase popular, a la que pertenecía por el nacimiento, y la aristocracia, a la cual (si, en efecto, representaba a la gente mejor) debería pertenecer por su valor moral e intelectual»5. Esta tensión interna, pese a verse visto satisfecha tempranamente con una buena boda, le acompañaría siempre. No olvidemos que aquellos momentos responden al de una sociedad de castas donde la esclavitud no fue abolida hasta 1888. Hombre tímido y sombrío, cazurro como el protagonista de su novela homónima, atraído por la vida refinada, por las costumbres hidalgas, de personalidad escurridiza, como buena parte de su obra, sobre todo la surgida a partir de 1881, ocultaba un aspecto ambiguo en el que aún reside buena parte de su atractivo. Difícilmente puede olvidarse al hombre y al académico a la hora de enjuiciar su dilatada producción, abarcadora de todos los géneros pero donde el prosista brilló con mayor grado.
Probablemente por mediación de Brito conseguiría su primer empleo público, el de tipógrafo de la Imprenta Nacional, a partir de aquí y en escaso tiempo fue ganando terreno hasta ser nombrado redactor del Diario de Río, donde además de artículos y crónicas literarias escribiría reseñas de las sesiones del senado. Del periodismo a la burocracia funcionarial y poco después su boda con una distinguida dama de buena familia, doña Carolina Xavier de Novais, su inseparable compañera durante treinta y cinco años, pero el precio que debió pagar tuvo que ser alto, adaptarse a esa sociedad desde su posición de mulato requería un gran esfuerzo.
En su escritura se revela desde temprano su interés por constatar las reacciones psicológicas de sus personajes por encima del medio en el que se movían. Además de manejar la lengua con soltura y la ironía como forma predilecta de observación, su obra arroja la radical soledad del individuo, la falta de valor de los sentimientos, la duda. «Con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía», dice escribir ese solterón irónico llamado Bras Cubas, también con la «sarna de pesimismo». Su mirada atenta se dirigió a los actos de los hombres, pero también a los hilos que mueven el libre albedrío. En realidad son pocos sus temas, pero las variantes se multiplican: la pluralidad e irresponsabilidad de las criaturas, la carencia, el egoísmo, la vanidad, la ambición, la hipocresía, la avaricia, las vacilaciones de conciencia, las ansias de perfección irrealizable y la victoria de la apariencia sobre la realidad.
Toda la crítica está de acuerdo en admitir que la línea divisoria de su narrativa se sitúa en las Memórias póstumas de Brás Cubas (1881) que dejó al desnudo la conciencia del individuo asestando un golpe mortal al mito del narrador omnisciente. Este salto cualitativo se preveía ya en algunos «anticuentos» escritos entre 1878 y 1880, así como en algunos poemas de Ocidentais («La mosca azul», por ejemplo). En su modo de narrar es importante el distanciamiento que hace al narrador un observador del amor propio de los hombres y de las arbitrariedades de la fortuna. A partir de esta fecha se publican las cinco mejores obras de Machado, incluida las Memorias, Quincas Borba (1891), Don Casmurro (1899), Esaú e Jacó (1904) y Memorial de Ayres (1908).
Hasta llegar a 1881, pasada las fronteras de los cuarenta años, su narrativa —novelas y cuentos— se movía dentro de los cauces del romanticismo aunque sin responder a los moldes habituales de la literatura brasileña, es decir, la búsqueda del hombre brasileño ligado a sus orígenes selváticos, fruto de un indianismo romántico que nunca practicó Machado. Desde el principio le interesó más la esencia humana de sus criaturas. Fue notable su independencia con el medio físico o el moralismo convencional al romper el maniqueísmo entre buenos y malos para optar por la ambigüedad. Y es que Machado no tiene precedentes en su literatura como tampoco tendrá sucesores.
De todas formas ya en su primera etapa se advierte la tendencia a presentar la ambición de cambiar de clase y la búsqueda de un nuevo estatus como triunfo del cálculo premeditado, dada la importancia del papel social en la formación del individuo. Con esta premisa de partida se entiende que el sentimentalismo y la idealización no sean sus mejores aliados, que el amor —uno de sus temas—, no tenga visos de idealización pura al gusto romántico.
Con Machado se da el tránsito del romanticismo idealista al nuevo realismo utilitario, especialmente en los personajes femeninos que se someten a la «fría elección del espíritu», como diría su autor. Toda esta temática adquiere verdaderas proporciones en su segunda etapa. La lucha entre la sociedad y el individuo que quiere encumbrarse —hay mucho de actitud personal en sus proyectos—, del individuo que se siente superior pero proviene de un medio inferior, del desajuste social y humano ligado a las clases sociales que tenían por aquel entonces compartimentos estancos. Las luchas internas de estos individuos hallan plasmación en su narrativa, la no siempre fácil conciliación entre la ambición y la nobleza de carácter. En definitiva, la legitimación de la ambición por un lado, pero por otro el fracaso, la traición, al comprobar que esos cálculos, legítimos de entrada, provienen de malos sentimientos.
Si Balzac en Francia había querido ser el secretario de su sociedad, no menos cierto es que Machado en Brasil le siguió el ritmo a la vida política y social de las clases dominantes en lugar de ir en pos de los elementos típicos. Su época tiene un punto de partida, la década del setenta, momento de arranque de las transformaciones sociales del Segundo Imperio en pos de la modernización burguesa.
La necesidad de la máscara es un dato nuevo en la ficción brasileña, comenta Alfredo Bosi.6 Los desequilibrios sociales, las desigualdades de clases solo pueden superarse por el patrimonio o el matrimonio, de ahí la necesidad de la máscara en el aspirante o beneficiado, y también la decepción en la otra parte, en el que contribuyó al beneficio, cuando la máscara caiga y se vea abiertamente la ingratitud. Ya desde sus Cuentos Fluminenses abundan las historias de sospechas y engaños, la obsesión por la mentira que finalmente resultará castigada o se revelará falsa.
A partir de las Memorias, su intención es acuñar la fórmula que capte las contradicciones entre el ser y el parecer, la gris conformidad del sujeto a la apariencia dominante. El triunfo social del sujeto viene dado por su capacidad de adaptación y mímesis al medio. La máscara llega a ser necesaria, aunque arroje un saldo no tanto de conformismo con las reglas del juego como de amargo o escéptico reconocimiento de que los hombres necesitan defenderse en una sociedad que impone sus reglas de juego. El estatus es un objetivo a lograr, la «grieta» —en su obra— es el reducto para ver el lado de allá pero también el hueco para traspasar las fronteras.
Don Casmurro está considerada la mejor novela de Machado de Assis. No fue publicada previamente por capítulos, como lo fueran Bras Cubas y Quincas Borba, la inició como cuento pero fue ganando dimensiones con el tiempo. Compuesta por 148 capítulos, algunos de ellos muy breves —son meros apuntes reflexivos—, pertenece a la categoría de «memorias»7: «Mi fin evidente era atar las dos puntas de la vida y restaurar en la vejez la adolescencia». (p. 89)8 Está presentada en forma retrospectiva como una acumulación de recuerdos desde un presente en el que se instala el narrador-personaje (Don Casmurro = Santiago = Bento), más cerca del final de su vida que de los hechos narrados. Desde la autoridad que le asiste el haber sido testigo de los hechos narrados, Don Casmurro cuenta su vida desde la niñez y adolescencia inicial, cargada de felicidad, a la amargura final acrecentada por las muertes sucesivas de seres bajo sospecha aunque estuvieron unidos por el cariño.
Como es habitual en este género el entorno social que rodea al sujeto es importante pero más aún la justificación de una postura ante la vida que ha podido ser combatida. Contar la precariedad existencial del ser humano es un firme propósito del narrador pues no olvidemos que con Machado se inaugura la literatura de introspección, «sus problemas son problemas de sentimientos, de conflictos individuales».9 Ya anciano, Don Casmurro toma la pluma y explica de entrada que este sobrenombre le viene por ser «hombre callado y metido en sí» (p. 88), pero también por la actitud de desconfianza, del escepticismo final que le embarga tras la sospecha de la infidelidad de su esposa, la amada de la infancia, Capitu, y de la traición del amigo, Escobar, cuya muerte, no palia su dolor. En fin, toda una sarta de desgracias, verdaderas y/o infundadas, que plantean el conflicto entre lo ético y lo afectivo.
La ambigüedad es moneda de curso en esta novela; realmente nunca sabremos si Capitu fue o no adúltera, Don Casmurro la sentencia tras el parecido de su hijo Ezequiel con el amigo del seminario, Escobar. El demonio de los celos rondaba al protagonista desde años atrás, en varios momentos de la novela llega a compararse con Otelo, pero como en la tragedia de Shakespeare, también es Yago, el calumniador.10 No hay más perspectiva que la del narrador-protagonista que incapaz de superar la posibilidad de la traición consiente en repudiar mujer e hijo hasta la muerte. Al final solo le queda la soledad y la duda, porque él mismo se plantea si la Capitu de la playa de Gloria, la que pone ojos estupefactos ante el accidente de Escobar, que muere ahogado, estaba dentro de la Capitu de Matacavalos, la calle donde se ubicaban las casas de Bento y Capitu cuando niños.
La incapacidad del anciano protagonista para entenderse no hace sino revelar la incapacidad del individuo para superar sus mezquinos límites, para sobreponerse al destino. Al mismo tiempo Machado se revela como un maestro en la presentación de claroscuros en los personajes, en los sentimientos y en las actitudes vitales. Al lector siempre le quedará la duda de que Capitu no acariciara la idea de la boda con Bentinho para escalar en la vida social, que la confianza que va ganando de la madre de Bento no fuera sino un plan premeditado para ocupar en el corazón de doña Gloria el hueco de la hija que nunca tuvo. Lo cierto es que Machado dedica más de dos tercios de la novela (caps. I al CXX) a hilar la relación de los jóvenes, terminada en boda, no sin antes sortear los escollos del seminario, un destino al que Bento se sentía atado por la promesa de su madre. Hasta la entrada en el Seminario (cap. L), se recrea la infancia de los jóvenes y las estrategias infantiles para poder escapar del destino eclesiástico. Del cap. L al XCVI transcurre la estadía en el Seminario y las tentativas de salida hasta que finalmente triunfa la idea de Escobar, el amigo más directo en aquellos años.
A partir de este momento la felicidad que lógicamente había tocado techo con la boda tan ansiada comienza a emponzoñarse con el demonio de los celos. Las relaciones entre los matrimonios Escobar / Sancha, Bento/ Capitu no van todo lo bien que debieran y con el accidente y muerte del amigo el desenlace trágico se desencadena, a partir del capítulo CXX. En los veinte capítulos finales se acumula la desgracia, Bento es ya Don Casmurro, un escéptico, un hombre de «hábitos recluidos y callados», un personaje gris, comedido, cortés pero profundamente desengañado. Se ha hablado del humor de Machado, en esta novela más bien hay ironía en algunos momentos anecdóticos y en algún que otro guiño literario.
Machado de Assis nos ha dejado en esta pieza, como en las otras novelas finales, un buen ejemplo del tránsito al realismo, una pieza que apuntaba hacia la universalidad de la prosa brasileña desde el momento que cuestiona la integridad del héroe romántico y tiende a presentarnos al hombre en su desvalidez e incertidumbre, paso previo para la narrativa del siglo XX.
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Tomado de Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes
* Portugal e Brasil no Advento do Mundo Moderno, Lisboa, Edições Colibri, 2001, pp. 361-368.
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