Luego de saber que fuimos hechos para aprender abandonando, al decir de la poeta norteamericana Mary Jo Bang, Dalila León Meneses se entrega a un viaje en todos los sentidos, dígase físico, emocional, intelectual, metafísico en su último libro publicado,[1] que ha sido dispuesto en partes o acápites: «Adieu», «Tours», «Passages», «Souvenir», «Messages» y «Fin de Voyage».[2] En él ha sido apresado en signos sigilosos el amor incauto de los adolescentes, «bordado» en sus tres estaciones, las que son atravesadas por desgarradoras y eficaces elipsis:
En la pared del baño
de una vieja gasolinera
dejamos nuestros nombres
encerrados por un corazón.
Todavía hoy
te escucho maldecirme
sobre el asfalto mojado
mientras yo corría a la autopista
haciendo señas a los autos
bajo la llovizna.
Todavía te percibo en las cunetas
en el tendido eléctrico
y en las vulgares calcomanías
pegadas al parabrisas
del último camión que me aleja
pueblo tras pueblo
del sucio y torpe corazón
abandonado en la pared
de aquella gasolinera.[3]
Específicamente en este texto, considerado por quien escribe uno de los mejores del cuaderno, donde con «desplazamiento cinematográfico» se viaja por la geografía de una relación entre adolescentes o jóvenes inexpertos, se percibe la vida como un látigo dentro de la velocidad, y se acrisolan cardinales momentos en que se impone el «Da Capo». En tal sentido el viaje puede indicarse a través de un texto lúdico que aluda a las maneras de manifestar la rebeldía los más jóvenes: irse detrás de una cara o unos procederes que prometan o subyuguen toda apariencia.[4] Asciende de todo el libro un aire, un espíritu de muchacha que juguetea con la vida. En él la autora no desdeña lo escatológico para conocer, para conceptualizar el mundo, una de las formas de manifestar ese desencanto mayúsculo, esa decepción, esa incredulidad, propias de la generación cero.[5] Es el anhelo vacuo, el no saber por qué se está aquí, la prisa irresoluta de la distancia, el hastío que envuelve al entusiasmo, a la energía sin freno de la juventud.[6] Lo que apunta a un suceso social mayúsculo: esa frialdad, esa sorna, esa ironía, esa imposibilidad de amar de gran parte de esta generación, que en Dalila da pie a la instantánea, a la viñeta profunda, sin apoyarse en lo soez, como otros miembros de su generación:
Lo besaré antes de alejarme
sin escuchar su adiós
sin esperar
que amanezca.
Después de todo
las grandes despedidas
no ocurren
para todo el mundo.[7]
En ese afán de dar cuenta de todos los viajes por los que atraviesa la conciencia del ser humano, no solo su cuerpo, se concibe textos inquietantes como el siguiente:
Existen personas
que no encajan
que no pueden
quedarse quietas.
En un instante se marchan
y recorren los campos
y vagan por las ciudades
y suben a la cumbre
de la nostalgia
y no saben cómo regresar.
Caminan todo el tiempo
cansados
inconformes
siempre alejándose de algo
de alguien
sin pensar por un segundo
lo que pierden
lo que dejan atrás.
A veces
sin saber cuándo
ni dónde
terminarán.[8]
Algo escrito a los temerarios, a los que les es imposible construir, esclavos del cambio y del camino. Como afirmé antes, el libro es un viaje, como lo es la vida, donde alcanzamos cosas o lugares, y hay otros que llegan hasta nosotros, probándonos que el par espacio – tiempo es uno de los éxtasis de la naturaleza. En la memoria del trayecto hay poemas que recuerdan pasajes fílmicos sigilosos, donde la vida se estría y se vuelve lisa, sin huellas, solo dejándonos una profunda sensación. Hablamos de la desolación, de tener conciencia de no saber a dónde ir, o del abandono, que también puede ser un viaje, un viaje al que lo mueve el abandono:
Aún estaba oscuro
llovía fuerte[9]
cuando el primer ómnibus
arribó a la estación.
Lo vi llegar y alejarse
lentamente bajo la lluvia.
No me interesaba
viajar a ninguna parte
a esas horas
ya había comprado café
unas cuantas cervezas
y una cajetilla de cigarros
confiando
que no estuvieran húmedos
pues el sabor no es el mismo
si no tienes dónde ir
si esperas sola
en una estación de pueblo
que deje de llover
para regresar
a casa.[10]
En el libro el viaje se equipara al movimiento en el que estamos contenidos todos los seres de la tierra, y al que se desprende de nuestra naturaleza de entes con vida, por ejemplo: el movimiento del crecimiento y la decrepitud, aparentemente desprovistos de sentido, cuando ya había sido lo que el recuerdo indica, complementándose al instante de rememoración de una partida. [11]O algo más profundo: viajamos hacia la esencia de algo que no percibimos, pero que se impone, aunque siempre se está esperando la irrupción de la partida. Así se refleja muchas veces la vida del joven, que es el corto trecho que existe entre el abandono y la impaciencia. O que obedece a una cadena: el amor es recuerdo, el recuerdo es olvido, y en el olvido se desintegra. O lo que es lo mismo, repara en el fino velo entre la inocencia, el recuerdo y la desolación, donde siempre hallaremos los testigos de ese viaje, indeclinables, recordándonos en qué fallamos e indicándonos, cual Dickinson, que aun así sabíamos que el gentil reloj nada indica, salvo ir a casa.
Dalila, con síntesis expresiva, como en sus otros libros, que es más elocuente cuando echa mano a metáforas de la naturaleza, nos recuerda que siempre estamos viajando desde algo y hacia algo, siempre algo nos persigue, y sin creerlo nuestro, ya está inconmensurablemente dentro de ti. Este es un libro también de instantáneas, como sus libros anteriores, que tiene claro que la poesía es sugerir una totalidad a través de un límite, como apuntó Cintio Vitier, donde el espíritu de un joven se ondea, en ese aleteo incontenible o hueco, en ese paso adelante y ese mirar atrás para la vuelta, por la que dejaremos de ser para empezar a vivir, donde percibimos la intensidad de una muchacha pelirroja que escribe con la tenacidad y la importancia del rojo de su cabello.
[1]– Dalila León Meneses. Bon Voyage. Editorial Capiro, Santa Clara, 2018. Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara, 2017.
[2] – Las secciones «Passages» y «Souvenirs» son las menos fuertes del cuaderno porque, como dije en el texto que escribí sobre ella apenas dos años antes, la autora quizá le confía demasiado peso al prestigio de la anécdota, a lo local, circunstancial o sincrónico de ella.
[3] -DLM. Ob. cit, p. 15.
[4] -Véase el poema «Podría decir que todo…», p. 19.
[5] – Consúltese el poema «Haciendo autostop encontré…», p. 9.
[6] – Repárese en el poema «Cuán cansado puede ser», p. 25 y «Demasiado pequeño para alcanzar los pedales…», p. 36.
[7] -DLM. Ob. cit, p. 62.
[8] -DLM. Ob. cit, p. 20.
[9] – En el libro la lluvia es concebida como constancia del movimiento, como tenaz metáfora, acompañando siempre la insondable e imperceptible soledad del viaje.
[10] -DLM- Ob. cit, p. 22. Véase también el poema «La mañana llega lenta…», p. 23.
[11] – Allí fui feliz
lo prueban las fotos
donde sonrío desde el portal
en e l patio bajo el tamarindo
o en la cocina
junto a mi abuela.
Allí fui feliz, sí
lo prueban la fotos
a pesar de la humedad de los años
que han borrado mi sonrisa
y el recuerdo
de la voz de mi madre
al despedirme en el portal
esta mañana.
Ob. cit, p. 40.
Este texto guarda estrecha relación con otro recogido en Bon Appetit, su libro anterior, que llega a ser «una instantánea de lo efímero, al tiempo que una instantánea contra lo efímero»:
Guardo las fotos
de lugares donde estuve
y ya no.
Donde sonrío
feliz
de algún modo
para siempre.
Véase Caridad Atencio «De las postales de lo efímero a un fuego que no arde», La letra del escriba, n. 149, marzo – abril, 2017, La Habana, p. 14.
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