Recuerdo, en los ya lejanos y angustiosos noventa, cuán activa y diversa era nuestra vida literaria. Recién creados estaban los Centros y Consejos con los cuales se diera un paso más allá de las diez instituciones culturales básicas, nacidas a finales de los setenta. La aparición de los Centros Provinciales del Libro y la Literatura (CPLL), dentro de esa lógica, aportó nuevos espacios y conceptos a aquella estructura, consolidada, pero ya insuficiente.
Gracias a los auspicios de los CPLL se les sumaron, al concepto empresarial con que habían laborado las empresas del libro, los objetivos estratégicos de la promoción, la edición, la investigación y la información. Se creó en la instancia nacional la Dirección de Literatura, cuya más importante misión consistía en orientar metodológicamente, para hacer realidad, los objetivos enumerados.
Al amparo de aquellas cuatro direcciones de trabajo se construyó y comenzó a ejecutar, con participación colectiva de instituciones y organizaciones de creadores, un variado repertorio de actividades, caracterizadas y no. Junto a eventos de diverso perfil, espacios de intercambio conceptual, interacción con universidades, canje de publicaciones con instituciones de Cuba y el mundo, fomento de centros de plataforma promotora organizada profesionalmente.
Durante décadas aquella lógica no solo se estableció sino que también creció, tanto cuantitativa como cualitativamente una oferta literaria que involucraba lo mismo a escritores que al público. En el caso de la provincia donde resido, el surgimiento de las editoriales Capiro y Sed de Belleza, escoltadas por el abanico promotor que generaron, marca las pautas de mayor trascendencia. De menos de una decena de autores con libros publicados, se pasó a más de un centenar y medio en los días que corren. Se multiplicaron por n veces los premios en certámenes de alto impacto. Se diversificaron las propuestas y se enriquecieron los formatos de intercambio. Fue labor de muchos años, muchas personas y muchas voluntades institucionales.
En la fecha de hoy percibo –no en todos los territorios, pero sí en algunos– un descenso en las voluntades y acciones antes mencionadas. Resulta notable la baja intensidad con que discurre la vida literaria en algunas provincias de Cuba, entre ellas, esta desde donde escribo. A las limitaciones crecientes que nos impone el bloqueo de Estados Unidos, sumemos aspectos organizativos y de otras naturalezas en la ejecutoria institucional. Y agreguemos también cierta reticencia de muchos intelectuales para asumir la conducción de esos procesos de manera que respondan a los intereses de toda la masa de creadores y de la política cultural de la Revolución. A ello se suma el arribo a estos de cuadros, con buenas intenciones, pero sin dominio ni vínculo anterior con las dinámicas descritas. Ambas carencias pasan factura.
Aclaro que la magnificación de aquella nunca lejana etapa no nace de una trasnochada añoranza mía por los tiempos idos, sino que está avalada, tanto por los medios como por las instancias que entonces –y después– certifican los resultados. La opinión generalizada del gremio, a nivel nacional, es de reconocimiento del rigor, la profesionalidad y la lógica inclusiva con que aquellas plataformas se manejaron. Retomar una buena parte de aquellos principios y procedimientos para atemperarlos de manera creativa a la actualidad, y actuar siempre de manera consensuada con las organizaciones de creadores y otras instituciones, debía ser, según creo, el camino que nos llevaría a rescatar lo dejado atrás y crecer de acuerdo con las exigencias de hoy.
Estos razonamientos se apoyan en observaciones que podrían pecar de circunscritas a un radio limitado. No obstante, como considero que en ningún territorio debía darse el fenómeno, enumero algunas de las cuestiones que debíamos evitar.
No tiene sentido que la plataforma promotora se centre casi exclusivamente en proyectos fijos, pues la cantidad de autores que se benefician es mínima. El repertorio de actividades debe ser mucho más diverso e inclusivo. No servirse de un consejo asesor donde estén representados los principales actores de la vida literaria es, según veo, otra de las flaquezas inadmisibles, así como renunciar (o minimizar) proyectos dirigidos a los municipios y comunidades apartadas. Lo sucedido en el Festival del Libro en la Montaña organizado en mi provincia es un ejemplo modélico de lo que no debía ser: se le aplicó una drástica reducción que lo circunscribía a una sola comunidad, con la participación de cuatro escritores. Este evento constituye una de las acciones estratégicas en términos de política cultural que hubiera podido acometerse acudiendo a apoyos de instancias que, con toda seguridad las apoyarían.
Si se desea saber la historia del Festival del Libro en la Montaña sería bueno consultar el libro Itinerario de un trepador de lomas, de Blas Rodríguez Alemán (Editorial Capiro, 2011), donde se cuenta con lujo de detalles y numerosos datos y anécdotas el proceso de gestación y desarrollo de estos desde 1991 hasta 2006. Según creo, se trata de un texto que debería usarse como material de superación para aquellos ejecutivos que se designen para conducir los procesos institucionales vinculados con la literatura y los escritores.
No me produce ningún placer escribir estos descargos. No obstante, tengo la certeza de que solo nombrándolos podremos comenzar a resolverlos, siempre con la participación de la inteligencia colectiva. Tengo confianza de que habrá inteligencia en nuestras instituciones para recuperar lo perdido, que no solo está signado por las limitaciones que nos impone el bloqueo sino también por dirigir la voluntad y los esfuerzos por rumbos equivocados. Espero que podamos continuar por el camino labrado y fertilizado, a fuerza de entrega y altruismo, por tantas personas que, a lo largo de décadas, han puesto el hombro en pos de crear y fortalecer las estructuras institucionales que han hecho que nuestro país sea, como pocos, un sitio donde la cultura constituye patrimonio de todos.
(Santa Clara, 10 de enero de 20209
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