Enrique Labrador Ruiz murió hace treinta años, el 10 de noviembre de 1991, y el deceso tuvo lugar en Miami. La noticia no pasó inadvertida pero tampoco tuvo la repercusión que un autor como él merecía. Tres décadas después, Labrador Ruiz pervive, como otros tantos escritores cubanos, en las estanterías empolvadas de las bibliotecas, en alguna que otra antología y en la memoria de algunos lectores «selectivos». No es el suyo un «privilegio» privativo, en realidad es un fenómeno que se repite con numerosos autores a quienes los lectores promedio pasan por alto, o desconocen, porque la avalancha de títulos, las cubiertas atractivas y un adecuado marketing, sepultan a los ya idos en el fondo de la montaña editorial. El proceso puede parecer cruel… pero de tanto ocurrir se nos antoja ya natural. ¡Así que lo mejor es permanecer vivos, del lado de acá, el mayor tiempo posible! ¡Y cuidarnos!
En la década del 30 del siglo XX cubano se publicaron tres libros cuya prosa contendría elementos renovadores, fundacionales y un colorido distinto: la novela Écue-Yamba-O, de Alejo Carpentier; El negrero, de Lino Novás Calvo y El laberinto de sí mismo, de Enrique Labrador Ruiz, fechada en 1933 e impresa en La Habana. Ya ello nos da idea de su trascendencia e inmanencia.
Con la estructura de esta última obra citada (compuesta por tres secciones o segmentos), además de su carácter introspectivo e intención experimental, Labrador Ruiz entrega lo que denominó novela gaseiforme, o sea, «que se halla en estado de gas, de un gas de novela», esencia pues de la novela. La crítica se pregunta quién es este hombre con apellidos sonoros, hasta ese momento conocido solo como periodista. Sin embargo, es la palabra erudita de Max Henríquez Ureña la que afirma que:
Labrador Ruiz representa en Cuba una revolución en los métodos y técnicas de la ficción narrativa, pero no resulta ligado a ninguno de esos ismos, sino que tiene una manera propia e independiente (…) No han faltado quienes se empeñen en clasificarlo como suprarrealista; pero de igual manera podrían buscársele concomitancias con Joyce o con Kafka, o con Faulkner. De no haberlas, cabría pensar que Labrador Ruiz no era hijo de su siglo.
Sagüero, es decir, nacido en Sagua la Grande, Labrador Ruiz vio la luz el 11 de mayo de 1902, solo nueve días antes de la proclamación de la república, y en la misma ciudad en que había nacido, pero en 1898, otro ilustre: Jorge Mañach.
Enrique Labrador Ruiz tiene cuatro años cuando la familia se muda de Sagua hacia Cruces. En 1921 se establecerá en Cienfuegos, en cuyo periódico El Sol atiende la sección «Pasavolantes», encargado de los asuntos literarios. Dos años más tarde fijará domicilio en La Habana, pero trabajando para el mismo periódico, que ha abierto oficinas en la capital; viaja dentro del país y alterna con el oficio de comisionista de comercio.
Tres años después publicó una segunda novela, Cresival, continuidad estilística de la primera, confirmación de sus intenciones renovadoras, al igual que una tercera, Anteo, editada en 1940, con la que finaliza su triagonía, así le llama (El laberinto de sí mismo, Cresival y Anteo). A la altura de la cuarta década del siglo es uno de los narradores seguidos con mayor atención por colegas y críticos.
«Hay que anunciar además, escribe en 1940, que en la nueva novelística caben todos los matices: humorismo, biografía, reportaje, política, bellas artes, militancia, religión; cuestiones sexuales, económicas, científicas, deportivas…», o sea, que esa nueva novelística «se enriquece con todos los géneros».
No le fue nada mal en cuanto a reconocimientos literarios. Ganó el Premio Hernández Catá en 1946 por el cuento «Conejito Ulán»; el Premio Nacional Periodístico Juan Gualberto Gómez en tres ocasiones —1946, 1949 y 1951— por las crónicas «Mérida, la enamorada», «Ponce vivo» y «Buenos Aires a la vista», y el Premio Nacional de Novela por La sangre hambrienta, en 1950.
De La sangre hambrienta, para algunos más que novela secuencia de relatos, anótese que en ella se continúan las innovaciones estructurales ya mencionadas, así como la experimentación al nivel de la expresión lingüística, tal cual señala el profesor Salvador Bueno. Antes vio la luz un libro de relatos, Carne de quimera, de 1947, que Labrador clasificó como novelines neblinosos, con esa manera suya de nombrar su «innombrable» arte de narrar. Ahí se incluye un relato antológico, «Conejito Ulán», tragedia de una solterona a quien la soledad la lleva a vivir en un mundo irreal tejido a partir de una amarga realidad perfilada con toques sicológicos.
El gallo en el espejo (1953) da título a otra colección de narraciones estructuradas a partir de la imaginería de la vida provinciana que no le fue ajena en la niñez, y deviene en juicio sobre la manera en que ve a los demás y a sí mismo, cubanos todos.
El autor viajó por Europa en 1953, se detuvo en España, Italia, Suiza, Alemania, Holanda, Bélgica, Francia. Y hasta se asegura que por aquellos años perdió un original del cual no guardaba copia al incendiarse la imprenta, en Santiago de Chile, donde lo tenía para publicar.
En 1960 realizó un extenso recorrido por China, Checoslovaquia, Unión Soviética, además de integrar la Comisión Organizadora del Primer Congreso de Escritores y Artistas de Cuba, del cual nació la Uneac. En cuanto a la prensa, colaboró en los periódicos Alerta, El País, Prensa Libre, El Mundo, en las revistas Chic, Mundial, Social, Bohemia, en las publicaciones literarias Espuela de Plata, Gaceta del Caribe, Orígenes, Revista Cubana, Unión, entre otras, en revistas de Chile, Estados Unidos, Venezuela, Argentina, México, Costa Rica, Guatemala, Colombia, El Salvador…
En 1970 se publicó por Ediciones Unión una selección de sus Cuentos. Un último libro de memorias y ensayos editó en Miami, Florida: Cartas a la Carte, en 1991. En esa ciudad murió el 10 de noviembre de aquel año. En el 2000 la Editorial Letras Cubanas publicó un volumen de narraciones titulado Carne de quimera-El gallo en el espejo, con lo cual se rompía un silencio editorial de muchos años tendido sobre este autor. Se trataba pues, de un texto necesario, prologado por el doctor Salvador Bueno, quien así rendía tributo al precepto martiano: «Honrar, honra».
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