Hay un momento en El gatopardo, la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa (Palermo, 1896-Roma, 1957), en el que el autor se deja ver y el lector asiste asombrado al encanto y quizás embrujo de la literatura, esa búsqueda del tiempo perdido.
El gatopardo se inicia en Sicilia, en 1860, cuando la revolución que unificaría a Italia comienza a poner fin o remata al régimen aristrocrático. Fabrizio Corbera, el príncipe de Salina, cuyo escudo de armas muestra a un gatopardo, sabe que una nueva clase social, la burguesía reemplazará a los suyos. También sabe que hay que adaptarse, para que las cosas cambien pero no cambien, o al menos para asegurar a su familia. Por eso, por ejemplo, acepta casar a su sobrino, el joven Tancredi, con la hija de un prestamista y usurero burgués, terrateniente y político, parte del nuevo régimen, Calogero Sedara.
«No somos ciegos, querido padre, sólo somos hombres», le dice Corbera a su cofesor cuando este le reprocha sus tratos con el nuevo mundo.
Vivimos en una realidad cambiante a la que intentamos adaptarnos como se mecen las algas ante el empuje del mar. A la Santa Iglesia le ha sido prometida explícitamente la eternidad. Podremos preocuparnos acaso por nuestros hijos, por nuestros nietos quizá; pero lo que no podemos acariciar con nuestras manos no nos incumbe; no puedo preocuparme por lo que serán mis eventuales descendientes en el año 1960.
Es ahí, en esa referencia al futuro, cien años después del presente de la novela, donde el lector ve asomarse a Lampedusa; él, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, aristócrata cuando ya no hay aristocracia, podría ser uno de esos descendientes.
La obligación de recordar
Lampedusa, que vivió el desmoronamiento del viejo mundo, que llegó a adulto en medio del derrumbe, incluidas las guerras mundiales, encontró en la memoria y la escritura su consuelo, hasta la felicidad, una razón de vida.
Incluso creo que es una obligación. En el ocaso de la vida se impone la necesidad de tratar de recoger el mayor número posible de sensaciones que han atravesado nuestro organismo. Pocos lograrán hacer con ellos una obra maestra (Rousseau, Stendhal, Proust), pero todos deberán poder preservar de ese modo algo que ese pequeño esfuerzo se perdería para siempre. Llevar un diario o escribir a cierta edad nuestras memorias tendría que ser obligación «impuesta por el Estado»: al cabo de tres o cuatro generaciones se habría recogido un material precioso, y podrían resolverse muchos problemas psicológicos e históricos que agobian a la humanidad. No hay memoria, por insignificante que haya sido su autor, que no encierre unos valores sociales y expresivos de primer orden.
Eso lo escribe Lampedusa en la introducción de sus «Recuerdos de infancia», texto incompleto, parte de las memorias que dejó de lado para terminar El gatopardo, su primera y única novela.
Las memorias son parte de Relatos (Anagrama), libro que también incluye los cuentos «La alegría y la ley», una historia de Navidad protagonizada por un oficinista pobre, sometido a la ley del trabajo y el hogar; y «La sirena», una suerte de cruce o superposición entre la Sicilia moderna y la Antigüedad, que muestra el encuentro y la paulatina amistad entre un viejo y desdeñoso profesor especialista en la Grecia antigua, y un joven periodista, y que transporta al lector a mundos mitológicos: «La posibilidad de encontrarme cada día cerca del máximo representante de aquel saber exquisito, casi nigromántico y poco rentable, me halagaba y me confundía», dice el joven.
El libro lo cierra «Los gatitos ciegos». Iba a ser el primer capítulo de una segunda novela, inconclusa debido a la muerte de Lampedusa en 1957. «Lampedusa pensaba que habría sido la segunda entrega de una nueva Comédie humaine. De ahí deriva la concatenación de los personajes de «Los gatitos ciegos» con los de El gatopardo. Señas que ya están presentes en «La sirena», donde el joven periodista es descendiente de los Salina», explica en la introducción del libro el musicólogo Gioacchino Lanza Tomasi, familiar y responsable de la herencia de Lampedusa.
Las narraciones incluidas en Relatos provienen del mismo universo, real y mental, que alimentó la escritura de El gatopardo. Por de pronto, están situadas en Sicilia, de modo que vemos sus colores y luces, tan importantes para Lampedusa, el poder del sol, el calor insoportable, las lluvias que se esperan como milagro, sus caminos y pueblos. Además, se yuxtaponen los mundos: está la presencia antigua, griega, a través de pinturas y estatuas; el patetismo y la decadencia de la aristocracia, la prepotencia y vulgaridad burguesa, incapaz de convertirse en un verdadero empresario, y, frente a esos mundos, los pobres de siempre.
«Para mí, la infancia es un paraíso perdido: todos eran buenos conmigo, yo era el rey de la casa», confiesa Lampedusa en «Recuerdos de la infancia», donde presenciamos momentos y personas en los que se reconocen escenas y personajes de El gatopardo. Por ejemplo, el tortuoso viaje anual a Santa Margherita, durante las vacaciones, a una villa familiar que es el lugar favorito del pequeño Lampedusa, con sus decenas de habitaciones, sus jardines, las pinturas, las estatuas, el mármol, parece el mismo viaje que hacen Fabrizio Corbera y su familia a su villa Donnafugata.
Los «Recuerdos de infancia» son, como dice Lanza Tomasi, el laboratorio de reminiscencias de Lampedusa. Al momento de escribirlos, su casa, no la villa, sino la casa Lampedusa, ya no existía, tras ser bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Y él mismo no vivía en Sicilia, sino en Roma. «El autor no morirá en el cuarto donde nació y donde esperaba morir. Sin embargo, al llegar a la exploración de Santa Margherita el timbre del recuerdo deja traslucir el consuelo de la memoria».
La eclosión de la escritura
Lampedusa fue un escritor tardío, que descubrió en la escritura el camino para volver a casa, o para traerla al presente, para juntar los tiempos, y por qué no, para pasar cuentas históricas; como en aquella escena de El gatopardo en que el príncipe Fabrizio Corbera menciona al paso y despreocupado a sus descendientes de 1960. El autor comenzó a escribir la novela en 1954 y la terminó en los primeros meses de 1957. En ese mismo período escribió los textos reunidos en Relatos, salvo «Los gatitos ciegos», la segunda e inconclusa novela, su último escritor, que data de marzo y abril de ese año.
Las editoriales Mondadori y Einaudi rechazaron El gatopardo, aunque no hay que ver en ello algún destino de autor maldito, sino el proceso normal de un autor inédito. La aceptó Giangiacomo Feltrinelli y la publicó en 1958, cuando Lampedusa ya había muerto. En abril de 1957, el mes de su último escrito, le diagnosticaron un cáncer de pulmón y murió tres meses después.
Si la memoria, siempre íntima, es ese ligar sin tiempo ni espacio, o donde confluyen todos los tiempos y todos los espacios, la literatura es su repositorio, su gabinete. El lugar y el momento de la memoria compartida. Ese truco es el que logró Lampedusa, hacer de lo suyo algo nuestro, sin importar las distancias espaciales y temporales.
Lampedusa fue un autor moderno, pero de esa modernidad que responde a la incerteza no imaginando un mundo ordenado, racional, con tiempos y espacios claros y distintos; sino aquella que integra los impreciso. «Desde hace casi un siglo la literatura ha tratado de eliminar la certeza de un mundo modelado según las abscisas y las ordenadas (el tiempo y el espacio). Lo moderno tiende a recuperar lo órfico y el mito antiguo», escribe Gioacchino Lanza Tomasi. «La eclosión de la escritura a edad avanzadas», agrega,
brindó a Lampedusa la ocasión de reunir un depósito de asociaciones afectivas sembradas durante cuarenta años. Este rasgo confiere a su escritura ese particular aliento emotivo de afectos y pasiones, lejanos en el tiempo, fluctuantes en un espacio de la memoria exento de abscisas y ordenadas; los datos históricos, como en los sueños, se perciben en la carga emotiva y por tanto atemporal.
O quizás sea más simple: la escritura como sentido de la vida, la memoria emotiva como fuente de esa escritura. Y nosotros leyendo.
«Puedo prometer que no diré nada falso. Pero no querré decirlo todo. Me reservo el derecho de mentir por omisión», nos advierte Lampedusa. «A menos que cambie de idea».
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Tomado de Confabulario
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