Las cartas cruzadas: el hombre y su época
No pretendo leerles una documentada ponencia académica que aborde, profundamente y desde todos sus flancos, la obra epistolar de Pablo de la Torriente Brau, tarea que, a pesar de algunos excelentes trabajos, está aún por hacerse. No soy, por supuesto, la persona adecuada para ello. No he sido un estudioso de Pablo, sino sencillamente un lector y admirador de su espléndida obra periodística y literaria. En ese carácter vengo a compartir parcialmente con ustedes las razones de esa admiración. Y digo parcialmente porque mis reflexiones van a centrarse en una zona de la obra de Pablo bastante poco conocida: sus cartas.
Cuando en 1981 Víctor Casaus preparó la selección de cartas escritas por Pablo o destinadas a él, y me fue encomendado el trabajo de edición del libro que Casaus titularía Cartas cruzadas, les confieso que el trabajo editorial se convirtió, por obra y gracia de esta escritura nerviosa, apasionada y febril, en una verdadera aventura intelectual: de repente me encontré inmerso en las turbulencias de una época dramática y trascendental de nuestra historia contemporánea, sin cuyo conocimiento profundo es difícil explicarse los complejos acontecimientos de hoy. Porque de eso se trata: estas cartas son testimonio puro e invalorable, entraña, médula de una época de frustraciones y esperanzas. No son letra muerta, museo de palabras. Todavía despiden luz y calor de vida. Leyéndolas, pueden recordarse aquellas dramáticas preguntas con que Alejo Carpentier apostrofaba ciertos tipos de literatura hace algunas décadas: «Pero ¿dónde están los contextos reales de la época en todo eso? ¿Dónde vive, palpita, resuella, sangra, gime, clama la época tremebunda, hecha de contextos, que es la nuestra?» Estas cartas pueden, con pleno derecho, dar una respuesta.
Pero además, en estas cartas, está el hombre de cuerpo entero. No recuerdo —salvo el epistolario martiano— ninguna otra colección de cartas cubanas que vaya dibujando de manera más completa la personalidad, el carácter, la íntima naturaleza del revolucionario integral que fue Pablo de la Torriente Brau.
Dice Pablo:
Mis cartas son las actas oficiales de mi pensamiento. No tengo nunca miedo a escribir lo que pienso, ni con vistas al presente ni al futuro, porque mi pensamiento no tiene dos filos ni dos intenciones. Le basta con tener un solo filo bien poderoso y tajante que le brinda la interna y firme convicción de mis actos. No me importa tampoco nada, equivocarme en política. Pienso que solo no se equivoca el que no labora, el que no lucha.
En ese párrafo está el fundador del Ala Izquierda Estudiantil, el hombre que cayó herido junto a Trejo en la famosa tángana del 30 de septiembre de 1930, el preso político de La Cabaña, El Príncipe y el Presidio Modelo; en una palabra, el hombre que tenía el coraje como divisa.
Pero en las cartas está también —hermosa lección de dialéctica del ser humano— la faceta que parece oponérsele: la del revolucionario esforzado, paciente, que sabe valorar el muchas veces anónimo y modesto trabajo político:
Por adorno, no se debe pertenecer a una organización. Reúnanse semanalmente. Hagan actas de esas reuniones y comuníquenme como Secretario General, los acuerdos y resoluciones. Uds. verán cómo, de esa manera, algún trabajo desarrollan. A estas reuniones procuren llevar elementos simpatizantes e irán nutriendo las filas. Si la colonia hispana es heterogénea […] busquen motivos heterogéneos para reunirlos. Cuando un hombre no sirve para nada en la revolución, sirve, a lo mejor, para que baile, coma y beba y pague por ello. Si esa colonia está tan apartada de la revolución hay que atraerla por métodos suaves. Hoy se les saca producto hasta a los caballos muertos. Nosotros estamos en la obligación de sacarle algo para la revolución a todo el mundo. Hagan suscripciones para el periódico. Piensen que, con un centavo se paga el franqueo a Cuba de cinco periódicos. No vacilen, pues, en obtener un centavo para el periódico.
Carta a Pedro Martínez, 14 de diciembre de 1935
Con innumerables compañeros de lucha cruza Pablo sus cartas, que pueden leerse en la espléndida selección de Casaus. Pero con uno de ellos hay un acercamiento especial, con uno de ellos el corazón y la razón se abren para establecer una de esas amistades entrañables de la historia contemporánea de Cuba: amistad viril y tierna a la vez, que lo convirtió en hermano de Raúl Roa, identificados plenamente ambos en sus concepciones revolucionarias. En una carta del 27 de diciembre de 1935, Roa le escribe:
Si yo defiendo al PC ahora es porque todavía es una realidad que se supervive, porque todavía mal que bien mantiene en su programa la liberación del proletariado y el poder soviético. Y además de por eso, lo defiendo como tú, porque a él, al ensueño que él encarnaba dieron su vida y su sangre Mella, Rubén y Gabriel. En definitiva, la dieron a lo que está por encima del PC mismo: a la redención de los oprimidos, a la lucha por una sociedad sin clases, a la realización de un todo armonioso y fraternal. Por eso, precisamente, por concebir la cuestión social sobre una base clasista es que no podría entrar en un partido pequeño-burgués. Por eso, asimismo, estaría con un partido que representara realmente los intereses de las masas, por un partido que se propusiera hacer la revolución de verdad, comprendiéndola en todos sus aspectos y en toda su entraña, por un partido, en suma, capaz de liquidar, por su teoría y su táctica, con el dominio sangriento del capitalismo.
Seguir de cerca esta correspondencia —sobre todo entre Roa y Pablo— es, además de asistir a una profunda disección de la situación política, económica, social y moral de esta época agónica (1935-36) —véase como ejemplo supremo, la famosa carta-ensayo de Pablo del 13 de junio de 1936, conocida como «Álgebra y política»—, compartir la afilada prosa de estos dos revolucionarios apasionados con la lucha que viven, sueñan y padecen; que caen, se sacuden el polvo del camino y siguen adelante con el humor a flor de labios. Precisamente ese humor, típicamente cubano, producirá esta página antológica de Roa, el 6 de agosto de 1935, cuando para expresar su alegría por el trabajo en ascenso de la Organización Revolucionaria Cubana Antimperialista (ORCA), le escribe a Pablo:
Dentro de unos minutos voy a tirarme el peo más grande de cuantos mi culo ha expelido. Lo siento y lo presiento. Hay rumor de elaboración en mis intestinos. Y extraño anhelo en el esfínter de abrirse como una gardenia al soplo de la brisa fragante. Urgido, empero, por la necesidad de escribirte —Mañach—, lo hago a pesar de eso. A pesar del peo, para decirlo sin eufemismo. Porque tienes que saber, viejo decrépito —torre desmantelada por la tempestad, titán vencido por el reumatismo, sueño de roca desvanecido— que ORCA se fortalece por días.
Y para despedirse, le dice:
Y ahora te dejo con más ganas de tirarme el peo que al comenzar, pero sin otro chance que ahogarlo porque me rodea toda la familia, y bien sabes que yo soy un hombre muy pudoroso incapaz de molestar al prójimo por muy inexorables que sean los imperativos anales.
Pudiéramos glosar estas cartas interminablemente porque por ellas, como en una novela, pasan, a ráfagas, hombres, mujeres, héroes y traidores, valientes y miserables, sombras, caras, en una palabra: la vida, que es la mejor literatura. Pero vamos a despedirnos de Pablo citando un fragmento de su hermosa carta en la que explica los motivos de su viaje a España y a la muerte:
Ustedes me han confundido un poco con un organizador o algo por el estilo. Muy lejos estoy de ello, a mi más profundo y sincero juicio. A España tal vez vaya en busca de todas las enseñanzas que me faltan para ese papel, si es que alguna vez puedo dar de mí algo más que ser un agitador de prensa. Y no me arrastra ninguna aspiración de mosquetero. Voy simplemente a aprender para lo nuestro algún día. Si algo más sale al paso, es porque así son las cosas de la revolución. Y si me voy por otro camino, será porque así son también las cosas de la revolución […] Y hay como siempre en mí, la emoción del impulso que me dice que allá está mi lugar ahora. Porque mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas. Y eso es todo.
De él puede decirse —cuando murió en Majadahonda meses después— que su cadáver estaba lleno de vida. Porque hombres como Pablo, como Roa, y como tantos otros cuyos nombres, imágenes y recuerdos pueden rastrearse en esas cartas cruzadas, que son, a la vez, el mejor homenaje a su memoria, pertenecieron, dentro de la revolución, a los corredores de maratón, que saben que todo no es dar cuatro saltos y terminar los cien metros y coger la medalla, sino correr, correr, incansable, infatigablemente, saltar barreras, desfilar bajo la lluvia, cruzar cañadas, subir montañas, desriscarnos y al final, llegar y ganar medio muertos por el esfuerzo; o ni llegar siquiera, muertos antes. Y si somos así, no hay problemas que nos desalienten, ni esperanzas que nunca se rompan demasiado.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
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