A propósito del cuento «La ronda de las hormigas», de Nguyen Peña
I
Imagínese un cuadro (de Dalí), un cuadro que usted no entiende o desprecia por sencillo, a pesar de que las sensaciones (y el presagio) viven en él, se acunan en él, se desarrollan. Imagínese un cuento sobre un hombre hormiga, consumido en su agujero mientras el agua cae, mientras su mundo se desintegra. Imagínese una ronda de recuerdos. Solo entonces llegará, tal vez, a las nociones que Nguyen Peña quiere transmitirnos con este relato que es batalla, que es campo de guerra, que es machete sin funda.
II
Un hombre sueña y sueña. Su mujer e hija ya no están. El mundo de lo onírico es adicción, botella abierta, trago espirituoso. La casa —el habitáculo, la cárcel del hombre, su espacio para encontrar la verdad— es ciertamente de nuevo el útero, la imagen del amnios claustrofóbico, solo que ahora es una figura que carece de sentido, de materia, de agua genésica: ¿cascarón?, ¿fragmento vacío?, ¿acaso es?
Es Roanoke, una colonia despoblada, misteriosamente han desaparecido todos sus habitantes y el invierno se acerca. Es Croatoan: una palabra, un vocablo desconocido, que se encuentra grabado en la corteza de un árbol y que algunos siglos después, los estudiosos contemplarán —lupas, corazón en mano— en intentos de buscar una conclusión a las pérdidas de Roanoke. Pero no la hay. Es en vano. Roanoke sigue siendo un misterio. Croatoan, una palabra más. Nguyen baila en «La ronda de las hormigas» como si supiera algo que tú y yo desconocemos.
III
Esta es una historia sobre la crisis. Tantas crisis que no pueden ser explicitadas en un solo manuscrito. Esta es una historia sobre las rupturas, sobre los (des)florecimientos, sobre las desapariciones que se muestran al mundo —hoja aparte— a través del influjo de la memoria. El hombre —nuestro protagonista— es el sapiente, el que recuerda, cierto búho deprimido que contempla la palabra Croatoan. Aunque no la entiende, finge que sí. En ese gesto radica toda su sapiencia. Las memorias son cortadas por cierto flujo de una realidad consumida por la lluvia (hay símbolos, sí, y algunos arquetípicos, algunos pertenecientes al mundo del psicoanálisis), una realidad que es invadida por nanas y cantos infantiles, el recuerdo de una niña que no está. Los pensamientos se filtran y el hombre los recoge. Suyo es el oficio de ser colector. O testigo. Colector y testigo, mejor aún.
IV
En la decadencia hay cierta forma —torcida— de reconstrucción. Así que no debe extrañarle al lector que este mundo Roanoke sea invadido por viajantes, turistas, criaturas que habitan los espacios dejados al moho y al recuerdo: las hormigas. Que están ahí desde siempre, se advierte, pero que ahora han colonizado la realidad. Nuestro protagonista sabe que las hormigas han sido visitas usuales; sin embargo, nunca antes las había contado, o no se había detenido a contemplar su número, o no sabía, no quería saber.
Las hormigas aparecen y desaparecen. Son figuras oníricas. Cierto imaginario del apocalipsis.
Las hormigas custodian la entrada del Hades, sobre el cadáver de Cerbero han hecho su colonia.
Comen. Contemplan. Comen.
V
Esta es la ronda de la soledad. Nuestro hombre lo sabe. A las puertas del fin del mundo —ha quedado huérfano de mujer e hija; un divorcio es también una forma simbólica de la muerte—, solo le queda comulgar con las hormigas. Las recibe bien y las aplasta. Tiene cierto apego hacia ellas. Le queda el jetlag, el desorden por los horarios que el cuerpo aún se resiste a entender. Una hormiga en su brazo se transforma en la esposa. La tortura con amor. También eso es metáfora, pero menos sutil, más explicada, cierre del círculo, ¿o no, lector?
VI
Este es un cuento sobre los desaparecidos. Por eso insisto en la idea de que nuestro personaje es un colono del Nuevo Mundo, que ha vuelto a Roanoke después del largo invierno y solo ha encontrado una palabra grabada en un árbol. Esta es la señal y el señuelo. Este es también el descubrimiento de un Jasón moderno, de cierto huésped indeseado que ha cruzado los habitáculos de la muerte. Nuestro protagonista —su misión— es permanecer alerta, recoger la memoria, atestiguar la existencia de las hormigas.
VII
Nguyen Peña no busca finales sorpresas. Deja —derrama— imágenes por aquí y por allá. Si el lector rastrea bien estos señuelos, podrá seguir su línea de pensamiento. El descubrimiento no será tal, sino confirmación. Y en esta confirmación es que su éxito radica, en la posibilidad de mantener la coherencia, de conducir/guiar al lector a través de los diferentes habitáculos de la soledad, de la corriente de sentido y, en el proceso, lograr que no se pierda… que no se diluya la tensión que pone a la cuerda rígida, que la hace temblar y resonar. Nguyen pulsa la cuerda y no se escucha sonido, sino el llanto de una niña, de una hormiga, una nana.
Esa es toda la terrible verdad que ha de sobrevivir a la caída del mundo.
VIII
Desconozco si Nguyen sabía de Roanoke al escribir este cuento.
En la ficción, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia.
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Nguyen Peña Puig. Miembro de la UNEAC. Licenciado en Derecho por la Universidad de La Habana, egresado del Centro de formación literaria de La Habana Onelio Jorge Cardoso, Finalista del XV Premio de Cuento «La Gaceta de Cuba», Primera Mención las ediciones XIII y XIX del concurso de cuento Ernest Hemingway, Mención en el Premio David de cuento (2012). Mención en el Premio Calendario de Cuento (2012). Premio de cuento La Gaveta (2013), Premio David de cuento (2013), Premio de narrativa Hermanos Loynaz, (2013). Cuentos del autor han sido publicados, además, en libros y revistas nacionales e internacionales. Fue miembro del Jurado de narrativa en el Concurso Hermanos Loynaz, 2014.
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Tomado de País de fabulaciones, texto de Elaine Vilar Madruga publicado por Cubaliteraria en 2019.
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