Hay sucesos que nos llenan de placer y fortalecen el espíritu en tiempos tan complejos como los que se viven. En estos días logré cumplir mi promesa de visitar a mi buen amigo Yariel García de la Osa (Tato), recién graduado de una carrera universitaria pero recién matriculado en otra, la de ser padre.
Aunque la rápida visita tenía como objetivo conocer, al menos de lejos, al nuevo miembro de la familia siempre quedó tiempo de hablar del trabajo, del coronavirus y, por supuesto, de libros y lecturas. Tato se graduó de Ingeniería Eléctrica en la Universidad Central de Las Villas y siempre sintió cariño por la lectura, motivo de nuestras largas conversaciones. Con Tato reafirmé que la lectura no es patrimonio exclusivo de literatos o poetas, y que la disfrutan por igual cosmonautas, ingenieros, costureras y deportistas. Esa fue la primera lección de mi amigo.
En medio de la conversación y para remediar un poco mi falta de apoyo a ese hábito lector le comenté, apenado, que aún tenía guardada la lista que me había pedido. Una lista, confeccionada a partir de las notas de clase, donde aparecía una selección de las obras de la tradición literaria universal de obligada lectura. Le prometí utilizar el aislamiento para buscar algunos de los textos impresos y prestárselos.
Ante mi preocupación por la vitalidad de su gusto, me aseguró que en las pocas horas que la cotidianidad le deja entre el trabajo y los deberes familiares, tanto él como su esposa leían en Internet. Me hablaba con mucha satisfacción de los relatos cortos devorados cada noche, de las conversaciones que se suscitan de cada lectura, de los textos que habían descargado en varios formatos. Me hablaba con vehemencia de un sitio web.
Mientras el bebé me sonreía desde una distancia prudente, lo imaginé adicto a las múltiples plataformas oficiales y blogs personales que publican literatura para todos los gustos. Al principio no le di mucha importancia a su comentario pues pensé que sería otro de tantos que pululan en el ciberespacio. La misma curiosidad que mató al gato me hizo preguntar por el susodicho sitio.
Con la inocencia y el recelo de un niño que muestra su mayor tesoro me respondió: lo que leo y descargo es de un sitio llamado Cubaliteraria. El asombro me hizo su presa y en un segundo recordé los espot televisivos, el estand en las ferias del libro y los esfuerzos por visibilizar entre todas las de Cuba, la literaria.
Nasobuco de por medio me despedí de los tres y mientras salía del edificio multifamiliar meditaba en lo necio que somos al querer escudriñar el ajeno horizonte sin detenernos a disfrutar de las autóctonas flores que crecen a nuestros pies. Esa es la nueva lección de mi amigo Tato.
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