A veces nosotros, los más viejos, nos quejamos de la juventud, y básicamente hablamos de las arbitrariedades que manifiestan con respecto al sexo.
En la literatura, y he sido jurado del Concurso David de la Uneac varias veces, me he dado cuenta de que en los relatos hay sexo, a veces demasiado fuerte, pero nunca he encontrado amor en la relación de parejas.
En ocasiones un muchacho y una muchacha tienen sexo y no saben ni sus nombres, es algo así como hacer las cosas sin darle importancia ni pensar en las consecuencias que un acto como ese puede traer.
Hay un escritor cubano cuyo nombre ahora no recuerdo, que fue premio Uneac con una novela titulada La navaja suiza que decía que una cosa es una mujer vestida y otra la misma mujer sin ropas, y creo que tiene razón.
No estoy en contra de la modernidad, las nuevas tecnologías y lo vertiginoso que está cambiando el mundo en que vivimos propician esas cosas un poco ajenas a nuestro acontecer cotidiano de entonces.
Pero hoy me puse a pensar en cómo era el asunto en mi niñez, y realmente me sorprendieron algunos viejos recuerdos olvidados.
Yo debía de tener entonces once o doce años, y en la esquina de mi casa en Caibarién habían inaugurado un cine nuevo, el Cinema, y en mi barrio había una muchachita, de cuyo nombre no quiero acordarme, que me invitaba a la matinee, me pagaba la entrada, y cuando me sentaba al lado de ella me tomaba la mano. Fue la primera mujer que me dio un beso en la boca y era algo más joven que yo.
Después tuve de novia una muchacha matancera, de un poblado campesino que aún hoy desconozco su paradero, que esa si era experta en materia sexual y me encaminó por los trillos conocidos.
Luego fui a estudiar a un internado donde compartía con tres muchachas. Nosotros vivíamos en el primer piso y los dueños de la casa en el piso alto, y por las noches, después que comíamos, nos poníamos a ver la televisión en nuestro piso. Y había una muchacha rubia, alta, bonita, que se me sentaba en las piernas y empezaba a menearse, y ante mi negación a excitarme sexualmente le decía a las otras «ni su humo», y todas reían menos yo. Esas mismas niñas de trece o catorce años, dejaban las ventanas abiertas y andaban en bloomers o desnudas, para que yo las viera y por supuesto hiciera lo que hace un muchacho en esos casos.
Es decir, eran locuras parecidas a las actuales, pero había una gran diferencia, la pareja podía hacer de todo, básicamente en la oscuridad de los cines, pero nosotros, los varones, no podíamos violentar la virginidad de las muchachas, so pena de que nos obligaban, aún nuestras propias familias, a casarnos con ellas, para limpiar la mancha ocasionada. Esa era una ley no escrita que se cumplía, por lo menos en mi pueblo, a cabalidad. Yo con dieciséis años tuve una novia que por todos los medios quería hacer el amor conmigo, y tuve que dejarla por su insistencia y el compromiso de la boda.
En fin, esa es la historia, mi historia personal, espero compartan mi reflexión de que nada ha cambiado demasiado.
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