Entre las funciones (más o menos elementales) de un crítico está la de sugerir qué leer y por qué. No son pocas las veces en que se me da la oportunidad de hacerlo, y esta es una de ellas. Mi relación con esta novela, Las muertes de María, no es la de un simple presentador. Formé parte del jurado que en Santa Clara, en 2014, la convirtió en ganadora del Premio Fundación de la Ciudad. Escribí un párrafo que figura en la contracubierta de esta edición. Y ahora estoy aquí, con Edelmis Anoceto, acompañándolo. O sea, he cultivado una especie de pequeña fidelidad al libro, que, por supuesto, tiene su origen en mi fidelidad a su asunto, su argumento, sus personajes y sus atmósferas. De modo que no es casual que yo aparezca hoy en este lugar, aun cuando sí lo sea el hecho de que el premio haya ido a manos de un escritor como Edelmis, sumergido de lleno —por elección y por formación— en la poesía en lengua inglesa y adepto de (y adicto a) un mito llamado Lord Byron. Ambos —yo, cuando di a conocer mi novela Fake; él, con Las muertes de María— nos desenvolvemos en esa adicción y aprendemos de ella.
Este libro es un experimento narrativo inusual, provocador, y por esa razón viene a oponerse a las inercias de la narrativa cubana de ahora mismo. Escribir hoy una novela donde, de forma discontinua, y con los aderezos de la ficción, la vida y la obra de Lord Byron se pone manifiesto y nos interroga, constituye un ejercicio insólito. Además, no es una novela extensa, ni meticulosa. Su trama y la densidad de sus hechos habrían dado para seiscientas o setecientas páginas saturadas de acción, de pensamientos, de anécdotas y de preguntas. En definitiva, se trata de Lord Byron, que fue una suerte de epítome del héroe romántico y en cuya existencia se avivó el falso contraste entre el libertino material y el hombre que dialoga con el alma de la libertad y lo sublime. Y, sin embargo, Las muertes de María es un libro veloz, despejado, de lectura expedita, sin dejar de trepar por una espesura que cobra vida en lo actual y lo inmediato, por así decir.
Los escritores que exploran las estratificaciones y texturas de vidas literarias contaminadas por la ficción, o que abrevan en determinadas identidades donde un yo del pretérito se hace enorme e invade el presente, pactan de manera crucial con la idea de que el diálogo con la metáfora posee dos dimensiones: la de la vida como creación y la de la creación como vida. En lo concerniente a la novela de Edelmis Anoceto, somos testigos del funcionamiento de una máquina narrativa singular: un narrador, o El Narrador, va hilando un conjunto de fragmentos de la vida ficcionada de Byron en una suerte de novela por entregas. Las entregas son capítulos sucesivos que se publican en una revista. Entre un capítulo y otro, aparece una entrevistadora, una mujer, María, que va haciéndole preguntas al autor-narrador. Este intercambio siempre aguarda por el siguiente capítulo, y así la entrevista va enriqueciéndose (y enriquece, a su vez, a la novela: no a esta novela, aclaro, sino a la novela aludida dentro de este libro) hasta un límite que toca lo personal, lo privado. Todo esto nos lleva al laberinto de la construcción del autor, el dilema de la autoridad del escritor, en un juego problemático, de acuerdo con el pacto de legibilidad (y de verosimilitud) que Las muertes de María nos impone. Edelmis Anoceto inventa al autor de la escritura desde la óptica de otra invención: la que María va inculcándonos en tanto lectores. ¿Quién escribe a quién? Hay un escritor que escribe una novela por entregas y una mujer misteriosa que lo interroga. Pero también hay, por otra parte, una misteriosa novelista que inventa a un escritor que, a su vez, la re-inventa a ella.
Quiero añadir una última cuestión, acaso matizada por lo didascálico, que nunca viene mal en tiempos donde hay amenazas ligadas a la frivolidad y el mal gusto (plagas que habría que negar, pero no por decreto, sino por y desde la conciencia y la sensibilidad). Es importante que un libro acabado de publicar se detenga, indirectamente, en la formación del héroe romántico, con su dosis de tragedia y de luminosidad. El héroe romántico edifica su yo y termina viendo poesía en la vida y vida en la poesía, y busca un camino donde los hechos, sus hechos, conduzcan a la libertad, o a muchas libertades, porque son de varios tipos. Este héroe, que viene desde la antigüedad clásica, cambia la espada (la de Aquiles, digamos) por la pluma (la de este Byron), y se aproxima a nosotros con la intención de siempre: cambiar la vida y, al mismo tiempo, sostener y alimentar su identidad y su yo. A medida que vivía, iba transformándose Lord Byron en un ser ficticio, visitado por tres dones que, al juntarse en un escritor, suelen producir grandes cosas: tener dinero, tener genialidad literaria y tener apostura física. Edelmis Anoceto nos acerca a un poeta universal, un hombre sin prejuicios, agraciado por la metáfora, la generosidad, el deseo de vivir y el impulso hacia lo grandioso.
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