Entrevista a Radamés Giro
Fuimos vecinos durante años y nunca pensé que gozaría de su amistad, mucho menos que tendría la oportunidad de entrevistarlo. Hoy confieso que el primer diccionario de música que tuve en mis manos era de su propiedad, me lo prestó su hijo Iván y nunca lo devolví. Para expiar esa culpa me propuse intentar indagar en su vida y en su privacidad. Radamés lo permitió y me abrió las puertas de su vida, de su casa y sus archivos. Estas son algunas de esas páginas que se pueden publicar sobre su existencia.
¿Cómo llega Radamés Giro a convertirse en editor de libros sobre música?
¿Me permites hacer un poco de historia?
Esta es su tribuna. Vamos a cambiar la dinámica de las preguntas entonces, si está de acuerdo. Comencemos por su paso por la Escuela Nacional de Arte (ENA) en los años 60 del pasado siglo, que de alguna manera lo ha puesto en el centro de polémicas y leyendas, sobre todo por parte de algunos exalumnos de aquellos años.
Estoy de acuerdo. Lo primero que debo aclarar es que se han dicho muchas cosas, todas inciertas. Yo llego a Cubanacán, que era como se le llamaba a la ENA, como subdirector en el mismo momento en que entra Alicia Perea como directora.
Cubanacán era un caos total, en todos los sentidos, y una de las primeras cosas que hice fue comenzar a organizar la escuela como Dios manda. Había que delimitar dónde debía estudiar cada quien, los horarios de estudio, el tema de los albergues, etc. Por ahí está Berta Castro, que aún conserva toda la papelería de aquella época. Hay además infinidad de testigos, personas serias que no me dejarán mentir y de las que soy depositario de su respeto, tanto humano como profesional. Pero tu pregunta va dirigida a algo más, ¿cierto?
Sí, se refiere al tema de las prohibiciones para hacer y escuchar música popular cubana. Un punto que aún no se ha aclarado lo suficiente y que alguna gente carga como una herida sin sanar que sangra a cada instante.
Las cosas no son tan sencillas como parecen. No se trata de culpar a una persona. Permite que te dé mi versión de los hechos, nunca la he dado y creo que ya es hora.
Además de organizar la escuela, estaba el problema de la elaboración de los programas de estudio, hablo de música, que es lo que me atañe en lo personal, que quede claro. Los programas de estudio no los elaboraba yo, para eso estaban los profesores de la escuela reunidos en un comité. Esas propuestas de programas las aprobaba la Dirección de Escuelas de Arte del Consejo Nacional de Cultura.
En esa dirección había figuras como José Ardévol, Orestes Urfé y otros nombres ilustres de la música cubana. El tema de la música popular —que es el pollo de este arroz— siempre fue una gran batalla, porque algunos de los profesores venían de la academia de la música clásica y no lo entendían; lo entendían figuras como María Antonieta Henríquez y José María Bidó (profesores de Historia), obviamente Orestes Urfé (profesor de contrabajo), Federico Smith —un hombre de una cultura inmensa y con una comprensión del folclor muy amplia—, pero ellos no eran los únicos en esta comisión. Que en los programas no había nada de música popular es cierto, y esa era la razón fundamental.
Lo que nadie dice es que había un combo en la escuela que iba a los campamentos de la Isla de la Juventud y que el guitarrista era Radamés Giro; combo en el que estuvo Emiliano Salvador en el piano, donde cantaban Beatriz Márquez y Bertha Balar, y estaban además José Loyola, Arturo Sandoval, Leovigildo Pimentel y algunos cuyos nombres no recuerdo.
Contradictoriamente, si provengo de la música popular es poco creíble que prohíba mi esencia y de lo que soy parte, y ese combo hacía música popular. Fui músico de tríos y de varios conjuntos como el Conjunto Avance 56; acompañé a Orlando Contreras. Todo esto en Santiago de Cuba. Yo vengo de esa música, por lo tanto, no la puedo prohibir.
Lo que pasa es que hay quien está pensando que voy a mencionar los nombres de quienes prohibieron lo que fuera durante esos años. Todo el mundo sabe los nombres y, en lo personal, esos nombres me los reservo. Me los llevo a la tumba si es necesario.
En aquellos años se puso en el cine Miramar una película donde se interpretaba mucho jazz. En mitad de la película una persona se paró y dio una arenga en la que acusó el filme de imperialista y otras barbaridades. Aquella persona no fue Radamés Giro. Eso es todo lo que tengo que decirte sobre el tema ENA y sus prohibiciones, que yo prefiero llamar omisiones, si estás de acuerdo con esa definición.
Hay otro tema sobre el que me gustaría conocer su parecer y es el tema Beatles y su prohibición. También están los que maldicen a Pello y su mozambique y reniegan de su papel en la música y la cultura cubanas. Son hechos que coexisten en tiempo y espacio.
Yo fui defensor de los Beatles desde la Comisión de Cultura de la Juventud, pero eso no es lo fundamental. Ahora hay más defensores de los Beatles que conocedores de su obra. En Cuba hay gente que se monta en el carro de moda para hacer grupo y causa sin razón, para darse «vititi». Hay mucha gente que no sabía quiénes eran los Beatles y posiblemente hoy, con el paso de los años, no lo sepan aún.
En Cuba hubo defensores de los Beatles de la talla de Leo Brouwer y María Antonieta Henríquez. Había profesores como Bidó, muy abierto a todo lo que fuera música, que disfrutaban de ese género y reconocían sus aportes. Sí, es cierto que yo también escondí discos de los Beatles en portadas de la Orquesta Aragón —¡Mira qué coincidencia! Dos buenas agrupaciones y ambas me gustan—. Se escuchaba a puerta cerrada, eso es una verdad.
Por otra parte, renegar de Pello y su música es un acto de franca cobardía cultural, venga de donde venga. Pello fue un fenómeno que se le fue de las manos a todo el mundo. Si analizas la historia cubana de esos años, recordarás que hay un rompimiento entre lo que se hizo antes y lo que se comenzaba a hacer. Nadie tenía la más mínima idea de lo que podía significar aquello.
Pello creó una música y una forma de bailar que pegaron en la juventud, pero es una juventud que había nacido fundamentalmente en los años 50; jóvenes que estudian en la universidad, gente que tenía deseos de bailar. Los bailes con Pello en la universidad eran una apoteosis total. Nadie me lo contó, yo lo vi y lo viví.
Creo que no ha ocurrido un fenómeno musical tan trascendente como ese, ni siquiera con Irakere o Van Van, que son los otros dos grandes de la música cubana de estos tiempos. Lo que pasa es que Pello y el mozambique pertenecen a un momento histórico que ha sido maltratado, pero por causas no referidas a la música. Los Beatles están ahí en la cultura universal y el Pello está en la cultura cubana. Eso es indiscutible.
Me gustaría conocer su criterio sobre la música cubana de los años 60, un período muy complejo y contradictorio, marcado por acontecimientos traumáticos. Ya hablamos del Pello, pero hay otros hechos, como las prohibiciones de los que emigraron. ¿Qué piensa usted de un hecho como la politización de la música cubana, desde las dos orillas?
Cuando comienzan esas prohibiciones, se produce un proceso de discontinuidad de una tradición, si podemos llamarlo así. Esa ruptura hizo que se perdiera la comunicación entre lo que se estaba haciendo allá y lo que estaba ocurriendo aquí. Pero la ruptura trasciende el estrecho de la Florida, pues se perdió también la comunicación con la vanguardia musical de Europa occidental.
En los 60 está ocurriendo un proceso interesante de modo paralelo, que tiene que ver con la música de vanguardia en el campo de la composición. Este proceso, que no se ha estudiado lo suficiente, fue importantísimo y se reflejó después en los graduados de la ENA. Te hablo de compositores como Roberto Valera, Carlos Malcolm, José Loyola, Calixto Álvarez y otros, que después terminan estudiando en conservatorios polacos, porque en Polonia estaba la vanguardia de esa música.
La esencia estaba en que todo se politizó, por todos los bandos. Fue una cosa rabiosa lo que ocurrió a nivel político con la música. Sin embargo, la música cubana se siguió haciendo y desarrollando. El gran problema, a mi criterio, está en todo lo que se dejó de grabar o de difundir porque tal músico que se fue está en esa grabación e hizo declaraciones, o está fulano que aunque no dijo nada apoyó a mengano, y nada de eso salió al mercado. Se hicieron barbaridades. Y yo me pregunto, ¿qué daño le podían hacer a la Revolución las declaraciones de un músico que se fue? En todo caso, se podría hacer daño a sí mismo. Creo que Cuba es tan fuerte que esas declaraciones en nada la afectaban, y la misma historia se ha encargado de demostrarlo.
Ejemplo de ello es Celia Cruz. Si observas su historia te das cuenta de que ella no se metió en nada agresivo, pero fue la bandera de la disputa entre los dos bandos y así se mantuvo por años. Quiénes fueron los grandes perjudicados: los músicos y la cultura musical cubana.
A la luz de los años se fue imponiendo la necesidad de dialogar —me refiero a los músicos; los gobiernos funcionan de otra manera—. Ese diálogo tuvo como impulsora a la salsa, que al final puso de acuerdo a todo el mundo y posibilitó que se compartieran los escenarios.
A la par existía un hecho curioso, y es el caso de Vicentico Valdés, que no vivía en Cuba, pero se trasmitía en la radio, tanto que había un programa dedicado a su música diariamente. Mira qué contradicción esa.
Entremos entonces en dos acontecimientos que surgen en los 60 y que llegan hasta nuestros días. Se trata de la canción y del papel de Marta Valdés y sus aportes, así como la llegada de Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Noel Nicola y el mismo Juan Formell.
Dos nombres: Marta Valdés y Ela O’Farrill. Casi nunca se menciona a Ela por dos razones. La primera, todo el ruido que se armó indebidamente por un tema suyo, «Adiós felicidad», que para nada tiene que ver con las historias que la gente cuenta —hay cosas más importantes sobre las que hay que escribir e investigar—, y la segunda causa es que se marchó del país. Ela acaba de morir hace unos meses, y no hubo tiempo de reconocerla aquí como se debía. Fue una gran compositora.
Hay un detalle elemental, y es que yo las ubico dentro del movimiento del filin, que para ese entonces ya había tenido un desarrollo significativo con las figuras de César Portillo de la Luz y José Antonio Méndez.
En el caso de Ela, está su deslumbramiento por la forma de César de hacer música y tocar la guitarra, tanto, que se convierte en su alumna. Para ella era esencial dominar la armonía de César, de muy alto vuelo, si bien él no tuvo estudios especializados y consideraba la armonía un recurso más para componer.
Marta es un caso distinto, muy especial. Ella, pienso yo, sí estaba muy consciente de lo que hacía musicalmente en esos años. Estudió en el Seminario con profesores como Guyún, Ardevol, Urfé y otros músicos importantes, por lo que su cultura musical es superior a la del resto de los integrantes del filin —creo que Ñico Rojas para esa época había escuchado mucha más música—. Marta es un punto y aparte.
El trío Silvio, Pablo y Noel significó la ruptura de un fenómeno que terminó en una nueva forma de hacer la canción, aunque no le guste a mucha gente.
Pablo viene del filin y su influencia se advierte en las primeras canciones, después se separa de ella. Silvio en su obra se aparta de ese influjo y, a mi juicio, es quien crea la fórmula de acompañamiento. Y en el caso de Noel, está su devoción por la obra de Sindo Garay, tanto, que estaba escribiendo un libro sobre la manera de tocar de Sindo, que no sé si llegó a terminar.
Lo que sí está claro para todo el mundo, y no admite dudas, es que Silvio y Pablo inauguran una nueva época en la cancionística cubana. Con el paso del tiempo fueron surgiendo nuevos aportes. Está el caso de Carlos Varela, que es un monstruo y que nadie se ha detenido a analizar sus contribuciones a la canción cubana de estos tiempos. Está, por otro lado, Gerardo Alfonso. A mí de esa trova me gusta el guitarreo que han desarrollado, se lo comentaba hace unos días a Heidi Igualada, donde ninguno se parece a nadie. Cada uno tiene su forma de armonizar, de trabajar la canción y eso es muy rico. Que no haya un estilo que predomine, no importa. Que no caracterice una generación, tampoco es importante. En un mismo tiempo pueden coincidir diversas formas de hacer, no es algo que deba preocupar.
Formell es un caso aparte. Él es una mezcla de muchas cosas. Primero está la influencia de su padre, que era un músico notable al que no se le ha hecho toda la justicia. Por esos años 60 se está formando, y escribe canciones y trabaja como parte de la Riverside con Juanito Márquez en el Habana Libre. Al lado de Juanito Márquez el que no se influencie y no aprenda es sordo. Eso mismo pasa con la obra de Leo Brouwer y su forma de tocar. Tú puedes hacer algo diferente, pero el patrón está ahí.
Entonces Formell se va permeando de toda la música cubana e internacional de aquellos años. El barrio influye mucho en la concepción del músico —desde niño incluso—; ese mundo lo marca constantemente y él lo asume de una manera muy particular. Sus canciones no tienen nada que ver con el filin ni con la Nueva Trova, son de un fuerte intimismo. Él era un gran romántico, con un talento y sensibilidad fuera de lo común.
En una conversación con Mario Bauzá sobre estos mismos temas, refiriéndome a Formell y los Van Van le comenté: «Maestro, yo leí alguna vez que el bajo de Formell es un bajo “pendejito”». Mario, con esa sabiduría que alcanzó tras haber tocado con los mejores músicos norteamericanos, me dijo una frase lapidaría: «Yo no sé si es “pendejito”, pero el bajo de Formell es Van Van. El toque de esa orquesta se lo dan las figuraciones que hace con el bajo».
Formell descubrió que más que las figuraciones, lo principal era mantener el bajo como forma de hacer bailar a la gente. El bailador cubano depende del bajo para bailar.
Le propongo que adelantemos el tiempo. ¿Por qué no hablamos de un amigo común llamado Helio Orovio? Me gustaría saber su criterio sobre qué representó para la musicología y la cultura cubanas un personaje de ese tipo, ya que usted fue el editor de casi todos sus libros. Sería útil justipreciarlo.
Yo lo extraño mucho. Helio es muy valioso para la musicología cubana, más de lo que la gente supone. Por varias razones. Él no solo investigó la música cubana, sino que la vivió, y esa vivencia hace su obra singular. Cuando concibió el libro sobre el carnaval no escribió sobre documentos que leyó o estudió —que son cosas que tuvo que hacer—, la imagen que da sobre el carnaval de La Habana es a partir de lo que vivió, de lo que vio y disfrutó. Helio disfrutaba la música.
Se ocupó de cosas de las que nadie se ocupaba, y aquí comienza parte de nuestra gran afinidad. Yo comencé desde los años 60 a recopilar y realizar fichas sobre músicos cubanos, y después pasé a ser editor. A quien se le ocurrió ordenar un grupo de fichas que tenía y presentarlas a una editorial como un diccionario fue a él, y el editor era yo.
No imaginas la cantidad de cartas y notas que recibí en contra del diccionario y del mismo Helio. Había quien no entendía cómo, si yo estaba haciendo ese trabajo, publicaba otro que ellos consideraban incompleto y banal. Porque llegaron a considerar el diccionario de Helio como un libro banal.
Que el peso del diccionario está en la música popular cubana es cierto, pero uno es hijo de su tiempo, su medio y su circunstancia. Él también conocía el mundo de la otra música, pero su mundo era el de lo popular bailable y ahí recayó el peso del diccionario.
Hago una confesión, que es una declaración de principios. Cuando yo tuve el diccionario en mis manos —era el editor y además, estaba investigando sobre el mismo tema—, tenía dos caminos: podía plancharlo —tenía poder para ello— o aplicar la filosofía que me ha definido, creer en el que hace y apoyarle.
El diccionario se termina con todas sus imperfecciones en un momento convulso, 1980, porque están ocurriendo los sucesos del Mariel y vuelven a aparecer los matices políticos. Estábamos ante la disyuntiva de si salía o no. Lo correcto fue publicarlo, y había que tener mucho valor para ello. Esa edición tiene omisiones importantes, pero había que sacarla.
Helio y yo tuvimos grandes discusiones, pero fuimos grandes amigos. Si analizas su obra verás que es imperfecta, como toda obra humana, pero existe. Se puede estar de acuerdo con sus enfoques o no, pero ahí está para ser consultada, estudiada y reconocida. Y así fue por años.
Se ha superado —hablando de imperfecciones— la polémica sobre el libro de Alejo Carpentier, La música en Cuba. ¿Quién tiene la razón? ¿Alejo o Alberto Muguercia?
Me alegra que toques ese tema. Toda investigación parte de las fuentes que consultas, no se puede ir más allá de las fuentes de que dispones, y eso determina el nivel de investigación. En el caso de la música, las bases para investigar, cuando Carpentier escribe su libro, eran mínimas; él parte de lo que existía. ¿Que está novelado? Alejo era un novelista.
Muguercia fue utilizado, sin sentido, y se dejó utilizar. Parte de las mismas fuentes y no propone un punto de vista nuevo ni diferente sobre el asunto en cuestión, además de que se debe ser serio. Mi opinión es que el famoso «Son de La Ma’ Teodora» es una asignatura pendiente hasta que aparezcan nuevas fuentes.
La polémica es más que eso, porque está la que sostuvo Alejo sobre el mismo tema con Edgardo Martín, que era otra cosa. Una polémica de alto vuelo, sin manipulaciones ni alusiones personales —que es algo que debemos superar—; es un intercambio de puntos de vista, basado en argumentos inteligentes.
Esa era una gran virtud de Helio: él defendía su punto de vista y emitía su criterio. Resumiendo, hoy no se puede escribir la historia de la música cubana de los últimos 50 años sin estudiar su obra, sin considerar sus aportes, y es hora de que se agrupen todos sus textos dispersos y se publiquen como un cuerpo. Lo mismo pasa con la obra de Leonardo Acosta.
Pero La música en Cuba, de Alejo Carpentier, es un punto de partida, una cita obligada, como son los libros de Fernando Ortiz.
Ahora que menciona a Leonardo Acosta, él, además de estudioso, vivió también la música cubana desde adentro. ¿Cómo lo sitúa usted en la musicología nacional?
Me alegra mucho que le hayan dado, junto a Sergio Vitier, el Premio Nacional de Música; son dos gigantes de la música. Leonardo es un músico reconocido —antes de escritor, es músico, pero es asimismo un ensayista y un prosista de altura—. No creo que haya hoy en Cuba un musicólogo que tenga esa capacidad, además de la cultura que posee. Es muy fuerte su vivencia. Es capaz de ensamblar épocas, contextos y circunstancias de una manera genial, con una capacidad para contar que llega a todos los públicos.
Ahí están sus libros, algunos no valorados ni analizados suficientemente. Ahí está su visión sobre el jazz y su paso de Estados Unidos a Cuba, la simultaneidad de su origen y las interinfluencias, con un nivel teórico indiscutible. Los aportes de Leonardo hay que comenzar a valorarlos ya.
Pero la academia no los reconoce como tal…
Problema de la academia. Hay que ver qué consideran ellos un musicólogo. Los musicólogos en Cuba confunden estudios musicales con estudios científicos, y todo está en las fuentes. Si estudios de armonía y contrapunto son ciencia, entonces estamos ante una confusión, porque si hay rigor en la investigación y en el manejo de las fuentes entonces se está ante un trabajo que tiene base científica. Ahora bien, leer notas y saber solfear no te hace músico. Leer bolitas no te hace músico. Mario Bauzá decía que «los músicos cubanos leen de oído».
Hay otro problema, y es el rigor del estudio y el nivel alcanzado. No es el mismo nivel el de Chapotín que el de Chocolate Armenteros, el de Varona o el de Sandoval, pero no se puede estudiar la trompeta en Cuba sin Chapotín. ¿Quieres un ejemplo? El solo de trompeta que hace Florecita Velazco en «Convergencia» es obligado para cualquier versión, si no se repite ese solo, el tema suena hueco. Ese solo es un clásico.
A nuestra musicología le falta la música. La ciencia debe estar en analizar los fenómenos tal y como ocurren, examinar los segmentos sociales y las influencias, y hacer todo ello potable; es pura sociología en función de la música. Hay que escribir para el común de los mortales. No quiere decir que se escriba de una sola manera, pero hay que trascender.
El ejemplo es Fernando Ortiz. También está el caso de Argeliers León con El canto y el tiempo, que es lectura obligada. La musicología la hace la obra. Se debe escribir para el ahora y el futuro, y se debe escribir pensando que la sociedad es diversa y está segmentada. Ese es mi criterio.
En los años 90 proliferaron las revistas de música y usted dirigió una de ellas. Un buen día desaparecieron. ¿Considera necesarias esas publicaciones hoy en día?
Hace muchos años dije que necesitábamos tener al menos 12 revistas de música. Hay gente a la que le preocupa que haya muchas revistas literarias, me parece que es justo que haya unas cuantas. Lo mismo pensé, y pienso, de las publicaciones sobre música.
Estaban Clave, Tropicana Internacional, Salsa Cubana, la Revista de Música de la Unión de Escritores y Artistas, y Musicalia Dos. Cada una con un segmento definido. Tropicana Internacional estaba dirigida a un sector muy amplio; debía mejorar sus artículos, pero era una revista masiva.
Salsa Cubana era un poco más elitista, destinada a un segmento de público más intelectual, aunque sin petulancia. En el caso de Clave, sabemos que es la revista de la élite, pero que no pasa nada con ella y con Musicalia pretendíamos —digo esto porque yo la dirigí— recuperar una tradición.
La más lamentable era la Revista de Música de la Unión de Escritores y Artistas, que estaba perdida, no tenía definido ni su perfil ni sus contenidos. Es importante el nivel con que se escribe en cada revista, pues se dirige a diversos públicos. Hay otra publicación, muy rigurosa y coherente, que es el Boletín de Música de Casa de las Américas, que tiene definidos sus objetivos y me parece que es la mejor.
La desaparición de esas revistas trajo como consecuencia un desfase informativo y de promoción que ha generado un vacío enorme en la cultura musical cubana. Por la ausencia de revistas y otras fuentes no se pueden tener referencias ni se puede analizar coherentemente un período como los años 60, por citarte un caso.
Antes había mencionado a Helio y a Leonardo, disculpe que haya olvidado los estudios de Cristóbal Díaz Ayala.
Es el otro lado de la moneda. Cristóbal ha sido incomprendido y vilipendiado por muchos injustamente. El solo hecho de escribir una obra monumental como Historia de la discografía cubana ya es más que suficiente para reconocerle. Superar esa obra o intentar igualarla es muy difícil. Ahí está toda la historia, sin ocultar las fuentes fundamentales. Es un libro importante. Igual que Oh, Cuba hermosa, que es una historia de la canción política cubana hasta 1959, en dos tomos y con todas las letras de las canciones.
Además de Cristóbal hay otras personas que han realizado aportes a los estudios sobre música cubana, sin ser graduadas de especialidades y haciendo hablar a la historia, a los documentos. Como mismo hizo Zoila Lapique con el siglo XIX. Ella logró que los documentos hablaran, les dio vida. También los estudios de Pablo Hernández Balaguer. Esos son otros dos nombres tan relevantes como los otros.
No se me ha olvidado la pregunta de la que partimos. Dígame si ya quiere responderla o si prefiere que avancemos en otros asuntos.
Dejémosla para más adelante.
Le propongo hablar de preferencias y referencias musicales. Pasemos por los años 60 y 80, por fenómenos como el elitismo que se le quiso imponer a la música popular cubana en determinado momento, por la llegada de Irakere y Van Van, y otros tantos acontecimientos.
Vamos por orden de acontecimientos. Van Van e Irakere fueron dos grandes sucesos. Esos son acontecimientos insoslayables, pero permite que te exprese mis criterios. Cuando Brezhnev y Fidel van a inaugurar la escuela Lenin se organizó una actividad cultural. ¿Cuál grupo estaba ahí? Irakere. ¿Qué tocó? «Bacalao con pan». Ese tema, en aquel lugar, en aquel contexto y con aquellos personajes, sonó espectacular, riquísimo, una felicidad. Fue una osadía de Chucho y sus músicos, y ello abrió un camino nuevo en tiempos en que el elitismo y cierto refinamiento, que no eran tales, intentaban campear por su respeto.
«Bacalao con pan» puede ser tan rico para escuchar —y alguien me querrá colgar por hereje— como una suite de Bach. Lo que ocurre es que cada cosa debe ser en su debido contexto. Uno es para bailar, para gozar, y el otro me permite reflexionar o simplemente relajarme.
Volviendo a Van Van. Cuando Van Van empieza a sonar hay una cosa muy curiosa que siempre he mencionado: las modas bailables las impone el bailador. Ninguna orquesta o director dice: «Voy a crear esto para que la gente baile y me siga». Eso no existe. Hay una música que prende en los bailadores, que a fin de cuentas son los que determinan. ¿Cuál es el mérito de Formell? Él se dio cuenta de que un fenómeno que podía pegar era el trabajo con la crónica social, y ahí comenzó a levantar, hasta hoy.
Chucho es otro caso especial —cuando digo Chucho, digo Irakere—. Chucho es un músico integral, no es ni jazzista ni sonero ni clásico, es integral, con una elaboración enorme. Hablo de la concepción de la música. Escucha las cosas que escribió para los metales, para el bajo de Carlos del Puerto. Eso mismo llega después con NG La Banda.
Hubo fenómenos musicales como el pilón, el simalé y otros, pero esos fueron notas de paso. No tuvieron el mismo arraigo del mozambique, con sus temas en contra, desde musicales hasta raciales. Hubo quien dijo que eso no era nada más que música de negros y que no tenía motivos para poner a dos o tres rubias a bailar aquella conga, que no era un género —cosa esta última que es cierta—, pero la genialidad de Pello está en que impone un ritmo y crea una forma de bailarlo, algo que pocas veces ocurre en la música popular.
Los años entre 1959 hasta 1975 fueron muy complejos, en todos los sentidos. Aquí se prohibía prácticamente todo. ¿A quién se le ocurre hacer un salón de pintura con todas esas obras que eran desconocidas? ¿Recuerdas el Salón de Mayo de 1968? Lo mismo que con los pintores abstractos, ¡y qué te digo de la literatura!
A mi juicio, una cosa buena de aquellos años en que intentó primar el elitismo —aunque la gente no lo ve así— fue el desarrollo de la literatura policíaca cubana. Esos autores un poco salvaron la honrilla. Hay quien dijo que eso era subliteratura. Pero no conozco a nadie que fuera en una guagua leyendo Ulises, de James Joyce, o La cartuja de Parma, de Stendhal, o El Quijote, de Miguel de Cervantes. Eso es mentira, a nadie se le ocurre eso. Y la gente leía. Eso no es malo. Son fenómenos populares que hay que atender, y el elitismo siempre ha sido muy negativo para la cultura en general.
Según su opinión, ¿en qué benefició y en qué perjudicó esa visión elitista de la música?
A la música culta la benefició en un sentido, porque desarrolló a los músicos que se fueron graduando y que sustituyeron a los profesores extranjeros. Pero a la música popular sí le hizo mucho daño. Recuerdo una frase que oí a comienzos de los 60: «El filin es una música de un grupo de negros vaciladores». Lo peor es que fue dicha por un negro.
Esas son cosas complejas que hablan de un sector que ya no quería estar en un grupo, sino en otro. Querían ser más «fisnos» que nadie, ya no iban a la Tropical, sino a los conciertos del Amadeo Roldán.
Los conciertos de la música de vanguardia se llenaban o no se llenaban. Ahí podías, por la forma de vestirse de las personas, sacar los sectores sociales a los que pertenecían. Después las cosas se relajaron y la gente iba en chancleta y en camisa, haciendo justicia a la Nueva Trova y a Leo Brouwer, que dejó de usar el frac de director.
Fue una época muy compleja, de homofobia, de racismo mutuo, de unos para otros, de muchos fenómenos que deben ser estudiados para comprender aquel período.
Entonces llegamos a Radamés editor…
Ya es tiempo. Mi carrera como editor empieza en el año 1969, cuando salgo de la ENA y voy para el Instituto Cubano del Libro para fundar una editorial de música que tuvo un consejo asesor integrado por ilustres nombres de la música cubana, que incluso definieron una política de cómo debía ser esa editorial.
Aquello no prosperó, pero antes de editar un libro estuve un año preparándome para enfrentar esa tarea, pues yo no sabía qué era editar un libro. Mirta Rosell, que dirigía el departamento de Catálogo del Instituto Cubano del Libro, me hacía llegar todos los libros de música que entraban.
También tuve la ayuda de Rigoberto Monzón, que fue editor del Fondo de Cultura Económica de México. Trabajé con Federico Álvarez —le decíamos «el hombre pleno», por la cultura tan vasta que tenía y por su modestia—, que fue quien me definió como editor de campo, según él por mis ideas y mis inquietudes.
El primer libro que publiqué fue el Diccionario Oxford de la Música, con el permiso de su autor y sus editores. Después comienzan a salir los libros de Argeliers, de Erena Hernández, de María Teresa Linares, y otros que constituyen clásicos para entender la historia musical de Cuba. También publiqué títulos sobre la música y los músicos con un carácter más universal; algunos constituyen su primera edición al español.
Ser editor es un trabajo que me ha dado grandes satisfacciones y muchos dolores de cabeza, porque he tenido que lidiar con gente que no ha sido capaz de ver la importancia de este tipo de literatura. Hoy, por suerte, son muchas las editoriales que ya publican libros sobre música. Pero aquellos primeros tiempos fueron duros.
Tuve la suerte de contar con el apoyo de gente como Miguel Rodríguez (a quien debo ser hoy editor), Pablo Pacheco y Wichy Nogueras, que trabajó conmigo. Tuve el privilegio de comenzar a editar los primeros libros con la editorial Pueblo y Educación, y muchos de estos estaban en las propuestas de aquel consejo asesor que preparó la visión de la editorial. Entonces logré una parte de aquel sueño, que fue publicar libros lo mismo para la enseñanza artística que para profundizar en la cultura sobre estos temas.
Ese es un resumen de esta historia, que es mucho más larga y compleja.
El Diccionario enciclopédico… es su obra cumbre como investigador. ¿La considera completa?
Para nada. Durante casi más de la mitad de mi vida he estado preparándola, organizando datos, cotejando fichas e información. Años compartidos con la edición de libros que han contribuido a que esta obra encuentre un primer final (fíjate que digo un «primer final»). Es una obra perfectible, tanto, que estoy ampliando algunas fichas e incorporando nuevas, pero era necesaria una primera edición, y para ello acudí a Isabel González Santos.
Una enciclopedia es una obra infinita, pero quienes la hacen tienen un tiempo vital que es un ciclo, tal y como ocurre en las investigaciones. Personalmente, creo que he aportado una fuente más para que se profundice en los estudios sobre nuestra música.
¿Qué ha frenado la trascendencia de una parte importante de esos libros que usted ha publicado?
El talón de Aquiles de esos libros es que solo han salido en español. Si existieran traducciones al inglés u otros idiomas, seríamos la vanguardia en esos estudios. Es hora de traducir todos los libros de Fernando Ortiz, de Leonardo Acosta y otros. Entonces esos libros caminarían por el mundo, y uno de aquellos objetivos trazados en el año 1969, cuando soñábamos la editorial, se cumpliría.
Me gustaría saber cómo definiría algunas personalidades y amigos… Amado Borcelá, por ejemplo, conocido como «Guapachá».
La ricura. Era un show. No conozco a alguien que disfrutara tanto lo que hacía como «Guapachá».
Carlos Emilio Morales
La perfección en la digitación de la guitarra y en la imaginación armónica. Muy músico.
Sergio Vitier
Todo un personaje. Pero te lo defino de la siguiente manera: un gran músico y el mejor amigo.
Silvana Garriga
Una personalidad propia y la perfección en el trabajo de edición.
Frank Emilio Flynn
El sabor y la cubanía. No conozco a un pianista que domine con tanta independencia una mano sobre otra a la hora de ejecutar «Mondongo, sandunga y gandinga». No me explico cómo pudo hacer lo que hizo. Hay que oírlo con los danzones.
Oscar Valdés, «el abuelo reloj»
No he visto una persona que, sabiendo su grandeza y talante, se proyecte con mayor modestia y humildad.
Usted es parte de una familia de músicos y trovadores santiagueros. Si mañana tuviera que dejar la edición y volver a la guitarra, ¿a quién acompañaría?
Dos cosas. Soy parte de una familia que incluye a los Almenares y a los Calzados, somos primos, y eso me enorgullece. A ese tronco fundamental debo lo que soy hoy.
Lo segundo tiene una respuesta complicada. Me habría gustado acompañar a Elena Burke, porque era perfecta en muchas cosas. Ya no está, por desgracia. También a Omara Portuondo. Me gusta el timbre de voz de Rachel Valladares, tiene un talento a toda prueba y un dominio para la música cubana.
¿Cuál es el tema musical cubano que más conmueve a Radamés Giro?
Son tantos que se atropellan. Pero sin pensar te digo que «Llanto de luna», por Fernando Álvarez acompañado por el conjunto Casino, y el otro es una obra de César llamada «Amor es eso».
He vivido lo suficiente para escucharlos, los dos, en diversas versiones y sentirme complacido.
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