La oralidad literaria está en crisis. Naufraga en la autofagia y el diálogo con el aire. El público apenas existe. ¿Y a quién culpamos?, ¿a la literatura, al sistema de educación, a la prevalencia de valores espurios asociados al espectáculo y el audiovisual, a la Internet, a los escritores o al propio oyente potencial? A todos, creo, nos toca algún que otro ramalazo en ese monólogo de sordos culposamente creciente en las últimas tres décadas.
Lo primero que no podemos obviar es el factor socioeconómico, de alto impacto en los imaginarios si atendemos al desplazamiento de los protagonismos. Si entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado la épica, la inteligencia y el talento ganaban la mano en los espacios públicos, de los noventa hacia acá todo cambió significativamente. La posesión de fortuna e imagen relumbrante abrieron puertas a patrones de éxito configurados por figurones manieristas, casi nunca calificados pero investidos con el glamour de los triunfadores. Hoy ellos son los portadores de la marca distintiva en los espacios públicos, tendentes cada vez más a lo alternativo y suprainstitucional. La inteligencia y la sensibilidad permutaron para el escabroso terreno de los sibaritas en tiempos de escasez. Los intercambios literarios autor-público se presentan cada vez más distantes de las pautas aglutinadoras que en otros momentos los singularizó.
Ni ferias del libro ni presentaciones, ni recitales, ni conferencias cuentan con otro público que no sea el del gremio, que también se ha ido reduciendo a los amigos, o a los de estética (o escuela) común. Es cierto que a las ferias asisten cientos de miles, pero son, por lo general, compradores.
Se dan excepciones –también es cierto– cuando los medios masivos hacen sus campañas a favor de uno u otro título o autor, solo que en su mayor porciento se centran en los de interés político o histórico. La poesía, la narrativa, el ensayo literario, la literatura dramática ven mermado, cada día más, su reflejo mediático, y un buen ejemplo se localiza en los reportes que, de la feria del libro de este año, viene brindando el noticiero nacional. Algunos de los medios culturales tampoco escapan totalmente de esa preferencia.
¿Es la historia cultura? ¿La política lo es? Claro que sí, pero también lo es una literatura, poética, reflexiva o de ficción, que alimentándose de lo connotativo, rinde utilidades a lo político y a lo histórico. No es mi intención enfrentar ambos modos de entender el alcance de los libros, pero no me puedo quedar en silencio cuando me percato de una minimización de las expresiones puramente literarias en las páginas de los medios más influyentes. Y no es que no se hagan algunos reportes (casi siempre noticiosos) de las actividades con escritores, sino que por lo general se les asigna un perfil bajo en las plataformas de difusión.
Vuelvo a lo de las culpas. Si de algo somos responsables los escritores en la sequía actual de público, es de no haber establecido como norma operativa de las instituciones una cota de rigor para que a los catálogos editoriales no ingresaran tantos productos prescindibles, como sucedió tras las cotas «masificativas» (nobles, pero mal manejadas) con que operamos desde la institución nacional en los momentos iniciales del programa. Las cimas cuantitativas, altamente valoradas, generaron confusión entre literatura y cultura comunitaria, «desprofesionalizaron» los espacios de intercambio hasta despoblarlos de público. El poco interés de los textos, su factura editorial no siempre feliz, y el escaso histrionismo de los expositores hicieron lo suyo.
Otra de las culpas que cargamos se localiza en lo repetitivo de la dramaturgia con que se conciben las actividades literarias, basadas en el mismo concepto que aplicábamos en los años de esplendor de la oralidad. No se han renovado los formatos y se siguen concibiendo los encuentros, por lo general, con su ortopédica variante de foro, a veces dialógico, pero por lo general monologante. La pasividad del público se sigue entendiendo como condición inviolable para el buen discurrir de este tipo de intercambio. Bien sabemos que en estos tiempos los públicos reclaman, cada vez con mayor fuerza, su participación activa en los actos de comunicación cultural a los que se les convoca.
La aparición de la Resolución 35, en 1996, introdujo una cualidad paradójica en nuestra dinámica literaria. Por una parte hizo efectiva una reivindicación –mínima– del trabajo literario, que al ser considerado, precisamente, trabajo, optó por la remuneración. Lo negativo se localiza en la carrera por obtener los ingresos derivados de la promoción, lo cual dio origen a chapucerías y pugnas de diverso tipo. No pocas actividades clasifican como meettings-relámpago literarios, a lo que se une la aparición de los denominados «espacios fijos» o «peñas permanentes». En la disputa por los espacios no siempre salen airosos aquellos de más talento y currículo, sino los más habilidosos para concretar transacciones. El asunto ha adquirido magnitudes de escándalo en algunos territorios, donde las estadísticas dan fe de quienes son los principales beneficiarios de las erogaciones, que traen como valor agregado la construcción de una imagen pública inmerecida.
Pongo especial interés en el tema de las peñas fijas; no estoy en contra de su existencia siempre que se demuestre su efectividad. Pero lo que ha venido sucediendo es que una vez aprobada una peña se le asigna carácter vitalicio, funcione o no. Considero que cada espacio fijo se debe aprobar para un período, y una vez cumplido ese ciclo, resulta necesario someter a análisis su posible continuidad. Si la promoción de un territorio se sustentara solo con espacios fijos, se generaría un desequilibrio injusto en lo tocante a los ingresos y a la presencia pública de los escritores. Lo correcto, a mi modo de ver, debía ser una plataforma donde se ejecuten, en igual magnitud, espacios fijos y otros de diverso perfil. Los currículos personales deben ser determinantes para optar por ellos.
Han pasado décadas de obrar con preceptos equivocados; muchas de las consagraciones a partir de espacios fijos y otras variantes podrían parecer legítimas, pero la prueba de que muchos no lo son es precisamente el desinterés del público por la literatura que se produce en nuestros cotos. Enamorar de nuevo ese público, vencer las competencias espurias de la mercantilización y el desbarre audiovisual se hace, según creo, imprescindible para concretar la ambiciosa obra cultural, inclusiva, pero rigurosa, por la que hemos apostado.
(Santa Clara, 9 de marzo de 2020)
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Disculpen no me refiera al resto de los autores en este prestigioso sitio web, porque considero que Ricardo Riberón resulta ser un individuo que señala con precisión la fuente de nuestros problemas. Me imagino que su formación económica sea la responsable de la virtud que refiero.