A finales de la década del setenta fui designado para pasar un curso de cuatro meses en la Escuela Superior del PCUS en Moscú. La estancia en dicha ciudad fue realmente amable.
Existía un metro fabuloso que tenía una de sus entradas a un par de cuadras de la escuela, por lo que nos habituamos a movernos por Moscú por esta vía. Cerca de la escuela había un Club de la Armada al que íbamos los fines de semana a bailar tangos con las muchachas moscovitas.
En los comercios aledaños a nuestro albergue, a pesar de que a veces la nieve lo cubría todo y el frío nos hacía languidecer, encontrábamos todo tipo de alimentos, desde carne, frutas, vegetales, etc. y un queso que a mí me seducía continuamente. Hasta el vodka nos salía a muy bajo precio.
Nos pagaban mensualmente un estipendio que daba para vivir holgadamente, puesto que entonces lo mercados gastronómicos eran muy baratos, un plato de borsh o de solianska, que era algo así como una sopa pero con deliciosas masas de carne de res, costaban veinte kopies, es decir veinte centavos. En el comedor de la escuela cocinaban magistralmente y el plato más caro era un enchilado de camarones espectacular que coaptaba sesenta kopies.
En dicho restaurante había una máquina para hacer café como las existentes en cafeterías y algunos bares en Cuba, pero los rusos hacían un café muy claro, algo parecido a nuestra «zambumbia», y por eso las primeras palabras que aprendíamos en ruso era «pachausta, palvina vadá» que quería decir «¡Por favor, la mitad de agua!».
Y entonces aparecía un excelente café a la cubana.
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