Los libros “viven” sus propias vidas, son como una suerte de seres creados por los humanos, que somos capaces de armar inteligencia artificial, programas que parecen comportarse como vida (los virus informáticos, por ejemplo), y que atraen las especulaciones de que en la raíz del cosmos somos seres pensados, “programados” como vida y como intelecto.
Esa visión nos llevaría a la idea de que los libros son nuestras primeras creaciones inteligentes, de pensamiento, que contienen ese pensamiento entrampado en letras (fonemas, en la oralidad) que forman palabras con significados, campo semiótico que da lugar a ideas, ideario, expresión del ser múltiple y a la vez unitario de la especie viva, circulando en la Tierra a partir de la trasmisión genética. Además de la información que los genes trasmiten, nosotros, los seres humanos, podemos trasmitir información también mediante libros.
El Libro de los Muertos es uno de los más antiguos. ¿Quién lo escribió, o quiénes? Nosotros: los seres vivos en el antiguo Egipto, circulando un estadio más cercano a los remotos inicios de la sabiduría. Desde que lo tuve por primera vez en mis manos, en mi juventud, este libro comenzó a fascinarme, porque además de oraciones y conjuros posee una carga poética indudable. Es muy posible que hayamos perdido sus significados a veces en clave para los antiguos egipcios, quizás es un libro para lectura de egiptólogos, que lo “entenderían” mejor, pero lo cierto es que si lo leemos sin interés de avizorar o solucionar sus secretos y enigmas, es una grata lectura de poesía:
Soy el ceñidor de la túnica del dios Un, que brilla e irradia sobre lo que pertenece a su pecho y envía claridad a la sombra; que unifica las dos deidades combatidoras, residentes en mi cuerpo, gracias al poderoso ensalmo de mis palabra; y que incorpora la caído…
La verdad es que si intentamos entender palabra por palabra lo que dice, sería necesario un tratado, un sistema enorme de anotaciones al pie del texto, pero nuestra lectura no tiene que ser erudita sino de solo goce lector. Luego de haber aprendido a leer la obra lírica de José Lezama Lima, con más interés de aprehender y disfrutar de sus sugerencias, descubrimos un modo de leer siguiendo el ritmo de las frases y adentrándonos en la oscuridad que nos ofrece el texto. De ese modo, es posible hacer una lectura “en poesía” de libros tan impares y oscuros como las profecías (Centurias) de Nostradamus o este mismo Libro de los muertos, que ofrece instantes bellísimos, como el siguiente:
El triunfal Osiris Nu, sobrestante del palacio, canciller en jefe, dice:
Abrí un camino en los acuosos abismos que ofrecen un sendero entre los dos Combatientes [Horus y Set, o sea, la Luz y las Tinieblas] y he llegado. ¡Ojalá se pongan bajo mi poder los campos de Osiris!
“La Confesión Negativa” contrasta con las positivas que se hallarán mucho más adelante. Entre las “Negativas” el alma del muerto confiesa lo que no hizo, por ejemplo: “4. Salve, devorador de sombras, que sales del lugar del nacimiento del Nilo: no hurté”. Entre las “Alocuciones de Horus a su divino padre Osiris…” leemos: “13. Salve, Osiris; soy tu hijo. Vengo y he recorrido la tierra por ti”, y en estas oraciones se hace gala de lo que se ha hecho en guerra y en paz a favor del dios luminoso.
El Libro, lleno de himnos, resulta solemne porque está concebido como obra de asistencia al muerto cuando sale de la vida y se dirige al inframundo, donde no debe convertirse en polvo y resistir los ataques sobre su cuerpo, que harán las fuerzas hostiles allí concentradas, de modo que la compilación de sus escritos son una suerte de libro-ayuda para la inmortalidad. Los dioses y los hombres se confunden, unos como “muertos”, otros como escribas, sacerdotes, gente de poder, en tanto los dioses representan primero al sol, luego a todas las fuerzas a que debe enfrentarse el hombre, y la sociedad humana en conjunto, durante la vida. Su valor propiciatorio le ofrece ese rango poético si hacemos la lectura directa, sin agendas explicativas, solo por el placer de leer poesía.
Claro que el sistema de lectura “desinteresada”, estética, poética que propongo, no elimina las aproximaciones eruditas que pueden explicar quiénes eran esos hombres y dioses y sus prácticas y credos. La lectura “ingenua”, virginal, sin acotaciones explicativas, nos dejan una muy grata sensación de belleza, como cuando en el capítulo CLX, “…de forzar la entrada del cielo» leemos que «Ra vive, la Tortuga muere”, Osiris recibe invocaciones como: “Salve, tú que rotas, piloto de los dos países, bello timón del firmamento occidental”, o en el “Himno a Ra Naciente”: “Dios de vida, señor amoroso: los mortales viven si tú brillas; eres el monarca coronado de los divinos…”.
La compilación de textos funerarios que es el Libro de los Muertos, procedente de varios siglos e incluso de milenios de una cultura hermosa y fértil, no es una obra homogénea, sino que, como la Biblia, resulta una compilación de libros, o en el caso egipcio, de formulaciones de uso frecuente en los rituales ante el fallecimiento de seres queridos, humildes o poderosos. Cientos de papiros e inscripciones hallados en las paredes de las tumbas y en los propios sarcófagos, lo confirman, y podría entenderse que es aún un libro abierto a adendas, a incorporaciones, si muchos otros textos distintos y afines aparecieran con el tiempo.
Como dice el texto final de la recopilación que hoy conocemos: “Este libro es, en verdad sumamente misterioso…” Sí que lo es, y por ello, viene cargado de la poesía un tanto elegíaca a veces de la lejana civilización egipcia, que no es tampoco ella homogénea en su desarrollo ni en las fuerzas de su poderío.
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