Si comienzo asegurando que la lectura sigue y seguirá siendo el canal fundamental para el conocimiento y el saber, podría objetarse, con razón aparente, que es un axioma tan obvio que no vale la pena repetirlo. Paradójicamente, se obvia, se relativiza o se suplanta, en medio del impacto al que se enfrenta el lector potencial con la avalancha de contenidos que diariamente se generan para su tiempo útil. Si añado además, que los saberes no son exclusivos de los académicos, o los intelectuales, escritores y artistas, tentaría la paciencia de quien escucha, o lea, a posteriori, estas apretadas reflexiones.
Pero la seducción de nuestras emociones nos coloca ante un dilema que rebasa, minuto a minuto, las posibilidades humanas de elección, y nos convierte en acólitos del entorno que las plataformas de la industria cultural construyen a partir de estrategias científicas de investigación.
Apenas cinco Compañías —cuatro estadounidenses y una china que se atiene a la norma estilística estadounidense— controlan la producción audiovisual del planeta y menos son las que dominan el mundo de la música, desde la distribución por streaming hasta el disco. Por si no fuera suficiente, el valor total de la facturación de la industria de los videojuegos supera el de los mercados combinados de películas y música. Con un ámbito de recepción tan saturado por el albedrío inmediato de la seducción emocional, y tan manipulado en su intercambio simbólico, es un reto lograr que la lectura siga siendo el canal fundamental para adquirir conocimiento y arraigar prácticas culturales con las que el individuo se emancipe y pueda decidir por sí mismo qué se aviene mejor a su futuro.
La mayoría de las estrategias de promoción de la lectura que saturan el ámbito mediático se concentran en potenciar la demanda masiva que responde a tópicos de complacencia inmediata, por lo general efímera, de modo que el valor de lo escrito, y lo leído, se evalúe por los índices de venta antes que por el juicio que analice sus preceptos estéticos o sus roles semióticos. No solo respecto a género sino, sobre todo, en relación con las normas de comunicación que debe asumir lo literario para sobrevivir al panorama.
Esto nos lleva a una nueva paradoja que transmuta lo obvio en una circunstancia anodina que ya hemos aceptado como natural: apenas cinco conglomerados industriales median el campo editorial de todo el universo. Paradójicamente, el que define como bueno en español lo que los índices del mercado generan —con la inalcanzable ventaja de más del 85% de las ventas anuales en España y América Latina—, es estadounidense. Se trata de Penguin Random House, que opera en más de veinte países y factura casi el 40% de los best sellers de todos los idiomas del orbe.
La alternativa de supuesto equilibro en nuestra lengua común es el Grupo Planeta, que absorbe la inmensa mayoría del porciento de ventas restante a través de sus más de cincuenta sellos editoriales. De ahí que cada día el producto que logran publicar aquellos que aún no pertenecen a esas grandes Compañías, se parezca más a la media que se edita para ventas masivas, sin que la crítica del juicio, o la emancipación del individuo, jueguen un papel definitorio en la elección. De ahí, también, que se relativice la trascendencia cultural y el canal y los medios sean por sí mismos el mensaje, si se me permite parafrasear a McLuhan.
A las políticas públicas les urge renovar sus estrategias y propiciar alternativas a los monopolios del gusto. No faltan ejemplos de acciones de buena voluntad, tanto de gobiernos nacionales como de Organizaciones No Gubernamentales, instituciones o activismos de diversa índole. Todas pueden ser válidas y ninguna, por sí misma y aislada, ha sido suficiente para contrarrestar la hegemonía imperante del mercado global.
No faltarán, tampoco, anécdotas que descarguen sobre esta o aquella eventualidad por qué no se ha avanzado lo justo en conseguir un equilibrio. Un equilibrio, remarco, que no estoy proponiendo abolir el mercado como vía de relación fundamental. Fundamental, vuelvo a remarcar, no significa absoluta, hegemónica, totalitaria. Desde la propia instancia de la legislación —donde no es difícil apreciar un privilegio hacia lo mercantil por sobre el posible valor del contenido— hasta las vías y canales de consumo y recepción —en las que se potencia un sujeto alienado ya complacido con su circunstancia—, urge una intervención consciente que lleve a un acto crítico legítimo las normas de banalización que viralizan la lectura.
Asumir el formato digital, víctima aún de resistencia por parte de la tradición en ámbitos de lectores aferrados a lo convencional, no es ya una opción, sino un hecho irreversible al cual debemos enfocar nuestros programas de políticas públicas y nuestro esfuerzo por seguir haciendo del mejoramiento humano, y su reivindicación a través de la cultura, un patrimonio universal.
En los últimos quince años, la facturación de libros electrónicos en España —país que ocupa el quinto lugar de los consumidores de este tipo de producto— ha ascendido de los 50 millones de euros hasta sobrepasar los 140, algo significativo si tenemos en cuenta el estimado estadístico de que solo el 8,5% de su población elige esta modalidad de lectura mientras el 19,1% la combina con el libro de papel; y tampoco olvidamos, desde luego, que tanto el costo como el precio del libro electrónico son bastante inferiores y provocan, por tanto, más ganancias.
México, Chile y Argentina se suman a los más altos consumidores de libros electrónicos a nivel global, lo que sugiere que el divorcio entre formatos, y la tradición editorial, no es tan abismal como lo presenta el caótico accionar del día a día noticioso, o la reacción prejuiciosa de quienes desconocen las ventajas que el desarrollo tecnológico pone en nuestras manos.
El Programa Nacional de Desarrollo del Libro Digital en Cuba es una iniciativa que busca, entre varios objetivos, facilitar el reconocimiento público y universal de nuestros autores, inmersos en un panorama de superpoblación difícil de canalizar para cualquier industria, por avanzada que esté. Nos proponemos sacar al libro digital del ostracismo del prejuicio de que es víctima hoy día, para que se coloque, justamente, en el lugar que el proceso revolucionario le ha dado a la lectura desde sus comienzos.
Urge, para los implicados en esta acción de política pública, trascender el diagnóstico, superar el empirismo que ha permeado el debate, y adentrarnos en un camino de investigación científica que permita llevar a los lectores el placer de ser parte del saber; que la lectura sea parte entrañable de su vida y los encumbre en los más altos niveles de emancipación.
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