La mayoría de los estudiosos señalan a Ismaelillo como iniciador de la poesía moderna en lengua española y se afanan en describir y fundamentar sus aportes, pero la diacronía, ruptura con el pasado, la superación y el choque intercultural e interpoético, la pertenencia y no al movimiento Modernista, son caminos que solo unos pocos estudiosos transitan, como por ejemplo: Cintio Vitier, Emilio de Armas, Enrico Mario Santí, José Ballón y Arcadio Díaz Quiñones. Merecen toda nuestra atención ellos que comentaron, no para volver inteligible el otro texto, sino para saber en él qué es lo inteligible, para entrar en diálogo con el autor, provocarlo, ponerlo a titubear. Los estudiosos aquí mencionados saben que la crítica honesta y la evaluación sensible se dirigen no al poeta sino a la poesía, y están entre los pocos que perciben cuando hay expresión de emoción significativa, emoción que tiene su propia vida en el poema y no en la historia del poeta.[1] Por este camino la poesía alcanza su incuestionable jerarquía, su definitiva independencia.
En 1969 aparece un valioso trabajo sobre el poemario que nos ocupa. Me refiero al ensayo de Cintio Vitier «Trasluces de Ismaelillo».[2]. El estudio de Cintio, escrito en 1967, pretendía «situar el librito en su contexto espiritual y abrir algunas perspectivas al trasluz del texto mismo».[3] En tal sentido fundamenta cómo el cuaderno trasciende al propio Modernismo:
Cuando decimos fidelidad la referimos en este caso, más aún que a las creencias sintetizadas en la dedicatoria de Ismaelillo, en primer término a la vida misma […] porque a través del tejido simbólico que enlaza el título con la profusión de metáforas que hacen el texto de Ismaelillo, ciertamente este libro «está escrito en la realidad»: no se aparta de ella para entrar en un reino artístico autónomo, según la tendencia general del modernismo, sino que, más cerca en esto y en tantas cosas de poetas posteriores como Vallejo y la Mistral, más cerca de la mejor poesía de hoy, y, creemos, de mañana, no pierde nunca el vínculo entrañable con la realidad, con la situación vital de donde los versos han nacido. La vida, por el contrario, se traspone en símbolos por el exceso mismo que hay en ella. La catarsis metafórica no se verifica para olvidar ni superar lo vivido, sino justamente para afrontarlo a su mayor autenticidad.[4]
El preclaro ensayista profundiza también en el asunto o sustento contextual del libro, y seguidamente, procede a unir atisbos en la obra de Martí para explicarse el porqué del título. De todo lo cual deriva que «Ismael, de cuya educación tan poco sabemos por el texto del Génesis, convirtióse para Martí, en un paradigma ideal de la revelación madre–hijo, quien sabe por qué intuiciones imaginativas, a las que tal vez no fueron ajenos algunos de los muchos cuadros pintados sobre el tema».[5] Resume también de forma convincente y original las características del estilo del libro donde «los versos nacen de una especie de ternura visionaria, y el orgullo de padre devuelve a Martí a la humildad de poeta, consciente de la originalidad como un deber».[6] También afirma que los sustantivos se emplean como ávidas concentraciones simbólicas y los adjetivos en perenne función de expresionismo pictórico. A la naturaleza del pensamiento poético de Martí dedica razonamientos memorables que nos van a servir como cierre en nuestras aseveraciones sobre el ensayo:
¿Cómo puede uno estar «espantado de todo» y tener «fe en el mejoramiento humano»? El pensamiento de Martí no sigue los pasos de una lógica dialéctica. Gusta y necesita de los saltos en el vacío, emparentados con el grito inmortal de Tertuliano: «lo creo porque es imposible». Su credo tiene tres dimensiones: una social (el mejoramiento humano), otra religiosa (la vida futura) y otra moral (la utilidad de la virtud). Las tres están vinculadas por un dinamismo de futuridad que late, como vimos, en la idea misma del «hijo»: no solo antídoto, por su inocencia, contra el veneno del mundo, sino también, en cuanto esa inocencia es fuerza germinal de la vida, impulsora del futuro […] Frenado por esas contracorrientes, su dinamismo expresivo (el de Martí) se hace más complejo y agónico, más fiel por lo tanto a una realidad espiritual que se define por sus contradicciones, de las que el hijo carnal es el eje dramático y el hijo «visto» por la poesía quiere ser el conjurador supremo. Esa conjuración por el hijo se presenta bajo dos aspectos discernibles pero íntimamente ligados. Un Arte poética y una Ética, concentradas principalmente en los dos poemas centrales del libro: «Musa traviesa» y «Tábanos fieros».
Ya hacia el fin sugiere zonas de posterior estudio en el poemario, como la estructura de «Penachos Vívidos», la cual está constituida, según hemos probado, por un encabalgamiento de símiles que viene manifestándose desde su poesía de formación, y que tendrá su manifestación más depurada en las zonas de densidad literaria que Martí alcanza en los Versos libres. En el ensayo se desata la voz madura y múltiple del escritor, su concentrada, honda y estremecida sapiencia.
Notas:
[1] Ver Roland Barthes. El grano de la voz, Siglo XXI Editores, 1985, p. 210 y T.S. Elliot. «La tradición y el talento individual» en El Placer y la Zozobra. El oficio de escritor, UNAM, 1996, p. 166 y 173.
[2] Cintio Vitier. «Trasluces de Ismaelillo» en Temas Martianos, 1ra serie, Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, 1969, p.141-151.
[3] Ob. Cit. p. 150.
[4] Ob. Cit. p. 142.
[5] Ob. Cit. p. 143.
[6] El considerar a la originalidad como un deber es característica que traspasa también al resto de los poemarios de Martí.
Tomado de La Jiribilla
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