Leer es un placer extraordinario. Transforma al mundo mientras leemos. Siempre se ha dicho que la lectura nos enriquece, y es verdad, sobre todo si es una «buena lectura». Y lo que define una buena de una mala depende del lector, de su fineza aprehensiva o intereses materiales inmediatos, entre otros factores. Hay muchos tipos de lecturas. Puede tomarse la que hacemos con las nubes: qué vemos en ellas, cómo las leemos. Gráficos, letras, animales fabulosos, islas, mapas, lagos, gentes, más animales fabulosos, monstruos… las nubes ofrecen una diversidad de lecturas interpretativas asombrosas.
Querría centrarme en un cuadro famoso para ver a través de él, o mejor para ejemplificar, diversidades de lecturas. Me refiero a La Santa Cena, o La última Cena, de Leonardo da Vinci. De él se pueden hacer lecturas de dos tipos: realistas y esotéricas. Comencemos con las primeras, siempre bajo razonamientos interpretativos. El cuadro muestra a un grupo de hombres sentados de un solo lado de la mesa para 1) facilitar a los sirvientes un mejor y más rápido servicio, 2) el líder, que debe ser el que está sentado al centro, prefirió no tener a nadie delante, sino a ambos lados, 3) se sentaron así para facilitarle al pintor la realización de su obra porque en esa época no existía la fotografía, 4) es en verdad una mesa presidencial y frente hay otras mesas o un público expectante sentado o de pie, que debe presumirse. Lo que resta de estas «lecturas» es descriptivista: describir uno a uno a los personajes, a la mesa y lo que hay encima de ella, al aposento mismo. De estas descripciones debe surgir un relato, o el relator puede imaginar qué hacían allí: una fiesta, un cumpleaños, un ritual. Y la concepción de un ritual lleva a una lectura religiosa o esotérica.
El señor del centro es Cristo y a ambos lados se distribuyen los apóstoles de forma casual, o sea, se han sentado más cerca o más lejos del Señor sin que por ello se establezcan jerarquías o privilegios, o sí se establecen y la puesta en escena determina dónde debe ir cada apóstol. Les está permitido dirigirse al Señor y conversar entre sí, como puede verse en el cuadro. Pero en todos los casos el punto de atención es el personaje central, Cristo, al que todos atienden o incluso aquel que le vuelve la espalda para hablar con un tercero que lo señala con la mano, de modo que ambos hablan sobre Él. El cuadro denota la fiesta que ofrece el Señor a sus adeptos o discípulos, cuando debe repartir los dones o crear un ritual, el de la Santa Cena. Seis apóstoles lo miran fijamente, otros seis conversan entre sí. A la derecha del Señor está sentado «alguien» que puede ser uno de los apóstoles o una mujer en igual función.
Las lecturas esotéricas conducen a creer que se trata de una mujer, y se le define como María Magdalena, pero en tal caso habría que dar baja entre los apóstoles a uno de los doce, quizás ya, Judas Iscariote no estaba allí. De modo que la lectura que esto propicia es mucho más inclinada al esoterismo, a sus símbolos y signos, y la descripción de los personajes según sus actitudes pueden dar lugar a interpretaciones de todo tipo; por ejemplo, el cuarto personaje a la izquierda de Jesús hace un gesto que parece ser propio de una discusión y, tal y como extiende la mano, parece estar razonando algo acerca del que la propia mano señala, o sea, al Señor.
Aquí pude agregarse todo tipo de misterios. Si partimos de que es un cuadro del genio de Vinci, hay razones para pensar que el cuadro oculta esoterismos variados. Se desarrolla el Séder de Pésaj el 14 de Nisan, o sea, del primer mes del año judío, por lo que al parecer la escena es en abril. Lo que se haya sobre la mesa tiene simbolismos y deben ser platos del Séder, y es comida para ser compartida, en comunión: vegetales, carnes de peces o de animales domésticos, huevos y ocasionalmente otros comestibles. Pero en este caso debe de haber pan y vino, por aquello de «este es mi cuerpo… esta es mi sangre» en la transustanciación, parte de la Eucaristía en la que el Señor da con ello la vida eterna. La lectura se complica a partir de esto último, pues para muchos protestantes no es necesario ese ritual para alcanzar la vida eterna. Y aun se complica más por otros detalles teológicos y mistéricos de la cena del Señor. Aún más si entendemos que lo que hay en los alimentos es en verdad una consustanciación, y se bebe en la sangre consustanciada y se come igualmente el cuerpo del Señor.
Pero el cuadro sigue ahí para continuar retándonos: no hay un número 12 sino un 13, y este número calzó criterios de «mala suerte», cuando en verdad a partir del cuadro debería ser muy buena, porque el componente 13 debe ser el mismo Señor. A menos que los contemos de derecha a izquierda o viceversa. Los que forman 12 están divididos en grupos de 3, y todo ello da pie a una interpretación numerológica, de esoterismos neopitagóricos, aunque el neopitagorismo es anterior al propio Leonardo. De ahí, estamos a un paso de la cabalística y ello complica con creces el cuadro que tenemos ante la vista y que queremos leer. El 13 puede hablarnos no de doce constelaciones astronómicas, sino de trece contando a Ofiuco, si consideramos una más entre las ochenta y ocho constelaciones modernas, lo que podría dar lugar a una reforma general de la astrología.
La lectura de la Santa Cena o de La Última Cena, nos conduciría a enramadas interpretativas mucho más agudas, profundas, variadas que las que he desgranado aquí. Ninguna obra de verdadero valor artístico tiene una sola lectura, no se puede interpretar El Quijote como una unidad de una sola arista. ¿A cuántas lecturas darían pie las interpretaciones de Paradiso, de José Lezama Lima? Esta dos son las dos grandes novelas paradigmáticas del idioma español, y ellas conducen a infinidad de lecturas, sin que ello las desmiembre como infinidad de obras. Leer es interpretar, y cada maestro tendrá su librito, o su lectura. La Última Cena no es como las nubes, pero también nos hace leer e imaginar.
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