Hermann Karl Hesse (Calw, Wurtemberg, Imperio alemán, 2 de julio de 1877 – Montagnola, Cantón del Tesino, Suiza, 9 de agosto de 1962) fue un escritor, poeta, novelista y pintor alemán, naturalizado suizo en mayo de 1924. Según el biógrafo Volker Michels «nos enfrentamos con una obra que, por su copiosidad, su personalidad y su vasta influencia, no tiene paralelo en la historia de la cultura del siglo XX». Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1946, como reconocimiento a su trayectoria literaria. Hoy compartimos la introducción de la novela que muchos consideran su obra maestra: El juego de los abalorios (Das Glasperlenspiel, 1943).
Introducción
Es nuestro propósito consignar en este libro el escaso material biográfico que pudimos hallar acerca de Josef Knecht, el magister ludi Josephus III, como se le llama en los archivos del «Juego de Abalorios». No nos ciega el hecho de que este intento está de algún modo en contradicción con las leyes y los usos vigentes en la vida espiritual, o por lo menos parece estarlo. Porque precisamente la eliminación de lo individual, la inserción más acabada posible de la persona en la jerarquía de las autoridades educativas y de las ciencias, es uno de los supremos principios de nuestra vida del espíritu. Y este principio ha sido realizado también por larga tradición tan ampliamente que hoy es difícil en extremo, y en muchos casos aun del todo imposible, encontrar pormenores biográficos y psicológicos de individuos que han servido en forma sobresaliente a esta jerarquía; en muchísimos casos no se pueden establecer siquiera los nombres propios. En realidad, es una de las características de la vida espiritual de nuestra «provincia», el que su organización jerárquica posea el ideal de lo anónimo y llegue muy cerca de la realización de este ideal.
Si, a pesar de ello, insistimos en nuestro intento por establecer algo acerca de la existencia del magister ludi Josephus III y de esbozar claramente la imagen de su personalidad, no lo hicimos por culto personal o por desobedecer a las costumbres, como creemos, sino por el contrario solo en el sentido de prestar un servicio a la verdad y a la ciencia. El concepto es antiguo: cuanto más aguda e inexorablemente formulamos una tesis, tanto más irresistiblemente ella reclama la antítesis. Aceptamos y respetamos la idea que constituye la base de lo anónimo de nuestras autoridades y nuestra existencia espiritual. Pero justamente una mirada a la prehistoria de esta vida espiritual, es decir, a la evolución del juego de abalorios, nos muestra necesariamente que toda fase de desarrollo, toda construcción, todo cambio, toda incidencia esencial, ya se interprete en sentido progresista, ya en sentido conservador, señala irrecusablemente a la persona que introdujo el cambio y se convirtió en instrumento de la transformación y el perfeccionamiento, no como a su único verdadero autor, pero si como a su rostro más ostensible.
Porque seguramente lo que hoy entendemos por personalidad, es algo ya muy diverso de lo que comprendieron por ello los biógrafos e historiadores de épocas precedentes. Para ellos, y justamente para los escritores de aquellas épocas que tuvieron netas tendencias biográficas, parece —podría decirse— que lo esencial de una personalidad fue lo discrepante, lo anormal y único, y aún, a menudo, lo patológico, mientras que nosotros los modernos hablamos generalmente de personalidades importantes solo cuando encontramos seres humanos que, más allá de toda originalidad y rareza, lograron la inserción más perfecta posible en el orden general, la prestación más acabada en lo ultrapersonal. Si observamos con más atención, también la antigüedad conoció ya este ideal: la figura del «sabio» o del «ser perfecto» para los antiguos chinos, por ejemplo, o el ideal de la moral socrática, apenas pueden distinguirse de nuestro ideal moderno, y muchas grandes organizaciones espirituales, como la Iglesia romana en sus épocas más poderosas, tuvieron principios parecidos, y muchas de sus máximas figuras, como Santo Tomás de Aquino, nos parecen —como las primeras estatuas griegas— más arquetipos clásicos que individuos. De todos modos, en los días de la reforma espiritual que comenzó en el siglo XX y de la que somos herederos, aquel viejo y genuino ideal había ido perdiéndose evidentemente en medida casi total. Nos sorprendemos cuando las biografías de esas épocas cuentan con bastante amplitud cuántos hermanos y hermanas tuvo el protagonista o cuántas cicatrices y costurones dejaron en él el desenlace de la infancia, la pubertad, la lucha por el reconocimiento, el anhelo de amor. A los modernos no nos interesa la patología ni la anamnesia familiar, la vida vegetativa, la digestión y el sueño de un héroe; ni siquiera sus antecedentes espirituales, su formación a través de estudios y lecturas preferidas, etc., tienen importancia especial para nosotros. Solo merece nuestro particular interés aquel único personaje que por naturaleza y educación estuvo colocado en condiciones para dejar diluir su persona casi perfectamente en su función jerárquica, sin que se perdiera la fuerte, viva y admirable espontaneidad que constituye el valor y la fragancia del individuo. Y sí entre persona y jerarquía surgen conflictos, los consideramos precisamente como piedra de toque de la grandeza de una personalidad. Del mismo modo que no aprobamos al rebelde a quien los deseos y las pasiones impulsan a romper con la norma, reverenciamos la memoria de las víctimas, los realmente trágicos.
En este caso, pues, de los héroes, de los verdaderos arquetipos humanos, creemos permitido y natural el interés por la persona, el nombre, el rostro, el gesto, porque ni en la jerarquía mes perfecta, ni en la organización más pareja vemos ciertamente un mecanismo compuesto de partes muertas e indiferentes en sí mismas, sino un cuerpo viviente, formado por piezas y animado por órganos que poseen —cada uno— su modo propio y su propia libertad, y comparten el milagro de la vida. Y en tal sentido, nos hemos esforzado en procura de noticias acerca de la vida del maestro del juego de abalorios Josef Knecht y, especialmente, de todo lo escrito por él; hemos hallado así varios originales que creemos dignos de ser leídos.
Lo que podemos informar acerca de la persona y la existencia de Knecht es ciertamente conocido total o parcialmente por los miembros de la Orden y, sobre todo, por los expertos en el juego de abalorios, y por esta razón, pues, nuestra obra no se dirige solamente a ese círculo, sino que confía tener lectores comprensivos también fuera de él.
Para ese círculo más reducido, nuestro libro no necesitaría ni introducción ni comentario. Mas como deseamos también fuera de la Orden lectores interesados en la vida y las obras de nuestro héroe, nos toca la tarea nada fácil de anteponer a la obra —para esos lectores menos preparados— una pequeña introducción popular al significado y a la historia del juego de abalorios. Insistimos en que esta introducción es y quiere ser de carácter popular y no pretende en absoluto aclarar las cuestiones tan discutidas dentro de la misma Orden sobre problemas del juego y de su historia. Está muy lejana todavía la hora de una exposición objetiva de este argumento.
No cabe esperar, pues, de nosotros una historia completa y una elaborada teoría del juego de abalorios; no podrían lograrlas ni autores más dignos y hábiles que nosotros. Esta tarea queda reservada a épocas futuras, si las fuentes y las premisas espirituales no llegan a perderse antes. Tampoco nuestro ensayo pretende ser un manual de ese juego; ese manual nunca podrá escribirse. Las reglas del mismo se aprenden solamente por la vía acostumbrada y prescrita, que requiere varios años de estudio, y ninguno de los iniciados podría tener nunca interés en tornar más fáciles para el entendimiento las tales reglas.
Las normas, el alfabeto y la gramática del juego representan una especie de idioma secreto muy desarrollado, en el cual participan varias ciencias y artes, sobre todo las matemáticas y la música (la ciencia musical, respectivamente) y que expresa loa contenidos y resaltados de casi todas las ciencias y puede colocarlos en correlación mutua. El juego de abalorios es, por lo tanto, un juego con todos los contenidos y valores de nuestra cultura; juega con ellos como tal vez, en las épocas florecientes de las artes, un pintor pudo haber jugado con los colores de su paleta. Lo que la humanidad produjo en conocimientos elevados, conceptos y obras de arte en sus periodos creadores, lo que los períodos siguientes de sabia contemplación agregaron en ideas y convirtieron en patrimonio intelectual, todo este enorme material de valores espirituales es usado por el jugador de abalorios como un órgano es ejecutado por el organista; este órgano es de una perfección apenas imaginable, sus teclas y pedales tocan todo el cosmos espiritual, sus registros son casi infinitos; teóricamente, con este instrumento se podría reproducir en el juego todo el contenido espiritual del mundo. Ahora bien, estas teclas, estos pedales y estos registros subsisten firmemente; en lo relativo a su número y disposición, en realidad, solo en teoría sería posible aportar cambios y tentativas de perfeccionamiento: el enriquecimiento del idioma del juego mediante la incorporación de nuevos contenidos se subordina al «control» más severo que pueda imaginarse, a cargo de la suprema dirección. En cambio, dentro de este firme conjunto o, para mantener nuestro lenguaje figurado, dentro del complicado mecanismo de este gigantesco órgano, cada jugador posee todo un mundo de posibilidades y combinaciones, y es casi imposible que entre mil juegos severamente realizados ni siquiera dos resulten parecidos más que superficialmente. Aun cuando sucediera que alguna vez dos jugadores por casualidad dieran a su juego la misma pequeña selección de temas, estos dos juegos tendrían aspecto y curso totalmente distintos, según el modo de pensar, el temperamento, el estado de ánimo y la virtuosidad de los ejecutantes.
En realidad, corresponde en absoluto al gusto del historiador hasta dónde hacer remontar en el pasado los comienzos y la prehistoria del juego de abalorios. Porque como todas las grandes ideas, no tiene realmente un comienzo, sino que como idea existió siempre. Lo hallamos prefigurado ya en muchas épocas precedentes como concepto, como intuición, como forma mágica, por ejemplo en Pitágoras; luego en las postrimerías de la cultura antigua, en el círculo griegognóstico, como también entre los antiguos chinos; después, una vez más en los apogeos de la vida espiritual moriscoárabe; más adelante la huella de su prehistoria pasa a través de la Escolástica y el Humanismo a las Academias de los matemáticos de los siglos XVII y XVIII, y aun a las filosofías románticas y las ruinas de los sueños sibilinos de Novalis. En cada movimiento del espíritu hacia la meta ideal de unaUniversitas Litterarum, en cada academia platónica, en cada asociación de una selección espiritual, en cada tentativa de reconciliación entre las ciencias exactas y las libres o entre ciencia y religión, existió como idea básica esta misma idea eterna que para nosotros ha tomado forma y figura con el juego de abalorios. Espíritus como Abelardo, Leibniz y Hegel conocieron, sin duda, el sueño de apresar el universo espiritual en sistemas concéntricos y de fundir la belleza viviente de lo espiritual y del arte en la hechicera fuerza formuladora de las disciplinas exactas. En los tiempos en que la música y las matemáticas experimentaron casi contemporáneamente su momento clásico fueron corrientes las relaciones y las fecundaciones entre ambas. Y dos siglos antes, encontramos en Nicolás de Cusa, párrafos con la misma atmósfera, como por ejemplo éste: «El espíritu se amolda a lo potencial para medirlo todo con el módulo de lo potencial y de la necesidad absoluta, para que lo mida todo en la escala de la unidad y la simplicidad, como lo hace Dios, y en la otra de la necesidad del acoplamiento, para apreciarlo de tal manera todo con respecto a su particularidad; finalmente se amolda al potencial determinado, para valuarlo en su existencia. Pero luego el espíritu mide también simbólicamente, por comparación, como cuando se sirve del número y de las figuras geométricas y se confronta con ellas tomadas como ecuaciones». Por lo demás, al parecer, no es solamente este pensamiento del filósofo de Cusa el que alude casi a nuestro juego de abalorios, o corresponde y nace de parecida tendencia de la imaginación como su juego de conceptos; se podrían mostrar varios y aun muchos ecos parecidos en su obra. También su gozo por las matemáticas y su capacidad y su inclinación a emplear figuras y axiomas de la geometría euclidiana para conceptos teológico-filosóficos como ecuaciones aclaratorias, parece tener mucho parentesco con la mentalidad del juego y, a menudo, una especie de latín (cuyas vocales son frecuentemente libres invenciones suyas, sin que puedan ser interpretadas mal por alguien que sepa latín) recuerda la plasticidad libremente mantenida del idioma del juego.
Ni menos ajeno, como ya puede indicarlo el lema de nuestro ensayo, resulta Albertus Secundus al número de los antepasados del juego de abalorios. Y suponemos —sin poderlo apoyar por cierto con citas— que la idea del juego dominó también a los sabios músicos de los siglos XVI, XVII y XVIII, que fundaron sus composiciones musicales en especulaciones matemáticas. Aquí y allá, en las antiguas literaturas se tropieza con leyendas de sabios y mágicos juegos que fueron ideados por hombres doctos y monjes o en cortes principescas hospitalarias, y se jugaron, por ejemplo, en forma de ajedrez, cuyas figuras y cuyos campos poseían además de sus significados comunes también otros ocultos. Y son muy conocidas las narraciones, fábulas y sagas de la infancia de todas las civilizaciones, que atribuyen a la música, por sobre lo que es arte, un poder que domina a las almas y a los pueblos, y la convierten en un regidor secreto o en un repertorio de leyes para los hombres y sus Estados. El concepto de una sublime existencia celestial de los seres humanos bajo la hegemonía de la música tiene su papel en la vida pública y privada desde la China más antigua hasta las leyendas de los griegos. A este culto de la armonía («En variaciones eternas, desde arriba nos saluda el misterioso poder del canto» NOVALIS) se vincula en la medida más íntima también el juego de abalorios.
Si reconocemos, pues, la idea del juego como eterna y, por esta razón, como existente y viva mucho antes de que se verificara por entero, su realización en la forma que conocemos tiene a buen seguro su propia historia, de cuyas etapas más importantes trataremos de informar brevemente.
El movimiento espiritual, cuyos frutos —entre muchos otros— son el establecimiento de la Orden y el juego de abalorios, tiene sus comienzos en un período de la historia que desde las investigaciones fundamentales del historiador literario Plinius Ziegenhals lleva la denominación por él creada de «época folletinesca». Estas denominaciones son bonitas pero peligrosas, y con su seducción inducen a considerar injustamente cualquier estado de la vida humana en el pasado; la «época folletinesca» no careció en absoluto de espíritu, ni siquiera fue pobre en este aspecto. Pero —por lo menos así parece, según Ziegenhals— poco supo hacer con ese espíritu, más aún, no atinó a darle la situación y la función adecuadas en la economía de la vida y del Estado. Si hemos de ser sinceros, conocemos muy mal esa época, aunque ella fue el terreno donde creció casi todo lo que hoy constituye la característica de nuestra vida espiritual. Según Ziegenhals, fue una época «burguesa» en especial medida y obsecuente a un amplio individualismo, y si citamos algunos rasgos de acuerdo con la descripción de Ziegenhals, para señalar su atmósfera, sabemos por lo menos con certeza que estos rasgos no son invenciones ni han sido sustancialmente exagerados o desfigurados, porque están comprobados por el gran investigador con un sinnúmero de documentos literarios y de otro carácter. Prestamos nuestra adhesión al sabio que hasta hoy fue el único en dedicar a la «época folletinesca» una seria investigación, y no hemos de olvidar al hacerlo que es ligereza y locura torcer el gesto ante errores o malas costumbres de épocas pasadas.
El desarrollo de la vida espiritual en Europa parece haber tenido desde el final de la Edad Media dos grandes tendencias: la liberación del pensar y creer de toda influencia autoritaria, la lucha, pues, de la razón que se sentía soberana y mayor de edad, contra el dominio de la Iglesia romana, y —por otra parte— la búsqueda oculta pero apasionada de una legitimación de esta libertad, por una autoridad nueva y adecuada, que nacía de sí misma. Generalizando, puede decirse que el espíritu ganó esta lucha, a menudo asombrosamente llena de contradicciones, por dos metas recíprocamente opuestas en principio. No nos está permitido preguntar si la ganancia compensa en la balanza el peso de innúmeras víctimas, o si nuestras normas actuales para la vida del espíritu bastan perfectamente y durarán lo suficiente como para no considerar sacrificio insensato todos los sufrimientos, los espasmos y las enormidades de los procesos contra los herejes y de las hogueras, y aun los destinos de muchos «genios» que terminaron en la locura o en el suicidio. La historia es acontecimiento; carece de importancia el hecho de si estuvo bien, si mejor hubiera sido que no existiese, si podemos comprender su «significado». Así ocurrieron también aquellas luchas por la «libertad» del espíritu, y justamente en aquella tardía época folletinesca, el espíritu en efecto gozó de una libertad inaudita, insoportable para él mismo, por cuanto, deshecha totalmente la tutela eclesiástica y parcialmente la estatal, no siempre encontró una ley auténtica, por él formulada y respetada, una nueva autoridad y legitimidad genuinas. Los ejemplos de degradación, venalidad, renunciación del espíritu en aquel tiempo, como nos la narra Ziegenhals, son en parte sorprendentes.
Debemos confesar que no estamos en condiciones de dar una clara definición de los productos por los cuales denominamos «folletinesca» a esa época. Al parecer, fueron elaborados por millones como una parte especialmente preferida en el material de la prensa diaria, formaron el alimento principal de lectores necesitados de cultura, informaron o, mejor dicho, «charlaron» de mil objetos de la ciencia y, verosímilmente, los más inteligentes de estos folletinistas se solazaron a menudo con su propia labor; por lo menos, Ziegenhals admite haber topado con muchos de estos trabajos que se inclina a interpretar como automofa de sus autores por ser absolutamente incomprensibles. Es muy posible que en estos artículos producidos «industrialmente» se derrochara una cantidad de ironía y autoironía, para cuya comprensión fuera necesario hallar antes la clave. Los fabricantes de estas jugarretas pertenecían en parte a las redacciones de los diarios, en parte eran «escritores libres», y a menudo hasta se los llamaba poetas pero parece también que muchos de ellos pertenecían a la categoría de los sabios y aun algunos fueron universitarios de renombre. Temas preferidos de tales ensayos fueron anécdotas de la vida de hombres y mujeres célebres y su correspondencia; titulados, por ejemplo: Federico Nietzsche y la moda femenina alrededor de 1870 o Los platos preferidos del compositor Rossini, o El papel del perrito faldero en la vida de las grandes cortesanas, etc. Además, gustaban las consideraciones que historian los temas actuales de conversación de los ricos, como El sueño de la fabricación artificial del oro en el curso de los siglos, o Las tentativas para influir quimiofísicamente sobre el clima y cien argumentos parecidos. Cuando leemos los títulos de tales retahílas citados por Ziegenhals, nuestra extrañeza no es tanto por el hecho de que hubiera gente que las ingería como lectura cotidiana, cuanto porque autores de fama y categoría y buena preparación cultural contribuían a servir este gigantesco consumo de interesantes naderías, como rezaba en forma elocuente la expresión empleada: ella indica por lo demás también la relación de entonces del hombre con la máquina. De vez en cuando, tenía especial preferencia la interpelación de personalidades conocidas sobre problemas del momento, a la que Ziegenhals dedica un capítulo especial; en ellas, por ejemplo, se hacía hablar a químicos o a virtuosos pianistas de renombre sobre política, a actores en boga, bailarines, gimnastas, aviadores o también poetas sobre ventajas y desventajas de la soltería, sobre las presumibles causas de la crisis financiera, y otros temas de esta naturaleza. Se trataba únicamente de poner en relación un nombre conocido, con un tema justamente actual: hay que leer los ejemplos, algunos desconcertantes, que Ziegenhals enumera por centenares. Como dijo antes, es posible suponer que en toda esta actividad se mezclaba buena parte de ironía, quizá está ironía fuera diabólica o desesperada, hoy no es fácil imaginarlo; pero por la enorme multitud que a la sazón parece haber sido tan sorprendentemente aficionada a la lectura, todas esas cosas grotescas fueron aceptadas indudablemente con seria buena fe. Si un cuadro famoso cambiaba de dueño, si se subastaba un valioso manuscrito, sí se quemaba un antiguo castillo, si el portador de un apellido de la vieja nobleza se veía envuelto en un escándalo, los lectores conocían en mil folletines no solamente estos hechos, sino que recibían también el mismo día o, a lo sumo, al día siguiente, una cantidad de material anecdótico, histórico, psicológico, erótico, etc., relativo al tema del caso; sobre cada acontecimiento del día se volcaba un río de acuciosas apuntaciones, y la obtención, la clasificación y la formulación de todas estas comunicaciones lució absolutamente el sello de la mercancía de gran consumo, producida rápidamente y sin responsabilidad. Asimismo, según parece, pertenecían al folletín también ciertos juegos, a los que se incitaba a los lectores, mientras con ellos se aumentaba su hartazgo de materia científica; de esto informa una larga nota de Ziegenhals acerca del maravilloso tema de las «palabras cruzadas». En esa época, millares y millares de hombres, que generalmente cumplían trabajos pesados y vivían una vida difícil, permanecían inclinados en sus horas libres sobre cuadrados y cruces de letras, cuyas casillas llenaban de acuerdo con ciertas reglas de juego. Debemos cuidarnos de ver en esto solamente el aspecto ridículo o tonto y tenemos que evitar mofarnos al respecto. Aquellos hombres, con sus adivinanzas infantiles y sus intentos culturales, no eran ciertamente niños ingenuos y reacios juguetones; estaban envueltos angustiosamente en fermentos y sismos políticos, económicos y morales, y sostuvieron muchas guerras terribles y luchas civiles; sus pequeños juegos educativos no fueron simplemente niñerías tontas y generosas, sino que correspondieron a una profunda necesidad de cerrar los ojos y de refugiarse en un mundo ilusorio e inofensivo en lo posible, huyendo de problemas insolubles y de acongojados temores de ruina. Aprendían con perseverancia a guiar automóviles, a jugar difíciles juegos de naipes, y se dedicaban distraídos a resolver enigmas de palabras cruzadas, porque se enfrentaban casi sin defensa a la muerte, la angustia, el dolor, el hambre, sin que ya pudieran confortarlos las Iglesias o aconsejarlos el espíritu. Esta gente que leía tantos ensayos y oía tantas conferencias, no se daba tiempo ni ánimo para fortalecerse contra el miedo, para combatir dentro de sí misma la angustia de la muerte: se dejaba vivir temblando y no creía en ningún mañana.
También había conferencias, y nos corresponde hablar brevemente aun de esta categoría de folletín un poco más noble. Especialistas y también bandoleros espirituales ofrecían, aparte de los ensayos, gran número de disertaciones a los ciudadanos de aquella época, que se aferraban todavía firmemente al concepto de cultura despojado de su anterior sentido; no se trataba solamente de oraciones solemnes en ocasiones especiales, sino de discursos pronunciados en salvaje competencia y cantidad apenas imaginable. En esos días, el habitante de una ciudad de mediana importancia, o su mujer, podía escuchar conferencias una vez por semana, en las grandes ciudades casi todas las noches, y en ellas se le instruía teóricamente sobre algún tema, obras de arte, poetas, sabios, investigadores, viajes alrededor del mundo; el oyente permanecía completamente pasivo y la conferencia suponía tácitamente una relación del público con el tema, una preparación previa, una cultura y una facultad de recepción, sin que esto existiera en la mayoría de los casos. Había conferencias divertidas, temperamentales o chistosas, sobre Goethe, por ejemplo, que subía a la diligencia con su frac azul y seducía muchachas de Estrasburgo o de Wetsal, o sobre la cultura árabe, en las que se mezclaban muchas palabras intelectuales en boga como en un cubilete de dados, y cada uno se alegraba cuando podía reconocer aproximadamente alguna de ellas. Se escuchaban conferencias sobre poetas cuyas obras nunca se habían leído ni se había soñado leer; se proyectaban también por medio de aparatos adecuados figuras e ilustraciones y se luchaba, exactamente como en los folletines de los diarios, con una inundación de valores culturales y fragmentos de saber aislados y vacíos de sentido. En resumen, se enfrentaba justamente muy de cerca aquella horrorosa desvalorización del verbo que, ante todo, provocó en secreto, en círculos muy reducidos, el contramovimiento heroico ascético que muy pronto se hizo visible y poderoso y fue el nacimiento de una nueva autodisciplina y una nueva dignidad del espíritu.
La inseguridad y la falsedad de la vida espiritual de aquella época, que, sin embargo, en muchos aspectos ostentó energía constructiva y grandeza, nos las explicamos los modernos como un síntoma del horror que invadió al espíritu, cuando al final de una era de victoria y prosperidad aparentes se encontró de pronto ante la nada: una gran necesidad material, un período de tormentas políticas y bélicas y una desconfianza surgida del día a la noche de sí mismo, de la propia fuerza y dignidad, y aun de la propia existencia. Pero en ese periodo de sensación del derrumbe surgieron, por cierto, muchas contribuciones espirituales muy elevadas, entre otras los comienzos de una ciencia musical de la que somos herederos agradecidos. Pero mientras es tan fácil encuadrar bella e inteligentemente determinadas secciones del pasado en la historia universal, todo presente se torna difícil para su autoinserción ordenada; por eso una tremenda inseguridad, una tremenda desesperación, cayó sobre lo espiritual, precisamente, al descender con enorme rapidez las exigencias y las contribuciones espirituales hasta un nivel muy modesto. Se acababa en realidad de descubrir aquí y allá intuición viva en la obra de Nietzsche que había pasado el período creador de su cultura y de su misma juventud, que había comenzado la vejez y el crepúsculo, y por esta comprensión experimentada de pronto por todos y groseramente formulada por muchos, se explican tantos angustiosos signos de la época: la árida mecanización de la vida, la profunda decadencia de la moral, el descreimiento de los pueblos, la falsedad del arte. Como en Id maravillosa fábula china, había resonado la «música de la decadencia», que osciló por décadas enteras como una nota baja de órgano amenazante, corrió como corrupción por las escuelas, los diarios y las academias, fluyó como lipemanía y psicosis entre los artistas y los críticos de la época que hoy pueden ser tomados en serio, hizo estragos en todas las artes como exceso de producción salvaje y de simples aficionados. Hubo distintas formas de reacción frente a este enemigo que ya había penetrado y no podía ser conjurado. Solo se podía reconocer en silencio la amarga verdad y soportarla estoicamente; esto hicieron los mejores. Era posible tratar de desmentirlos, y para ello los apóstoles literarios de la doctrina de la decadencia cultural ofrecían muchos puntos de fácil ataque; además, el que aceptaba la lucha contra esos amenazantes profetas, tenía influencia sobre los ciudadanos y era escuchado, porque el hecho de que la cultura que el día antes todavía se creía poseer y de la que todos se habían mostrado tan orgullosos, ya no existía, y que la civilización y el arte tan amados no eran más civilización ni arte genuinos, parecía menos audaz e insoportable que las inflaciones financieras imprevistas y la amenaza de los capitales por la revolución. Además, contra la sensación de decadencia había también la postura cínica: seguir bailando y declarar anticuada tontería cualquier preocupación por el porvenir, cantar impresionantes folletines acerca del fin cercano del arte, de la ciencia, del idioma, establecer una total desmoralización del espíritu, una inflación de los conceptos en el mundo folletinesco edificado con papel, por una especie de placer suicida, y proceder como si se asistiera con indiferencia cínica o desbordamiento de bacanal al hundimiento no solo del arte, el espíritu, la moral y la honestidad, sino también de Europa y del «mundo». Reinaba en los buenos un pesimismo quedamente sombrío; en los malos, malicioso en cambio, y era menester antes una reconstrucción de lo sobreviviente y cierta transformación del mundo y de la moral por la política y la guerra, para que también la cultura admitiera una real consideración de sí y un nuevo ordenamiento.
Entre tanto, esta cultura no se quedó dormida durante las décadas de la transición; precisamente durante su decadencia y a pesar de la aparente defección por parte de artistas, profesores y folletinistas alcanzó en la conciencia de algunos el más agudo despertar y el más hondo examen de conciencia. Ya en pleno florecimiento del folletín hubo en todas partes individuos y pequeños grupos resueltos a permanecer fieles al espíritu y a poner a salvo, con todas sus fuerzas, más allá de la época un germen de buena tradición, disciplina, método y conciencia intelectual. Por cuanto podemos conocer hoy, de estos hechos, parece que el proceso del auto examen, de la reflexión y la oposición consciente contra la decadencia se cumplió principalmente en dos grupos. La conciencia cultural de los sabios se refugió en las investigaciones y en los sistemas educativos de la historia de la música, porque esta ciencia llegó justamente en esos días a su elevación, y en el mundo del folletín dos seminarios que se volvieron famosos cultivaron un método de labor ejemplarmente limpio y escrupuloso. Y como si el destino hubiera querido consentir consoladoramente estos esfuerzos de una valiente cohorte sumamente reducida, ocurrió en lo más sombrío de esos años el afortunado milagro que en sí fue casualidad, pero influyó como una divina confirmación: ¡el hallazgo de los once manuscritos de Juan Sebastián Bach entre el material que poseía entonces su hijo Friedemann! Una segunda atalaya de la resistencia contra la degeneración fue la «Liga de los peregrinos de Oriente», hermandad más dedicada a una disciplina anímica, al cuidado de la piedad y el respeto que a la labor intelectual; por este lado, nuestra forma actual de espiritualismo y del juego de abalorios obtuvo importantes impulsos, especialmente en su dirección contemplativa. También en las nuevas tendencias de lo esencial de nuestra cultura participaron los peregrinos de Oriente, no tanto mediante contribuciones científico-analíticas, cuanto por su capacidad basada en añejos ejercicios secretos para penetrar mágicamente en épocas muy antiguas y en viejísimos estados culturales. Había entre ellos, por ejemplo, músicos y cantores de quienes se asegura que poseían la facultad de ejecutar piezas musicales de épocas anteriores en su perfecta pureza antigua, de cantar y tocar, supongamos, una música de 1600 o de 1650 con tanta exactitud como si todas las modas surgidas más tarde, todos los refinamientos y virtuosismos posteriores, hubiesen sido desconocidos. Esto ocurrió en la época en que la búsqueda de dinamismo y exageración dominaba todo el arte musical y en que por la ejecución y la «concepción» de los directores casi se olvidaba a la música misma; hecho inaudito: se narra que los oyentes, en parte no comprendían en absoluto; en parte, en cambio, prestaban atención y creían oír música por primera vez en su vida, cuando una orquesta de los peregrinos de Oriente ejecutaba públicamente, estrenándola, una «suite» de la época de Haendel, en forma perfecta, sin inflaciones hiperbólicas y desahogos agotadores, con la ingenuidad y el pudor de otros tiempos y otro mundo. Una de las Ligas había construido en el edificio social entre Bremgarten y Morbio un órgano de Bach, tan perfecto como el mismo Juan Sebastián se lo hubiera hecho fabricar, si hubiera tenido los recursos y la posibilidad. El constructor, de acuerdo con una norma ya entonces en vigencia en su Liga, ocultó su nombre y se llamó Silberman, por uno de sus antepasados del siglo XVIII.
Con esto nos hemos acercado a las fuentes de donde nació nuestro actual concepto de la cultura. Una de las más importantes fue la más joven de las ciencias; la historia de la música y de la estética musical. Luego el vuelo casi inmediato de las matemáticas; a esto se agregó una gota de aceite de la sabiduría de los peregrinos de Oriente y, en estrecha relación con la nueva concepción e interpretación de la música, aquella valiente postura, tan gozosa como resignada, frente al problema de la edad de la cultura. Resulta superfluo explayarse mucho al respecto; estas cosas son demasiado conocidas por todos. El resultado más importante de esa nueva posición, más aún, de esta nueva ordenación en el proceso cultural, fue una muy amplia renuncia a la creación de obras de arte, la paulatina separación de lo espiritual de las actividades del mundo y —no menos importante y aun floración total— el juego de abalorios.
En los comienzos del juego ejerció la máxima influencia imaginable el ahondar en la ciencia musical, comenzado ya poco después del año 1900, todavía en pleno apogeo del folletín. Nosotros, herederos de esta ciencia, creemos conocer mejor y, en cierto sentido, comprender mejor también la música de los grandes siglos creadores, especialmente del XVII y XVIII, comparándolos con todas las épocas precedentes (inclusive las de la música clásica misma) Naturalmente, nosotros, posteridad, tenemos una relación totalmente distinta con la música clásica de la que tuvieron los hombres de las épocas de creación; nuestra veneración espiritualizada, y no siempre lo bastante libre de una resignada melancolía por la música genuina, es algo completamente diverso del suave e ingenuo gozo musical de aquellos tiempos que nos inclinamos a considerar más dichosos; ¡cuántas veces por encima de ésta su música, olvidamos las condiciones y las fatalidades entre las cuales nació! Desde generaciones atrás, como lo hizo ya el siglo XX casi en su totalidad, no consideramos más la filosofía o la literatura, sino las matemáticas y la música como la gran contribución duradera de aquel periodo cultural que corre entre el final de la Edad Media y nuestros días. Desde que nosotros —por lo menos fundamentalmente— renunciamos a competir en creación con aquellas generaciones, desde que también abdicamos del culto por el predominio de lo armónico y del dinamismo meramente sensual en la obra musical (dinamismo y armonía que desde Beethoven y el comienzo del romanticismo reinaron en la música durante dos siglos), creemos —la nuestra manera, lógicamente, una manera estéril, epígona, pero respetuosa—, creemos, repito, ver el panorama de esa cultura que heredamos, en forma más pura y más correcta. Nada poseemos ya del goloso placer de producir de aquellas épocas; para nosotros es casi un espectáculo inconcebible ver cómo pudieron mantenerse en el siglo XV y XVI los estilos musicales tanto tiempo en su intacta pureza, cómo entre la cantidad colosal de música escrita entonces no puede hallarse siquiera algo malo, cómo ya el siglo XVIII, en el que comienza la degeneración, puede volcar veloz, radioso y consciente, todo un fuego de artificio de estilos, modas y escuelas; pero creemos haber entendido y tomado por modelo en lo que hoy llamamos música clásica, el secreto, el espíritu, la virtud y la piedad de esas generaciones. No conservamos nada o muy poco, por ejemplo, de la teología y de la cultura eclesiástica del siglo XVIII o de la filosofía del lluminismo, pero vemos en las cantatas, en las Pasiones y en los preludios de Bach, la última sublimación de la cultura cristiana.
Además, la relación de nuestra cultura con la música tiene un antiquísimo modelo sumamente respetable; el juego de abalorios le otorga elevada veneración. En la China legendaria de los «antiguos reyes», debemos recordarlo, se atribuía a la música un papel directivo en la vida estatal y cortesana; hasta se identificaba el bienestar de la música con el de la cultura y la moral y aun del reino, y los maestros de música debían velar severamente por la conversación y la pureza del «antiguo lenguaje musical». La decadencia de la música era considerada una señal de la ruina del gobierno y del Estado. Y los poetas contaban terribles leyendas de las melodías prohibidas, diabólicas y enemigas del cielo, por ejemplo, la melodía Ching Chang y Chin Tse, la «música de la perdición»; cuando ella resonaba sacrílega en el castillo real, el cielo se oscurecía, los muros temblaban y se derrumbaban, y caían el príncipe y el reino. En lugar de muchas otras palabras de los viejos autores, citamos algunos pasajes del capítulo sobre música de Primavera y otoño, de Lue Bu We:
«Los orígenes de la música se remontan muy atrás en el tiempo. Nace ella de la medida y arraiga en el gran Uno. El gran Uno procrea los dos polos; los dos polos generan la fuerza de la tinieblas y la de la luz.
«Cuando el mundo está en paz, cuando todas las cosas están en calma, cuando todas en sus mutaciones siguen a las que les son superiores, la música se completa, se verifica. Cuando los deseos y las pasiones marchan por la ruta correcta, la música se perfecciona. La música perfecta tiene su causa. Nace del equilibrio. El equilibrio emana del derecho, el derecho surge del sentido del mundo. Por eso solo se puede hablar de música con un hombre que ha conocido el sentido del mundo.
«La música descansa en la armonía entre cielo y tierra, en la concordancia entre las tinieblas y la luz.
«Los Estados decaídos y los hombros maduros para la ruina no carecen seguramente de la música, pero ella no es alegre. Ergo: cuanto más rumorosa es la música, más melancólicos se tornan los hombres, más amenazado está el país, más hondo cae el príncipe. De esta manera se pierde también la esencia de la música.
«Lo que todos los príncipes sagrados apreciaron en la música, fue su alegría. Los tiranos Giae y Chu Sin hacían música rumorosa. Creían hermosos los sonidos fuertes e interesante el efecto de masa. Anhelaban nuevos y extraños efectos sonoros, tonalidades que no hubiese oído el hombre: trataban de superar y exceder medida y meta.
«La causa de la ruina del Estado de los Chu fue porque inventaron la música mágica. Esa música es seguramente bastante ruidosa, pero en verdad ella se ha alejado de la esencia real de la música. Y porque se ha alejado de la verdadera sustancia musical, no es alegre. Si la música no es alegre, el pueblo murmura y la vida es dañada. Todo esto se debe a que se desconoce la esencia de la música y se llega solamente a rumorosos efectos sonoros.
«Por eso la música de una época bien ordenada es tranquila y alegre y el gobierno uniforme. La música de una era inquieta es excitada y rencorosa y su gobierno, invertido. La música de un Estado en decadencia es sentimental y triste y su gobierno peligra.»
Los pasajes de este chino nos indican con claridad suficiente los orígenes y el verdadero y casi olvidado sentido de toda música. Como la danza y cualquier otro ejercicio artístico, en efecto, la música fue en los tiempos prehistóricos un recurso de hechicería, uno de los antiguos y legítimos medios de la magia. Comenzando con su ritmo (batir de palmas, zapatear, golpear maderas, primitivo arte tamboril), fue un recurso enérgico y comprobado para poner de acuerdo una pluralidad y una multiplicidad de seres humanos, para llevar al mismo compás su respiración, sus latidos y sus estados de ánimo, para estimular a los hombres a la invocación y al conjuro de las potencias eternas, a la danza, a la competición, a las campañas guerreras, a la acción sagrada. Y esta esencia original, pura y primitivamente poderosa, la esencia de un hechizo, se mantuvo para la música mucho más tiempo que para las demás artes; recuérdese solamente las numerosas manifestaciones de los historiadores y los poetas acerca de la música, desde los griegos hasta la novela de Goethe. Prácticamente, la marcha y la danza nunca perdieron su importancia. ¡Mas volvamos a nuestro verdadero argumento!
Acerca de los comienzos del juego de abalorios hemos de decir ahora brevemente lo que vale la pena saber. Nació, según parece, al mismo tiempo en Alemania e Inglaterra, y precisamente en ambos países como ejercicio divertido entre aquellos reducidos círculos de sabios de la música y de músicos que trabajaban y estudiaban en los nuevos seminarios de teoría musical. Y si se compara el estado inicial del juego con el posterior y el moderno, resulta lo mismo que si se confronta una notación musical de la época de 1500 y sus primitivos signos de notación, en los que faltan hasta las barras divisorias, con una partitura del siglo XVII o ya con una del siglo XIX, con su intrincada superabundancia de indicaciones abreviadas para la dinámica, los tiempos, la fraseología, etc., que a menudo convirtió en grave problema técnico la impresión de tales partituras.
El juego fue, en principio, solamente una ingeniosa forma de ejercicio de memoria y combinaciones entre estudiantes y músicos y, como se dijo, se jugó tanto en Inglaterra como en Alemania, mucho antes que aquí lo «inventaran» en la Universidad musical de Colonia, y recibiera su nombre, tal como lo lleva aún hoy después de tantas generaciones, aunque desde hace mucho tiempo nada tenga que ver con los abalorios. De estos abalorios, se servía el inventor, Bastián Perrot, de Calw, un teórico de la música un poco raro, pero inteligente y socialmente agradable, en lugar de letras, números, notas musicales u otros signos gráficos. Perrot, que además ha dejado un manual sobre Florecimiento y decadencia del contrapunto, encontró en el seminario de Colonia un hábito de juego ya bastante desarrollado por los estudiantes: consistía en lanzarse mutuamente determinados motivos o comienzos de composiciones clásicas en su forma científica abreviada; el interpelado debía contestar o bien con la continuación de la pieza o, mejor todavía, con voz más alta o más baja, un contratema opuesto, etc. Se trataba de un ejercicio de memoria e improvisación, como en forma parecida (aunque no teóricamente en fórmula, sino prácticamente con el clavecín, el laúd, la flauta o la vos) estuvo posiblemente en auge un tiempo entre los alumnos de música y contrapunto de Schuetz, Pachelbel y Bach. Bastían Perrot, aficionado a la actividad manual del artesano, con sus propias manos construyó varios pianos y clavicordios a la manera antigua, que muy probablemente pertenecía a los peregrinos de Oriente; cuenta la leyenda que supo tocar el violín a la usanza antigua desde 1800 olvidada, con arco de gran curvatura y tensión a mano de las cuerdas; Perrot fabricó también, según el modelo del sencillo ábaco para niños, un marco con algunas docenas de alambres tendidos, en los cuales se podían acomodar, corriéndolas, cuentas de vidrio de diverso tamaño y de varios colores y formas. Los alambres correspondían a las líneas del pentagrama, las cuentas a los valores de las notas, etc., y de esta manera, con abalorios construía, variaba, transportaba, desarrollaba, cambiaba citas musicales o temas inventados y los contraponía a otros Por su técnica este juego, que agradaba a los alumnos, fue imitado y estuvo de moda también en Inglaterra, y por un tiempo, el ejercicio musical se realizó en esta forma de primitiva gracia. Y así, como sucede a menudo, una institución luego permanente e importante recibió su denominación por algo momentáneamente accesorio. Lo que más tarde nació de aquel juego de seminario y de la pauta de abalorios de Perrot, lleva aún hoy el nombre popularizado de juego de abalorios.
Apenas dos o tres décadas más tarde, parece que el juego perdió su favor entre los estudiantes de música, pero fue adoptado por los matemáticos y por mucho tiempo subsistió como rasgo distinto en la historia del juego el que fuera preferido siempre y empleado y perfeccionado por la ciencia que periódicamente experimentaba un florecimiento o renacimiento especial. Entre los matemáticos, el juego alcanzó notable movilidad y capacidad de sublimación y logró ya conciencia de sí y de sus posibilidades; este hecho corrió parejas con la evolución general de la conciencia cultural de entonces, que había superado la gran crisis, y —como lo dice Plinius Ziegenhals— «con modesto orgullo se vio confiado el papel de pertenecer a una cultura final, a un estado que correspondió quizá a la de la última antigüedad, a la de la era greco-alejandrina.»
Así dice Ziegenhals. Tratamos de llevar a su conclusión nuestro esbozo de una historia del juego de abalorios y establecemos: al pasar de los seminarios musicales a los matemáticos (migración que en Francia y en Inglaterra se cumplió mucho más rápidamente que en Alemania), el juego estaba tan desarrollado que podía expresar con signos y abreviaturas especiales procesos y hechos matemáticos; los jugadores colaboraban mutuamente, desarrollándolo, y con estas fórmulas abstractas representaban recíprocamente series evolutivas y posibilidades de su ciencia. Este juego matemático-astronómico de fórmulas requería gran atención, espíritu alerta y concentración; entre los matemáticos valía mucho entonces el nombre de buen jugador de abalorios, porque equivalía al de matemático muy distinguido.
El juego fue aceptado e imitado de vez en cuando por casi todas las ciencias, es decir, empleado en su propio terreno por ellas, como está demostrado en el campo de la filología clásica y la lógica. La consideración analítica de las obras musicales había llevado a concebir secuencias musicales mediante fórmulas físico-matemáticas. Poco después comenzó a trabajar con este método la filología y a calcular figuras idiomáticas en la misma forma en que la física calculaba procesos naturales. Se agregó después la investigación de las artes plásticas, que estaban en relación con las matemáticas desde mucho antes por la arquitectura. Nuevas relaciones, analogías y correspondencias se fueron fraguando luego en las fórmulas abstractas descubiertas de este modo. Cada ciencia que se apoderaba del juego, creó para sí misma con este fin una lengua de juego compuesta de fórmulas, abreviaturas y posibilidades de combinación; en todas partes la más selecta juventud espiritual prefería los juegos de series y los diálogos formulistas. El juego no era mero ejercicio ni mera diversión, era concentrado autosentido de una disciplina del espíritu; lo practicaban especialmente los matemáticos con virtuosismo a la vez ascético y deportivo, y formal seriedad, y hallaban en esto un gozo que les ayudaba a soportar la renuncia, entonces ya consecuentemente realizada de lo espiritual, a todo goce y esfuerzo mundanos. El juego de abalorios tuvo gran participación en la completa superación del folletín y en aquella alegría nuevamente despertada por los ejercicios más exactos del espíritu, a la que debemos el nacimiento de una nueva disciplina moral de monacal severidad. El mundo había cambiado. Se podría comparar la vida espiritual de la época folletinesca con una planta degenerada, que se prodiga en crecimientos hipertróficos, y las correcciones posteriores con una poda radical de la planta hasta las raíces; Los jóvenes que ahora querían dedicarse a los estudios espirituales, no entendían ya más por estudio un olisquear en las universidades, donde profesores famosos y locuaces, sin autoridad alguna, les impartían los residuos de la antigua cultura superior; debían estudiar tan seriamente y aun más seria y metódicamente que un tiempo los ingenieros en las escuelas politécnicas. Tenían que subir por empinado camino: debían pulir y acrecer su poder mental en las matemáticas y en ejercicios aristotélicos escolásticos y, además, aprender a renunciar totalmente a todos los bienes que antes una serie de generaciones de sabios habían considerado dignos de lograrse: a la rápida y fácil ganancia de dinero, a la gloria y a los honores de la publicidad, a las loas de la prensa, a matrimonios con las hijas de banqueros e industriales, a los goces y al lujo de la vida material. Los escritores de grandes ediciones, premios Nobel y hermosas casas de campaña, los grandes médicos de condecoraciones y sirvientes de librea, los académicos de esposas ricas y salones brillantes, los químicos con cargos de asesores en la industria, los filósofos con fábricas de folletines y seductoras conferencias en salas colmadas y aplausos y ramos de flores, todas estas figuras habían desaparecido y hasta hoy no han vuelto a la luz. Sí, había aún muchísimos jóvenes de talento para quienes aquellas figuras eran modelos envidiables, pero los caminos a los honores públicos, a la riqueza, a la gloria y al lujo no pasaban más a través de las aulas, los seminarios y las tesis doctorales; las profesiones espirituales profundamente decaídas habían quebrado a los ojos del mundo y reclamaron nuevamente una entrega expiatoria y fanática al espíritu. Los hombres de talento que más anhelaban esplendor y bienestar, debieron volver la espalda a la espiritualidad condenada y buscar las profesiones a las que se había dejado la posibilidad del triunfo y del dinero.
Nos llevaría demasiado lejos tratar de describir más exactamente en qué forma el espíritu, después de su purificación, se insertó también en el Estado. Se hizo muy pronto la experiencia de que pocas generaciones de una relajada e inconsciente disciplina espiritual habían bastado para perjudicar muy sensiblemente también a la vida práctica; de que el saber y la responsabilidad eran cada vez menos frecuentes en todas las profesiones más elevadas, hasta en las técnicas; y por esto el cuidado del espíritu en el Estado y en el pueblo, sobre todo la instrucción pública, llegó a ser cada vez más monopolio de los intelectuales, como hoy en casi todos los países de Europa la escuela —en cuanto dejó de estar bajo el «control» de la Iglesia de Roma— se halló en manos de las Ordenes anónimas que alistan sus miembros entre lo más selecto de la intelectualidad. Aun cuando pueda a veces resultar molesta para la opinión pública la severidad y la llamada arrogancia de esta casta, aun cuando se hayan rebelado contra ella determinados individuos, esta dirección permanece inconmovible; la sostiene y la protege no solamente su integridad, su renuncia a otros bienes y otras ventajas que no sean las espirituales, sino que la defiende también la conciencia o la intuición desde largo tiempo atrás generalizada de la necesidad de esta severa escuela para la subsistencia de la civilización. Se sabe o se adivina: cuando el pensar no es puro y vigilante y no tiene el valor el respeto del espíritu, tampoco marchan ya correctamente buques y automóviles, todo valor y toda autoridad se tambalea tanto para la regla de cálculos del ingeniero como para la contabilidad de los Bancos y las Bolsas, y sobreviene el caos. Tardó por cierto mucho tiempo en abrirse camino el reconocimiento de que también lo externo de la civilización, también la técnica, la industria, el comercio, etc., necesitan los cimientos comunes de una moral y de una honestidad del espíritu.
Ahora bien, lo que en aquella época faltaba todavía al juego de abalorios, era el poder de universalidad, el vuelo por encima de las profesiones. Jugaban su juego inteligentemente regulado los astrónomos, los griegos, los latinos, los escolásticos, los estudiantes de música, pero el juego tenía para cada subordinación, para cada disciplina y sus ramificaciones un idioma propio, un propio mundo de reglas. Pasó medio siglo antes de que se diera el primer paso para superar estos límites. La causa de esta lentitud fue, sin duda, más moral que formal y técnica; los medios para esa superación se hubieran podido hallar, pero a la severa moral del espiritualismo renacido, estaba ligado un miedo puritano por la allotria, por la mezcla de las disciplinas y las categorías, un miedo profundo y muy justificado por la reincidencia en el pecado de la puerilidad y el folletín.
La obra de un solo hombre llevó entonces el juego de abalorios, casi de un salto, a la conciencia de sus posibilidades y por consiguiente hasta el umbral de la capacidad universal de perfección; una vez más el vínculo con la música logró este progreso. Un sabio músico suizo, al mismo tiempo fanático aficionado a las matemáticas, dio al juego una nueva dirección y la posibilidad de su máximo desarrollo. El nombre civil de este grande hombre no puede ser averiguado ya, su época ignoraba el culto personal en el terreno espiritual; vive en la historia como Lusor Basiliensis (o tambiénloculator). Su invento, como todo invento, fue ciertamente por entero obra y gracia personal suya, pero no procedía en absoluto solamente de una necesidad y de una aspiración personales, sino que estaba impulsado por un motor más fuerte. Entre los intelectuales de su tiempo, existía por doquiera un apasionado anhelo incitador hacia la posibilidad de expresión de una nueva esencia del pensamiento; se aspiraba a una filosofía, a una síntesis; se sentía la insuficiencia de la felicidad momentánea por el puro retraimiento en la propia disciplina; aquí y allá, algún sabio rompía los compartimientos de la ciencia especializada y trataba de avanzar en lo general; se soñaba con un nuevo alfabeto, con una nueva lengua de signos con la que fuera posible establecer y además intercambiar las nuevas vivencias espirituales. Notable testimonio de ello nos ofrece la obra de un sabio parisiense de estos, años: Admonición china. El autor de este libro, en su época ridiculizado como una especie de Don Quijote, por lo demás sabio respetado en su terreno de la filosofía china, explica a cuáles peligros se exponen la ciencia y la cultura espiritual a pesar de su valiente postura, si renuncian a elaborar una lengua gráfica internacional, que como la antigua escritura china permita expresar lo más complicado (sin eliminaciones) de la fantasía y la invención personales de una manera gráfica inteligible para todos los sabios del universo. Y bien, el paso más importante hacia el cumplimiento de tal demanda lo dio el Joculator Basiliensis. Para el juego de abalorios inventó los fundamentos de una nueva lengua, es decir, de una lengua de signos y fórmulas, en la que participaban por igual las matemáticas y la música, y hacía posible así unir fórmulas astronómicas y musicales, llevar a un común denominador matemáticas y música, simultáneamente. Aun cuando con eso no se completaba en absoluto la evolución, el desconocido sabio de Basilea colocó entonces los cimientos de lo ulterior en la historia de nuestro juego querido.
El juego de abalorios, un día entretenimiento especial, ora de matemáticos, ora de filósofos o músicos, atrajo entonces cada vez más a todos los verdaderos intelectuales. Se dedicaron a él muchas antiguas academias y logias y, sobre todo, la antiquísima Liga de los peregrinos de Oriente. También algunas de las Órdenes católicas presintieron allí una nueva atmósfera espiritual y se dejaron seducir; en algunos monasterios benedictinos, especialmente, fue tal la dedicación al juego, que surgió en forma aguda el problema reaparecido muchas veces después, de si este juego debía ser realmente tolerado y apoyado o prohibido por la Iglesia y la Curia.
Desde la hazaña del sabio de Basilea, el juego evolucionó hasta ser lo que es hoy: universal contenido de lo espiritual y musical, culto sublime, unio mysticade todos los miembros aislados de la Universitas Litterarum. En nuestra existencia posee por un lado el papel del arte, por el otro el de la filosofía especulativa; y, por ejemplo, en la época de Plinius Ziegenhals fue denominado muchas veces con una expresión, resabio todavía de la literatura de la época folletinesca y que por entonces indicaba la meta nostálgica de muchas almas llenas de intuición: «teatro mágico».
Pero si el juego de abalorios, desde sus comienzos, creció hasta lo infinito en técnica y volumen de las materias y se convirtió en ciencia noble y arte elevado, por lo que se refiere a las aspiraciones espirituales de los jugadores, le faltó sin embargo, en los tiempos del sabio de Basilea algo esencial aún. Hasta ese momento, cabe decir, todo juego había sido un enfilar, ordenar, agrupar y oponer ideas concentradas de muchos campos del pensar y la belleza, un rápido recordar valores y formas ultratemporales, un breve vuelo virtuosista por los reinos del espíritu. Solo más tarde penetró también poco a poco sustancialmente en el juego el concepto de la contemplación y, sobre todo, de los usos y las costumbres de los peregrinos de Oriente. Se había hecho visible el inconveniente de que artistas de la memoria, sin otras virtudes, efectuaran juegos virtuosistas y deslumbrantes y pudieran sorprender y confundir a los participantes con la rápida sucesión de innúmeras ideas. Este virtuosismo sufrió paulatinamente severas prohibiciones sucesivas y la contemplación se convirtió en componente muy valioso del juego, más aún, se tornó cosa capital para espectadores y oyentes de cada juego. Fue el viraje hacia lo religioso. Ya no importaba solo seguir con la mente las series de ideas y todo el mosaico espiritual de un juego con rápida atención y avezada memoria, sino que surgió la demanda de una entrega más profunda y anímica. Es decir, después de cada signo conjurado por el ocasional jugador o director del juego, se verificaba una silenciosa y severa consideración de su contenido, su origen, su sentido; consideración que obligaba a cada participante a representarse intensa y orgánicamente los significados del signo. Todos los miembros de la Orden y de las Ligas del juego habían aprendido la técnica y el ejercicio de la contemplación en las escuelas de selección, donde se dedicaba la máxima atención al arte de la contemplación y la meditación. Con ello se preservaban los jeroglíficos del juego de la degeneración en meras letras de un alfabeto.
Hasta entonces, sin embargo, el juego de abalorios permaneció mero ejercicio privado, a pesar de su difusión entre los sabios. Se podía jugar por uno solo, de a dos, entre muchos, y por cierto a veces se anotaron también juegos muy inteligentes, bien compuestos y logrados, que pasaban de ciudad en ciudad, de país en país, y eran admirados y criticados. Mas solo entonces comenzó lentamente el juego a enriquecerse con una nueva función, al convertirse en fiesta pública. Hoy todavía, el juego privado es libre para cualquiera y los más jóvenes son especialmente aficionados a esta forma. Pero al oír las palabras «juego de abalorios», todo el mundo piensa hoy particularmente en los juegos solemnes y públicos. Se verifican con la dirección de pocos maestros distinguidos, a quienes preside en cada país el Ludi Magister o maestro del juego, con la devota asistencia de los invitados y la tensa atención de los oyentes en todas partes del mundo; algunos de estos juegos duran días y semanas, y mientras se celebran, todos los participantes y oyentes viven según exactas normas, que se extienden hasta la duración del sueño, llevando una vida de renuncia y altruismo en absoluta meditación, comparable a la vida de penitencia severamente regulada, que llevaban los participantes en los ejercicios de san Ignacio.
Poco más cabe agregar. El juego de los juegos, merced a la alternada hegemonía de ésta o aquélla ciencia o arte, se convirtió en una especie de idioma universal, con el cual los jugadores estaban capacitados para expresar valores con ingeniosos signos y para ponerse en relación mutua. En todos los tiempos, estuvo estrechamente emparentado con la música y generalmente se desarrolló de acuerdo con reglas musicales o matemáticas. Se fijaba un tema, dos, tres; luego los temas eran expuestos o variados, y corrían la misma suerte que los de una fuga o de un movimiento de sinfonía. Una jugada podía partir de una configuración astronómica fijada o del tema de una fuga de Bach o de un pasaje de Leibniz o de los Upanishads, y desde el tema, según la intención y la capacidad del jugador, se podía proseguir y elaborar la idea madre evocada o enriquecer su expresión con ecos de ideas vinculadas con él. Si el principiante sabía establecer, con los signos del juego, paralelos entre una música clásica y la fórmula de una ley física, para un conocedor y maestro el juego conducía libremente desde el tema inicial a ilimitadas combinaciones. Ciertas escuelas preferían, y lo prefirieron por mucho tiempo, aparecer, enfrentar y reunir armoniosamente al final dos temas o ideas contrastantes, como ley y libertad, individuo y comunidad, y se atribuía mucho valor al hecho de tratar en ese juego ambos temas de manera perfectamente uniforme e imparcial, elaborando con la tesis y la antítesis, la síntesis más pura posible. Sobre todo, aparte de algunas excepciones geniales, no agradaban, y en ciertos períodos fueron prohibidos, juegos con un final negativo, escéptico e inarmónico, y esto respondía profundamente al sentido que el juego había alcanzado para todos en su apogeo. Significaba una forma selecta y simbólica de la búsqueda de lo perfecto, una alquimia sublime, un acercamiento al espíritu único por sobre todas las imágenes y multitudes, es decir, a Dios. Como los piadosos pensadores de épocas antiguas imaginaban, por ejemplo, la vida de las criaturas como un camino hacia Dios y consideraban concluida y acabada la multiplicidad del mundo fenoménico solo en la unidad divina, del mismo modo las figuras y fórmulas del juego de abalorios construían, musicaban y filosofaban en una lengua universal que era alimentada por todas las ciencias y las artes, jugándose en anhelos por lo perfecto, por el ser puro, colmado de realidad total. «Realizar» era la expresión preferida de los jugadores y ellos consideraban su labor como camino del devenir al ser, de lo posible a lo real. Séanos permitido aquí recordar una ver más el pasaje antes citado de Nicolás de Cusa.
Por lo demás, las expresiones de la teología cristiana, en cuanto se formularan clásicamente y con esto parecieran constituir patrimonio común, eran lógicamente incluidas en la lengua gráfica del juego, y un concepto capital de la fe, por ejemplo, o el texto de un pasaje bíblico, un pensamiento de un Padre de la Iglesia o del Misal romano, podían ser expresados con la misma facilidad y exactitud, y ser, además, incluidos en el juego, como un axioma de la geometría o una melodía de Mozart. Cometemos apenas una ligera exageración si nos atrevemos a decir lo siguiente: para el estrecho círculo de los más genuinos jugadores de abalorios, el juego tenia casi el mismo significado de un servicio divino, aunque cada uno se abstenía de una teología propia.
En la lucha por su subsistencia entre las fuerzas antiespirituales del mundo, tanto los jugadores de abalorios como la Iglesia romana estuvieron demasiado alerta mutuamente, para que se pudiera llegar entre ambos a una decisión, aunque hubo muchas ocasiones para ello, porque en ambas potencias la honestidad intelectual y la legítima tendencia hacia una formulación más neta y unívoca impulsaban a una separación. Pero ésta nunca llegó a realizarse. Roma se conformó con afrontar el juego ora con tolerancia, ora con hostilidad; muchos de los mejores jugadores pertenecían por cierto a las congregaciones eclesiásticas y al clero de mayor jerarquía. Y el juego mismo, desde que existieron tenidas públicas y un Ludi Magister, estuvo bajo la protección de la Orden y de las autoridades educativas: ambas fueron frente a Roma la cortesía y la caballerosidad personificadas. El papa Pío XV, que como cardenal había sido un inteligente y ardoroso jugador, como papa no solo se despidió de él, como sus predecesores, para siempre, sino que hasta intentó procesarlo; poco faltó entonces para que se prohibiera el juego de abalorios a los católicos. Pero el papa murió antes de que eso aconteciera, y una difundida biografía de este hombre nada insignificante describió su relación con el sabio juego como una profunda pasión que en su condición de papa quiso dominar por el ataque hostil.
El juego de abalorios, realizado libremente en un principio por individuos y comunidades, y fomentado por cierto desde mucho atrás por las autoridades de la enseñanza, logró su organización pública primeramente en Francia e Inglaterra; los demás países siguieron el ejemplo con bastante rapidez. Se estableció entonces en cada país una Comisión y un supremo director, con el título de Ludi Magister, y se consagraron como festividades espirituales los juegos oficiales, realizados con la dirección personal del Magister. Éste, como todos los altos y supremos funcionarios del espiritualismo, permaneció naturalmente en el anónimo; fuera de pocos íntimos, nadie sabía su verdadero nombre. Los recursos oficiales e internacionales de divulgación, como la radiotelefonía, estaban solamente a disposición de los grandes juegos oficiales, de los que era responsable el Ludi Magister. Además de la dirección de los juegos públicos, correspondía a los deberes del Magisterel fomento de los jugadores y sus escuelas, pero los maestros debían ante todo velar por el progreso del juego. La Comisión Mundial de los Maestros de todos los países era la única que resolvía la admisión (hoy casi eliminada totalmente) de nuevos signos y fórmulas en el conjunto de los juegos, la eventual ampliación de las reglas, la colaboración o la exclusión de nuevos terrenos. Si se considera el juego como una especie de idioma universal de lo espiritual, las comisiones de los distintos países con la dirección de sus maestros constituyen en conjunto la Academia que vigila la estabilidad, el progreso, la pureza de ese idioma. Cada Comisión nacional posee un archivo del juego, es decir, el archivo de todos los signos y claves hasta el momento examinados y admitidos, cuyo número desde hace tiempo se tornó mucho mayor que el de los antiguos signos de la escritura china. En general, como preparación cultural suficiente para un jugador de abalorios vale el examen final de las escuelas cultas superiores, sobre todo las escuelas de selección, pero se exigió y se exige previamente en forma implícita un dominio de las ciencias capitales o de la música, superior al común. Llegar a miembro de la Comisión de juego y aun a Ludi Magister, era el ambicioso sueño de cada uno de los alumnos de las escuelas de selección, a la edad de quince años. Pero ya entre los futuros doctores había solo una minoría que cultivara con seriedad todavía el orgullo de poder servir activamente al juego de abalorios y a su progreso. Para ello todos estos aficionados se ejercitaban diligentemente en la ciencia respectiva y en la meditación, y formaban en los «grandes» juegos ese íntimo círculo de devotos y fieles participantes que dan a los juegos públicos el carácter solemne y los preservan de degenerar en actos meramente decorativos. Para estos verdaderos jugadores y aficionados, el Ludi Magister es un príncipe o un gran sacerdote, casi una divinidad.
Para el jugador independiente, sin embargo, y sobre todo para el Magister, el juego de abalorios es en primer término un hacer música, quizá en el sentido de las palabras que escribió una vez José Knecht acerca de la esencia de la música clásica:
«Consideramos la música clásica como el extracto y la esencia de nuestra cultura, porque es su gesto y su expresión más clara y explicativa. Poseemos en esta música le herencia de la antigüedad y del cristianismo, un espíritu de más alegre y valiente piedad, una moral insuperablemente caballeresca. Porque, en resumidas cuentas, todo gesto clásico cultural significa una moral, un modelo de la conducta humana concentrado en gesto. Sí, entre 1500 y 1800 se hizo mucha música, los estilos y las expresiones fueron sumamente distintos pero el espíritu, mejor aún la moral, es en todas partes el mismo. La postura humana, cuya expresión es la música clásica, es siempre la misma y siempre se funda en idéntica clase de conocimiento existencial y aspira a la misma categoría de superioridad sobre el acaso. El gesto de la música clásica significa sabiduría de lo trágico de la humanidad, afirmación del destino humano, valor, alegría. Ya sea la gracia de un minué de Haendel o de Couperin, ya sea la sensualidad sublimizada en gesto delicado como en muchos italianos o en Mozart, ya sea la calma y decidida disposición a la muerte como en Bach, siempre contiene íntimamente una porfía, un valor que no teme a la muerte, una caballerosidad y el eco de una risa sobrehumana de inmortal alegría. Así también sonará el eco en nuestros juegos de abalorios y en todo nuestro vivir, hacer y sufrir».
Estas palabras fueron anotadas por un discípulo de Knecht. Con ellas ponemos fin a nuestras consideraciones sobre el juego de abalorios.
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