Nunca he concebido el acto de leer como una forma de matar el tiempo. Pero, claro, en mi caso el interés profesional pesa desde hace mucho. Declaro entonces mi admiración profunda por quienes van a los libros sinánimos de ganar notoriedad, o de apropiarse de lo que otros pudieran enseñarles en la perpetua búsqueda de un estilo. Hablo de esas personas que disfrutan, sin las suspicacias de una vida literaria siempre veleidosa, los variados universos que los libros transmiten. El lector puro constituye, a mi modo de ver, el elemento más noble en el proceso comunicativo que,literatura mediante, establecemos.
Yo alguna vez fui ese lector dócil que, ganado por el placer de descubrir historias que dan testimonio de la grandeza y miseriasde los seres humanos, consumía días y noches arponeando a Moby Dick, despertando a Rip Van Winkle o castigando y perdonando a Raskolnikovy a Emma Bovary. Luego me contagió esa hipertrofia del ego que conocemos como «carrera artística». Y me puse a escribir.
Claro, antes de dar ese paso, acomodé el corazón en el brasero y tragué toda la poesía que en mi alma cupiera. Reinventé para el ser humano que quería ser, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Poemas humanos, Fervor de Buenos Aires, Azul, Canto a mí mismo, La rueda dentada… Y me hicieron mejor porque alcancé a comprender que el mundo no es solo lo que tiembla de mi pecho hacia adentro sino, sobre todo, la multitud de temblores que debieron sentir los que me precedieron y los que aún meacompañan.
Pero tampoco fui un lector pasivo, porque fijé muy hondo en mi sangre vigorosas sentencias, como esta de Paul Valéry: «Los libros tienen los mismos enemigos que los hombres: el fuego, la humedad, los animales y su propio contenido». Me cuidé de seguir ciegamente lo que me proponían obras demasiado sugestivas, que instaban a la acción emocional. A los veinte años leí con fruición El hombre mediocre, de José Ingenieros, y lo sentí como un manual endiabladamente bien escrito para superar la medianía. Solo que asumido ciegamente puede operar con igual intensidad como engañosa suposición de que las altas cumbres son accesibles a todos. Lo leí y me encandilé, miré fijo al sol, como recomienda, tropecé y me llamé a capítulo. Felizmente pude superarlo pese a que en mi subconsciente quedó prendido un nunca abandonado afán por lo inalcanzable.
Durante décadas he sido alumno de mí mismo, educando de una escuela sin profesores, aprendiz eternode técnicas y argucias, estrategias compositivas, giros de lenguaje, paradojas fértiles. Lo mucho o poco que haya podido conseguir se lo debo a los dos lectores que viven en mi persona: el perpetuo adolescente que leía para leer y el adulto que lo hace para perfeccionar su escritura.
Alcanzados algunos puntos en mis ambiciones, logré escribir textos que a otros les parecieron atendibles, y hasta publicables. Poco importa lo escarpado de las cumbres, porque la más alta la vencí, derrotándome.
Estos tiempos de aislamiento como medida profiláctica ante la Covid/19 (ya cumplí 71 y debo resguardarme) me han hecho regresar con inusitada fuerza al lector despreocupado de antaño. Leí y releí, por el puro placer de hacerlo, obras que me llamaban con intensidad a consumirlas como el acto lúdico que también proponen. Volví sobre Cien años de soledad, El llano en llamas, la Poesía nuevamente reunida, de Roberto Fernández Retamar, Generales y doctores, La patria sonora de los frutos (selección de la poesía de Gastón Baquero), Estampas de Eladio Secades, Historia tan natural, de Félix Pita Rodríguez y algunos otros que me llevaron a suscribir con todas sus letras la máxima de Ana Frank: «Las personas libres jamás podrán concebir lo que los libros significan para quienes vivimos encerrados».
Han sido los días del último año, también, los de las dificultades para hacerse de víveres que meses atrás comprábamos tranquilamente. Nunca me ha faltado lo esencial, pero el gran festín de las lecturas recicladas aportó a mi espíritu proteínas esenciales y energías suficientes para volver a la carga cuando me proponga nuevamente fertilizar los trucos infinitos de la poesía. Los abrazos que les debo a mis afectos no están cancelados sino pospuestos, mientras tanto, tengo el placer de anunciar que la soledad no ha sido mi peor pesadilla, porque, siguiendo la máxima de Marco Tulio Cicerón, asumí que: «Mis libros están siempre a mi disposición, nunca están ocupados».
Santa Clara, 7 de febrero de 2021
Visitas: 153
Deja un comentario