América, descubrimientos, diálogos
Madrid, París, Venecia, Florencia, Roma, Nápoles y Atenas fueron descubiertas por mí (que en 1947 ya había descubierto Nueva York), y en 1956 descubrí también Londres, Amberes y Bruselas. Sin embargo, fuera de unos pocos de mis poemas y cartas, no he encontrado ningún otro texto en que se hable de tan interesantes descubrimientos. Supongo que ha pesado a favor de este silencio clamoroso el hecho de que cuando llegué por primera vez a estas ilustres ciudades, ya había bastante gente en ellas. Un razonamiento similar me ha impedido siempre aceptar que la llegada, hará pronto cinco siglos, de unos cuantos europeos al continente en que nací y vivo sea llamada pomposamente «Descubrimiento de América». Tanto más cuanto que al ocurrir esa llegada (accidental), las dos ciudades más pobladas que había entonces en el planeta, dijo el poeta mexicano Carlos Pellicer, eran Tenochtitlán (hoy México D.F.) y Pekín (hoy Beijín). Según lo que sé, ninguna de las dos estaba ni está en Europa.
Aquella llegada carece de sentido tomada aisladamente. Su sentido se revela cuando la insertamos en el seno de lo que se ha llamado la expansión europea del siglo XIII al siglo XV.
Sólo entonces entenderemos que se trata de un capítulo, ciertamente muy importante, de esa expansión que precedió y acompañó al nacimiento del capitalismo en el mundo.
El único verdadero descubrimiento de este continente fue hecho por los hombres que hace decenas de miles de años entraron en él provenientes de Asia. Tampoco es aceptable que hubiera dos descubrimientos: uno hecho por ellos y otro por los vikingos o, lo que es más frecuente escuchar, por Colón y los suyos. Ni los vikingos ni Colón, por cierto, tuvieron conciencia de haber llegado al continente que iba a ser llamado «América». Parece que esa conciencia le corresponde a Vespucio, quien, voluntaria o involuntariamente, dio su nombre a lo que también iba a ser llamado «Nuevo Mundo». En todo caso, como es bien sabido, lo verdaderamente relevante fue la inmensa trascendencia que el viaje de 1492 iba a tener para la humanidad toda. Pero decir, como todavía repiten algunos, que se trató de la llegada de la civilización, es un disparate, cuando no una desvergüenza. A no ser que se diga a la luz de las terribles palabras de José Martí cuando en 1877 habló de aquel hecho como del arribo de una «civilización devastadora: dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso». Las grandes culturas maya, azteca e inca, y las otras en vías de desarrollo que había en el continente fueron, en efecto, salvajemente devastadas como consecuencia de aquella llegada. Y muchísimos aborígenes, como los que habitaban mi país, Cuba, fueron extinguidos. Por lo que es una cruel manifestación de humor negro decir que la llegada de los españoles y la ulterior con quista significó para ellos, que no quedaron ni dejaron descendientes para contarlo, el arribo de la civilización.
Lo que tampoco podemos negar es que, de resultas de aquellos hechos brutales, y de las luchas que viejos y nuevos oprimidos iban a sostener en estas tierras, brotaría en ellos lo que Bolívar, en uno de sus muchos rasgos geniales, llamaría «un pequeño género humano», es decir, otro avatar de la humanidad. Y sólo a partir de 1492 se hizo posible una historia única del hombre. Por eso ha podido escribir Armando Hart que lo que entonces se descubrió no fue América, sino el mundo. Para decirlo con el clásico término griego de las tragedias, se trató de una anagnórisis: el hombre se reveló a sí mismo.
No voy a ocuparme ahora de ese vasto tema en general, sino sólo del diálogo que entonces comenzó entre los que estamos de un lado y otro del Atlántico y específicamente entre Europa y la América Latina y el Caribe.
Quizá lo primero que haya que hacer sea poner en tela de juicio la existencia monolítica tanto de «Europa» como de «La América Latina»… ¿Existe una Europa homogénea, sin fisuras, en relación con la cual podamos manifestarnos a favor o en contra? Es evidente que esta pregunta sólo puede responderse negativamente. En Europa no solamente hay naciones diversas, sino que con frecuencia esas naciones difieren muchísimo entre sí. En Europa hay una vasta diversidad cultural, que revela sustratos históricos anteriores. Para el agudo dominicano Pedro Henríquez Ureña, por ejemplo, la zona de Europa que ha tenido mayor influencia sobre Hispanoamérica (que es la mayor parte de nuestra América y que para él incluía también al Brasil) es la Romania, a la cual hay que atribuirle hechos como la primera llegada con consecuencias de los europeos a esas tierras (el mal llamado «Descubrimiento»), el Renacimiento, la Revolución Francesa. En la Europa actual, además, hay países capitalistas y países socialistas. En Europa, por supuesto, hay y ha habido clases y luchas de clases. Este punto esencial ¿puede pasar inadvertido? ¿Alguien puede opinar, digamos, sobre «lo alemán» prescindiendo de las diferencias abismales entre Carlos Marx y Adolfo Hitler?
Para complicar aún más las cosas, ¿qué podemos decir que somos nosotros, los latinoamericanos y caribeños? Ya es claro para casi todo el mundo que no somos europeos. Pero también es claro que tampoco somos una unidad monolítica. No me canso de citar la división propuesta por el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro según la cual hay en nuestra América tres zonas: la de los pueblos que él llama «trasplantados» (como la Argentina y Uruguay), en que son ampliamente preponderantes las etnias de origen europeo, habiéndose extinguido a los aborígenes y sumido en el torrente general a las africanas; la de los pueblos que él llama «testimonios» (como México, Guatemala, el Perú, Ecuador o Bolivia): los países en que, quebrantadas sus magnas civilizaciones precolombinas por la bárbara irrupción europea, aún sobreviven millones de aborígenes a menudo difícilmente integrados a la cultura oficial (una cultura burguesa dependiente); y la de los pueblos «nuevos» (los de la cuenca del Caribe en general), en que el aborigen ha sido prácticamente exterminado, y comunidades europeas y africanas, venidas ambas de fuera, se han confundido en un mestizaje que ha dado lugar a algo nuevo, como lo proclama, por sólo mencionar un caso, su poderosa música. Esto, para no volver a mencionar, por evidentes, las actuales diferencias políticas y las intensas luchas de clase.
Esta diversidad latinoamericana y caribeña, ¿querrá decir que no hay América Latina, que no hay algo que merezca este nombre? la verdad es que, con las reservas expuestas tanto para un caso como para otro, a pesar de la heterogeneidad europea, existe, sin embargo, una compleja unidad históriocultural llamada Europa; y a pesar de la heterogeneidad de nuestra América, también ésta existe como una compleja unidad histórico-cultural. Y aún más, en este último caso, salvo los enormes enclaves indígenas (que requieren una política de nacionalidad es irrealizable dentro de los esquemas del capitalismo y de la que ya hay un ejemplo apreciable en Nicaragua), de nosotros puede decirse que somos, como propuso el sabio lituano-chileno Alejandro Lipschutz «europoides». Esto quiere decir que nuestra cultura sincrética bien podría reclamar como propia, entre otras, la compleja herencia europea. Un cubano, un mexicano o un argentino cultos no sienten como cosa extraña ni la obra de Cervantes, ni la de Shakespeare, ni la de Bach, ni la de Tolstoi y, ni la de Cezanne.
Después de todo, aunque los latinoamericanos solamos insistir tanto en el carácter sincrético de nuestra cultura (aludiendo a nuestra necesaria unión de elementos culturales aborígenes, europeos, africanos, asiáticos), creo que también en este punto los europeos tienen no poco que decir y enseñar: la llamada «cultura occidental» es una de las realidades más sincréticas que hayan existido en el planeta. En ella se han dado cita ideas griegas, leyes romanas, creencias religiosas semitas, saberes orientales, costumbres germánicas… ¿a qué añadir más? Recuerdo que en enero de 1965, con motivo de un congreso de escritores latinoamericanos que se celebraba en Génova, paseando una noche con amigos como los peruanos José María Arguedas y Sebastián Salazar Bondy, y verificando los muchos cruces de vasos capilares de que es ejemplo esa ciudad, nos reíamos (una vez más) de la pretensión europea de contar con una cultura nacida de sí misma, ya con todas sus armas, como Palas Atenea de la cabeza de Zeus (de paso rindo aquí, con este lugar común, homenaje a mis amados griegos). Si no fuera porque ello complicaría demasiado las cosas, diría que también los europeos son «europoides», mientras que «el Europeo» no pasa de ser un arquetipo platónico más; que nunca ha hollado la pobre tierra que habitamos:
Tampoco puede hablarse de influencia de «Europa» sobre la «América Latina» o viceversa si se olvida el hecho esencial, sobre el que he llamado la atención en algún trabajo, de que lo que iba a llamarse el mundo occidental y lo que iba a llamarse la América Latina aparecen casi simultáneamente, y estrechamente vinculados entre sí. Sin la llegada de los proto europeos (a los que he sugerido nombrar «paleoccidentales»); sin el saqueo de América, acompañado de la monstruosa rapiña que costó a África decenas de millones de sus hijos, no habría habido «acumulación originaria de capital», y en consecuencia no habría habido «mundo occidental»: nombre este último que es una forma melodiosa de referirse a lo que en palabras menos espirituales se llama el capitalismo desarrollado, el cual, según la acertada expresión de Marx en El Capital, nació chorreando sangre y lodo por todos sus poros. Debido a ello, la influencia (si así quiere decirse) de nuestra América sobre la Europa occidental es de tal modo decisiva, que se trata en verdad de una conditio sine qua non. La propia España, que no logró desarrollarse como país capitalista en plenitud (siendo al cabo sorbida su riqueza por otras naciones europeas), vivió en el orden cultural, a partir del siglo XVI, lo que suele llamarse el Siglo o los Siglos de Oro. Qué bella enumeración viene a la memoria: Garcilaso, San Juan de la Cruz, Góngora, Quevedo, Lope, Cervantes, Velázquez, El Greco, Calderón… y tantos brillantes nombres más. Bien: ¿pero se recuerda suficientemente que el oro de los siglos era el oro americano, el oro que los aborígenes de este continente tuvieron que extraer en condiciones espantosas, para entregar a sus amos europeos? ¿Acaso sin la llegada de los europeos a nuestras tierras existirían las hermosas obras que la cultura occidental ha engendrado? Aquí también hay que responder negativamente. Una de las conclusiones de este hecho palmario es que nosotros, los latinoamericanos y caribeños, tenemos el pleno derecho de reclamar como nuestras esas obras por las que nuestros antepasados pagaron un precio tan alto. Decir que, a su vez, ellas nos «influyen» no es decir una cosa. Aquella es también nuestra cultura.
La influencia de nuestra América sobre Europa es pues multisecular. Desde el florecimiento de utopías en el alborear de la sociedad europea burguesa, y los numerosos ritmos musicales (esa «bullanguera novedad venida de Indias» de que ha hablado Carpentier) que desde entonces empezaron a invadir a países europeos junto con el humo de nuestro tabaco, tenido al principio (y al final) como diabólico, éste es un proceso ininterrumpido. Es verdad que una tenaz ignorancia eurocéntrica, y a menudo triste y habitual prepotencia de toda metrópoli, entre otras razones, impidieron a los países de Europa, por ejemplo, beneficiarse hace un siglo del conocimiento de la obra de un hombre universal como José Martí. Sólo en años recientes comienza a alborear para esos países tal conocí miento. En estos años, también, la llamada «nueva novela latinoamericana» hace sentir su presencia en muchos países europeos. La razón de esto es sencilla: si bien Martí fue incuestionablemente superior a los escritores de la nueva novela latinoamericana (entre los cuales hay algunos magníficos) a aquél le tocó vivir una época en la cual nuestra América todavía no había comenzado a desempeñar un papel sobresaliente en la historia. Incluso en 1938 un poeta de la dimensión de César Vallejo murió prácticamente de hambre en París, sin que ninguno de sus libros hubiera sido traducido a otra lengua; sin que su nombre, el nombre del mayor poeta latinoamericano del siglo XX, hubiera trascendido más allá de unos cuantos círculos de enterados. Y es que tampoco en 1938 nuestra América ocupaba un lugar destacado en la historia mundial. Otro ha sido el escenario histórico con que se han visto beneficiados los autores de la nueva novela latinoamericana.
A partir de 1958, es decir, a partir del triunfo de la Revolución Cubana, nuestra América entró por la puerta grande de la historia. Lo que ocurriera en nuestras tierras iba a tener repercusión mundial. E incluso lo que, partiendo de ellas, llegaría a otros continentes. Si siglos atrás muchos de nuestros antepasados fueron traídos de África como esclavos en horrendos barcos negreros, en estos años descendientes de aquellos hombres cruzarían el Atlántico en sentido inverso, para ayudar a consolidar la libertad y la independencia de países africanos.
Fuera de los sabios admirables como Alexander von Humboldt, ¿quiénes sabían en Europa, hasta hace unas cuantas décadas?, ¿qué era en realidad nuestra América?, ¿quiénes eran sus hombres relevantes? En cambio, hoy cualquier modesto lector de periódico europeo está informado de que existe la América Latina: en particular de que existen países como Cuba y Nicaragua; y últimamente, también, de que existe El Salvador.
Es verdad que la información que ese lector, si es «occidental», suele recibir, está con frecuencia tergiversada. Por ejemplo, quizá se le diga que los Estados Unidos «perdieron» a Cuba y a Nicaragua, y que no están dispuestos a «perder a El Salvador». Sin embargo, no es frecuente leer en esa prensa, pongamos por caso, que Inglaterra «perdió» a los Estados Unidos. Sea como fuere, nuestra América es conocida hoy como nunca antes en Europa.
En una de sus penetrantes observaciones, Walter Benjamín dijo que jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de barbarie. Bien lo sabemos en nuestra América. ¿Qué hemos recibido durante siglos de Europa? Tantos hechos de cultura como hechos de barbarie. Y en la perspectiva histórica no podemos olvidar su entrelazamiento: han sido como el anverso y el reverso de un cuchillo que penetrara en nuestras carnes. En estos momentos, en nuestros pueblos se lucha tenazmente por la liberación total: la que incluye también la liberación cultural. Pero esta última no implica en forma alguna cortarnos de la gran herencia cultural europea, que ya he dicho, y no me cansaré de repetir, que también es nuestra. ¿Qué sentido tendría, por ejemplo, postular el absurdo desconocimiento de las obras de Leonardo, Voltaire, Beethoven, Heine, Hugo, Dostoievski, Rimbaud, Wagner (ay), Einstein, Freud, Picasso, Shaw, Kafka, Joyce, Eisenstein, Brecht, Sartre, por no nombrar, por razones obvias, la magna obra fundadora de Marx y Engels? Sea cual fuere el destino de nuestra cultura, ella estará siempre alimentada por creaciones de gran naturaleza. Subrayo el término: alimentada. Y así como el comer churrascos y verduras, a similitud de lo que decía, Marguerite Yourcenar, nuestro cuerpo no emite churrascos y verduras, sino músculos, pelos y uñas, así nuestra cultura, si ha de ser auténtica, si ha de ser genuina (y hace mucho tiempo que lo es), emitirá (como lo hace) obras distintas de aquellas, pero no opuestas a ellas. Básteme recordar aquí creaciones como las que debemos, en la época colonial, al Inca Garcilaso de la Vega, a Sor Juana Inés de la Cruz, al Aleijadinho; y en nuestro siglo, a la práctica y la teoría de la primera revolución socialista en el hemisferio, a la nueva poesía, el nuevo ensayo y la nueva novela de nuestra América, a la teoría de la dependencia o a la teología de la liberación. A nadie en sus cabales se le ocurrirá pensar que se trata de modestas producciones locales, puesto que son, en realidad, aportes nuestros a la humanidad en su conjunto.
Si el viejo verso pitagórico afirmaba que «un mismo ritmo mueve las almas y las estrellas», ¿por qué no ha de movernos a europeos y a americanos (y también a asiáticos y a africanos y a todos los hombres y mujeres) un mismo ritmo, una misma esperanza? ¿No se trata, para la humanidad entera, de empezar a despedirnos de la prehistoria, de poder decir a coro, con el gran florentino: «incipit vita nova»?
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Este artículo fue publicado en el número 23 de la revista Actual de Mérida correspondiente a octubre de 1992, pp. 49-58.
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