Claro que nacer en Vinci no garantizaba nada. Aquel 15 de abril de 1452 sería día y año corrientes de no haber sido la fecha de nacimiento de uno de los genios rotundos de la humanidad. Pintor, poeta, ensayista (de artes), filósofo, escultor, arquitecto e ingeniero, músico e interesado por las ciencias y las técnicas, Leonardo se murió el 2 de mayo de 1519, a los sesenta y siete años y diecisiete días. En cama en el castillo de Clos Lucé (en el valle del Loira, a 500 metros del castillo de Amboise) y mientras el rey Francisco I de Francia le sostenía la cabeza, le dijo de sí y de su arte a este sucesor de Maximiliano Sforza en Milán, que: «no he trabajado en el arte como convenía». El gran virtuoso moría insatisfecho. Extraordinaria lección de ¿humildad?, ¿de arrogancia?, ¿de orgullo de artista?, ¿de insatisfacción con lo hecho y con su propia vida? Quién puede saberlo.
Pero lo dijo. El artista supremo de su tiempo renacentista moría cuando Miguel Ángel llegaba a cuarenta y cuatro años, Rafael treinta y seis (moriría al año siguiente), Cellini diecinueve, y ya Botticelli tenía nueve años de fallecido. Dejó casi todo a sus compañeros Francisco Melzi (unos veintiséis años al morir su maestro), verdadero albacea suyo, y al famoso Salai (más o menos treinta y ocho años cuando muere Leonardo), ambos artistas, ambos discípulos y sus probables amantes.
Sirvió profusamente al poder de su tiempo, desde Ludovico el Moro Sforza, duque de Milán (su protector desde los veinte a los cuarenta y siete años de edad), pasando por el célebre César Borgia hasta el mencionado Francisco I, así como algunos papas (Alejandro VI). Viajaba sin muchos reparos hacia donde estaba el fundamento económico para realizar su vasta obra. Pasó su vida entre Florencia, Roma, Milán y otros sitios en menor medida, incluyendo Francia. Se dice que su celibato en materia femenina propiciaba esas mudanzas, o al menos no le ofrecían la resistencia de una familia a su cargo. Le gustaba enseñar, tuvo no pocos discípulos y fundó una academia, a partir de la cual escribió numerosos tratados, sobre todo «de la pintura y del paisaje sombra y luz». Y también le gustaba la inventiva militar, crear armas y mecanismos de agresión y defensa.
Bien discutida es su famosa Monna Lisa o Madonna Lisa, la Gioconda, retrato de la esposa del no muy célebre Francisco di Bartolommeo di Zanobi, pero se le ha visto semejanza con Caterina Sforza, pintada por Lorenzo di Credi. Caterina, mujer fuerte y algo viril, de cuatro hijos bajo matrimonio, era tan aguerrida que fue llamada en su tiempo Vampiresa de la Romaña, Diablesa encarnada o Virago cruelísima, no parece que pudiera ser modelo del un poco andrógino rostro de la Lisa, aunque circunstancialmente se le pareciera. Siquiera fuese por la cronología, la Lisa tendría treinta años cuando en 1504 o 1505 Leonardo la pintara, mientras que en esa ocasión ya la Sforza tendría más de cuarenta y moriría en 1509. Es visible en el retrato que su modelo no pasaría de los treinta.
Por entonces, ya él era el pintor por excelencia de su tiempo, ni el tan genial Miguel Ángel lo superaba. Sabio, conocía a fondo para su tiempo de anatomía, y había experimentado acerca de la convergencia sombra-luz, tenía amplios conocimientos matemáticos y colaboró con Luca Pacioli en las representaciones de De divina proportione. Solo de repasar los rostros que el maestro de maestros pintó, nos ofrece gran asombro algunos detalles: el perfecto sentido oval de la cabeza y de los rostros pintados, el raro afán de pintar santos cristianos con faz sonriente: Santa Ana, San Juan Bautista, pero dramática si sonrisa fuera la que vemos en su San Jerónimo, del Museo Vaticano. Véase la discreta sonrisa de La dama de la comadreja (o del armiño), la cabeza de mujer del Museo Británico, pero también la seriedad de Ginevra de Benci o del joven músico (quizás Franchino Gaffurio), que ostenta el cabello ensortijado, de preferencia leonardesca, a juzgar por la frecuencia con que lo dibuja o lo pinta, como en el San Juan Bautista del Museo del Louvre, o sus ángeles (así el de la Anunciación, de la Galería de los Oficios), o el ángel de La Virgen de las rocas, las cabeza inspiradas en antiguos, el estudio de expresión del Museo Británico, y hasta el cabello de su amigo personal Salai, que Leonardo dibujó con delicadeza en una Cabeza inspirada del antiguo. Creo que esos cabellos crespos hallaron su punto más hermoso en el estudio de Leonardo para el David de Verrocchio.
Fuera de dibujar, pintar, esculpir a las personas, tuvo deferencia hacia los caballos, solía tener establos y los dibujó y pintó y esculpió con profusión. Parece haber sido vegetariano, parece que por ello también dibujó con fluidez árboles, frutos y flores, rara vez paisajes completos, como no sea su Tormenta en una bahía (en la Biblioteca Real de Windsor), algunas escenas alpinas, o conjuntos humanos como La Santa Cena. Junto con el ensortijamiento (de cabellos) le sedujo el torbellino, la idea del Diluvio, y el viento precisamente entrelazado con el cabello o con el paisaje. Son cientos sus estudios anatómicos perfectamente dibujados, las cabezas de niños, jóvenes y ancianos (es curioso: no ancianas), tuvo cuidado con las vestimentas, en especial hay numerosos estudios de mantos y otros ropajes, era meticuloso y, al parecer, un tanto obsesivo. La inmensa mayoría de estos estudios son sobre la figura masculina, en especial los músculos. Tendría probablemente un carácter mezcla de sedado e impulsivo, pero su concentración en el trabajo artístico era su rasgo predominante.
Leonardo tuvo cinco hermanos por parte de su madre con otro hombre con el que sí se casó, pues con el padre de Leonardo solo tuvo una relación informal de la que nació el único hijo «ilegítimo» de ambos, pues el padre tuvo a su vez en cuatro matrimonios doce hijos (diez varones), todos menores en edad que el gran artista. Ninguno de sus diecisiete hermanos dejó nombre en la historia, ni siquiera en la biografía no detallada del gran artista. Parece que su abuela paterna lo inició como ceramista. ¿De dónde vino el genio? No parece asunto de herencia genética, no hay razón lógica para que él desarrollara un talento insólito.
Hay que ver cómo pintaba las manos. Véase sus distintas posiciones en La virgen de las rocas, pero distínganse las del Baco del Museo el Louvre, o la de San Juan Bautista apuntando hacia el cielo. En casi todos los casos, esas manos denotan actitudes y sentimientos definidos, son muy comunicativas, o mantienen la serenidad de aquellas de la madonna Lisa. Véase la expresividad del concierto de manos de La Santa Cena.
El Baco es uno de los muy pocos cuadros o dibujos de Leonardo en que la figura mira hacia adelante, nos mira (como la Figura desnuda de un hombre visto de frente y en el famoso de las proporciones del cuerpo humano), pues casi todos los rostros dirigen su mirada hacia sitios incógnitos, o la inclinación de la cabeza no deja percibir hacia dónde miran.
Las cabezas inclinadas son predominantes, o de perfil y semi perfil. Las sonrisas que pintaba o dibujaba tienen casi siempre ciertos matices enigmáticos no solo en la Gioconda, por ejemplo en Leda y el cisne o en la bellísima Cabeza de mujer joven del Museo de los Oficios, o también en su estudio para la Gioconda del Museo Condé-Chantilly, dibujo tan andrógino a pesar de los senos. Jamás hallamos una carcajada, aunque a veces algunos de sus dibujos de ancianos muestran bocas abiertas en gestos no demasiado hermosos, por ejemplo, en el Grupo de cinco cabezas, de la Biblioteca Real de Windsor.
Me he detenido solo en el Leonardo pintor y dibujante. Él fue todo un universo, un artículo no llega más que a vislumbrarlo entre la luz y la sombra, en su misterio esencial de hombre genial. Existen muchos Leonardo da Vinci, tantos que asombra. Por eso nunca se terminará de escribir sobre él.
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