Sobre el autor:
Gastón Leroux (París, 6 de mayo de 1868 – Niza, 15 de abril de 1927) fue un periodista y escritor francés, famoso por sus novelas de terror y policiacas tales como El fantasma de la ópera (Le Fantôme de l’opéra, 1910), El misterio del cuarto amarillo (Mystère de la chambre jaune, 1907) y su continuación El perfume de la dama de negro (Le parfum de la Dame en noir, 1908). A continuación, les compartimos el prefacio de la que es, quizá, la más conocida de sus piezas, El fantasma…, gracias a sus múltiples versiones para cine y ópera.
Fragmentos de su obra:
Prefacio
Donde el autor de esta obra singular cuenta al lector cómo se vio obligado a adquirir la certidumbre de que el fantasma de la ópera existió realmente.
El fantasma de la ópera existió. No fue, como se creyó durante mucho tiempo, una inspiración de artistas, una superstición de, directores, la grotesca creación de los cerebros excitados de esas damiselas del cuerpo de baile, de sus madres, de las acomodadoras, de los encargados del vestuario y de la portería.
Sí, existió, en carne y hueso, a pesar de que tomara toda la apariencia de un verdadero fantasma, es decir de una sombra.
Desde el momento en que comencé a compulsar los archivos de la Academia Nacional de Música, me sorprendió la asombrosa coincidencia de los fenómenos atribuidos al fantasma, y del más misterioso, el más fantástico de los dramas; y no tardé mucho en pensar que quizá se podría explicar racionalmente a éste mediante aquéllos. Los acontecimientos tan sólo distan unos treinta años, y no sería nada difícil encontrar aún hoy, en el foyer ancianos muy respetables, cuya palabra no podríamos poner en duda, que recuerdan, como si la cosa hubiera sido ayer, las condiciones misteriosas y trágicas que acompañaron el rapto de Christine Daaé, la desaparición del vizconde de Chagny y la muerte de su hermano mayor, el conde Philippe, cuyo cuerpo fue hallado a orillas del lago que se extiende bajo la ópera, del lado de la calle Scribe. Pero ninguno de estos testigos creía hasta ahora oportuno mezclar en esta horrible aventura al personaje más bien legendario del fantasma de la ópera.
La verdad tardó en penetrar mi cabeza, alterada por una investigación que a cada momento tropezaba con acontecimientos que, a primera vista, podían ser juzgados de extraterrestres, y más de una vez estuve a punto de abandonar una labor en la que me extenuaba persiguiendo, sin alcanzar jamás, una vana imagen. Por fin tuve la prueba de que mis presentimientos no me habían engañado, y fui recompensado de todos mis esfuerzos el día en que adquirí la certidumbre de que el fantasma de la ópera había sido algo más que una sombra.
Ese día, había pasado largas horas leyendo las Memorias de un director, obra ligera del excesivamente escéptico Moncharmin, que no comprendió nada, durante su paso por la ópera, de la conducta tenebrosa del fantasma, y que se burló de él todo lo que pudo, en ‘el preciso momento en que era la primera víctima de la curiosa operación financiera que acontecía en el interior del «sobre mágico»
Desesperado, acababa de abandonar la biblioteca cuando encontré al amable administrador de nuestra Academia Nacional que charlaba en un rellano con un viejecillo vivo y pulcro, a quien me presentó alegremente. El señor administrador estaba al corriente de mis investigaciones y sabía con qué impaciencia había intentado descubrir el paradero del juez de instrucción del famoso caso Chagny, el señor Faure. Se ignoraba qué había sido de él, vivo o muerto. Y he aquí que, a su vuelta del Canadá, donde había pasado quince años, su primera salida en París había sido para solicitar un pase de favor a la secretaría de la Ópera. Ese viejecillo era el señor Faure en persona.
Pasamos juntos buena parte de la tarde y me contó todo el caso Chagny tal como lo había entendido él anteriormente. Se había visto obligado a llegar a la conclusión, falto de pruebas, por la locura del vizconde y la muerte accidental del hermano mayor, pero seguía convencido de que un drama terrible se había producido a causa de Christine Daaé entre los dos hermanos. No supo decirme qué había sido de Christine ni del vizconde. Por descontado, cuando le hablé del fantasma, se limitó a reír. También él había estado al corriente de las curiosas manifestaciones que parecían entonces atestiguar la existencia de un ser excepcional que hubiera elegido por domicilio uno de los rincones más misteriosos de la ópera, y había conocido la historia del «sobre», pero no había visto en todo esto nada que mereciera la atención de un magistrado encargado de instruir el caso Chagny, y apenas escuchó unos instantes la declaración de un testigo, que se había presentado espontáneamente para afirmar que en una ocasión se encontró con el fantasma. Ese personaje —el testigo— no era otro que aquel al que todo París llamaba «el Persa», y que era bien conocido por todos los abonados a la opera. El juez lo había tomado por un iluminado.
Podéis imaginaros hasta qué punto me interesó historia del Persa. Quise encontrar, si aún había tiempo, a este precioso y original testigo. Llevado por mi buena fortuna, conseguí descubrirlo en su pequeño piso de la calle de Rivoli, al que no había abandonado desde aquella época y donde moriría cinco meses después de mi visita.
Al principio desconfié; pero cuando el Persa me hubo contado, con su candor de niño, todo lo que sabía personalmente del fantasma, y explicado con toda propiedad las pruebas de su existencia, y sobre todo la extraña correspondencia de Christine Daaé, correspondencia que aclaraba con luz deslumbrante su espantoso destino, ya no me fue posible dudar. ¡No, no! El fantasma no era un mito.
Sé muy bien que se me replicó que toda esta correspondencia podía no ser auténtica, y que muy posiblemente podía haber sido fabricada por un hombre cuya imaginación se había alimentado ciertamente de los cuentos más seductores. Pero, por fortuna, me fue posible encontrar muestras de la letra de Christine fuera del famoso paquete de cartas y, como consecuencia, desarrollar un estudio comparativo que esfumó todas mis dudas.
Me documenté igualmente acerca del Persa y he podido apreciar que es un hombre honrado, incapaz de inventar una maquinación que hubiera podido confundir a la justicia.
Tal es la opinión de las más grandes personalidades que estuvieron mezcladas de cerca o de lejos en el caso Chagny, que fueron amigos de la familia, y a las cuales expuse todos mis documentos y desarrollé mis deducciones. Recibí de ellos los más nobles alientos, y al respecto me permitiré reproducir algunas líneas que me fueron dirigidas por el general D…
Señor:
No puedo sino incitarlo a publicar los resultados de su investigación. Me acuerdo perfectamente de que algunas semanas antes de la desaparición de la gran cantante Christine Daaé, y del drama que enlutó a todo el barrio de Saint-Germain, se hablaba mucho, en el foyer de la danza, del fantasma; y creo firmemente que no se dejó de hablar de él hasta después de cerrar ese caso que ocupó todos los espíritus. Pero si es posible, como pienso después de haberle oído a usted, explicar el drama mediante el fantasma, le ruego, señor, que volvamos a hablar del fantasma. Por misterioso que éste pueda parecer al principio, siempre será más explicable que esa historia oscura con la que gentes mal intencionadas quisieron ver destrozarse hasta la muerte a dos hermanos que se adoraron toda la vida…
Con mis mayores respetos, etcétera.
Por último, con mi dossier en mano, volví a recorrer el vasto dominio del fantasma, el formidable monumento del que había hecho su imperio, y todo lo que mis ojos habían visto, todo lo que mi espíritu había descubierto, corroboraba admirablemente los documentos del Persa, cuando un hallazgo maravilloso vino a coronar de forma definitiva mis trabajos.
Como se recordará, últimamente, excavando en el subsuelo de la Opera para enterrar allí las voces fonografiadas de los artistas, el pico de los obreros puso al desnudo un cadáver. Pues bien, ¡pude demostrar que era el cadáver del Fantasma de la Ópera! Hice tocar con la mano esta prueba al mismo administrador, y ahora me es indiferente que los periódicos cuenten que se ha encontrado allí una de las víctimas de la Comuna.
Los desventurados, que fueron aniquilados durante la Comuna en los sótanos de la ópera, no están enterrados por ese lado; yo diré dónde pueden encontrarse sus esqueletos, no muy lejos de la inmensa cripta en la que habían acumulado, durante el asedio, todo tipo de provisiones. Me puse sobre este rastro precisamente buscando los restos del fantasma de la ópera, al que hubiera encontrado de no ser por la inaudita casualidad del enterramiento de las voces vivas.
Pero volveremos a hablar de este cadáver y de lo que conviene hacer con él; ahora me interesa terminar este prólogo, muy necesario, agradeciendo las comparsas excesivamente modestas que, como el comisario de policía Mifroid (en otro tiempo llamado para las primeras investigaciones después de la desaparición de Christine Daaé, como también el antiguo secretario señor Rémy, el antiguo administrador señor Mercier, el antiguo profesor de canto señor Gabriel y, más especialmente, la señora baronesa de Castelot-Barbezac, que fue en otro tiempo «la pequeña Meg» (de lo que no se avergüenza), la estrella más encantadora de nuestro admirable cuerpo de ballet, la hija mayor de la honorable señora Giry —antigua acomodadora, ya fallecida, del palco del fantasma—, me fueron de gran utilidad, y gracias a los cuales voy a poder revivir, junto con el lector, hasta en sus mínimos detalles, estas horas de puro amor y de espanto.
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