Esta historia tiene que ver con la visita a la mina de plata llamada Raya y ubicada en Guanajuato, México.
Recuerdo que mientras conversábamos con el ingeniero jefe sobre la manera de introducirnos en lo profundo, pero bien profundo de la tierra, le dije al hombre:
—Mire, yo soy asmático y la humedad me hace mucho daño, no sé si allá abajo hay mucha humedad y no me haga bien.
—Yo usted no bajaba ―dijo el ingeniero― normalmente tenemos sobre el 50% de humedad relativa.
—Nooo, le respondí, ya estamos bajando, en Cuba casi siempre hay más de 80.
Y bajamos.
Nunca calculé cuántos minutos duró el descenso en un elevador de trabajo, ni tuve el valor de preguntar cuántos metros habíamos bajado, solo recuerdo la sensación, al abrirse la puerta del ascensor, de ver que estábamos como dentro de una cueva.
A un lateral, en el socavón, había una virgen de Guadalupe muy alumbrada.
—Es la virgen de los mineros ―nos dijo el ingeniero― siempre que llegan a trabajar cruzan por el altar y le piden protección.
Luego avanzamos por un túnel muy ancho y yo miraba a uno y otro lado tratando de ver las vetas plateadas y brillantes incrustadas en las entrañas de la tierra, pero cuál no sería mi asombro cuando nuestro guía nos aclaró que la plata era una arena grisácea, que según razón había que procesarla y fundirla, para luego pulirla, y que le saliera el brillo.
Siempre tuve la callada intención de llevarme algo de aquel lugar totalmente insospechado en mis expectativas, y por eso, y para no irme demasiado defraudado por haber demostrado mi ignorancia, agarré del suelo una piedra con incrustaciones metálicas doradas.
—¿Qué es? ― interrogué al ingeniero.
—Es calcopirita ―me respondió― un mineral formado por sulfato de cobre y hierro.
—¿Me la puedo llevar? ― le dije.
Y me respondió afirmativamente.
Ahora mismo la tengo a mi lado mientras escribo, quizás tratando de que funcione como un amuleto que me redescubra los recuerdos de entonces.
Luego de un rato en las entrañas de la tierra y sintiendo que mi respiración andaba bien, dimos por terminada la visita y fuimos hacia el ascensor, que con cierto esfuerzo al inicio comenzó el largo recorrido ahora hacia arriba, hacia el aire puro.
Como andábamos en una gira turística, nos buscamos guía, un niño pobre al que el estado le había brindado una rudimentaria preparación histórica para que pudiera explicarle a los turistas, y así lograr su sustento y el de los suyos. El muchachito nos llevó primero a ver la Alhóndiga, una vieja fortaleza del colonialismo español, y después, muy cerca, nos enseñó el monumento al Pípila, y aquí vino esta otra historia relacionada con la mina de Raya.
Durante la Revolución Mexicana hubo un levantamiento en San Miguel de Allende, un pueblito cerca de Guanajuato —donde se teje una cestería preciosa, algunas de las cuales aún conservo en casa. El levantamiento había sido dirigido por el cura Hidalgo quien, luego de organizar la tropa, decidió ir a atacar la Alhóndiga.
Después de establecido el sitio a la fortaleza y tras varias horas de combate, los atacantes no lograban vencer a los españoles. Se hacía necesario llegar hasta la gran puerta del fuerte y ponerle una carga de dinamita para derribarla, pero el gran fuego de los fusiles enemigos lo impedía. Entonces, cuentan que llegó el Pípila, un muchacho fuerte y tranquilo que venía del interior de la mina —era minero y también artillero a la hora de sacar el mineral―, y con una gran plancha metálica pudo llegar hasta la puerta, poner la dinamita, y retirarse a tiempo. Seguidamente de la explosión los revolucionarios entraron al fuerte y lo tomaron.
Luego hicieron el monumento en que aparece el joven minero con la plancha metálica protegiéndose, y como avanzando a pesar de los disparos.
Y como todo monumento es visita obligada de turistas y visitantes, se habían instalado unos kioscos donde los artesanos vendían suvenires y recuerdos. Me llamó la atención que en una de las mesas se exhibían unas losetas, de esas que en Cuba le llamamos «azulejos», que tenían escritas determinadas sentencias, chistes y ese tipo de textos populares. Pero hubo una que me llamó mucho la atención y la compré con premura. A la vuelta a la Isla se la regalé a un entrañable amigo. Mi amigo la puso en un lugar visible de su casa.
En la loseta decía así:
Oración:
Oh señor, señor
mándanos pena y dolor
mándame males añejos
pero andar con azulejos
no nos lo mandes señor.
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