Alguna vez leí, en un estudio sobre la correspondencia de Marco Tulio Cicerón, que el género epistolar era el más difícil de toda la creación literaria. La razón aducida era simple: es más difícil interesar, atraer e incluso encantar a una persona específica, que a un público lector anónimo. De aquí la importancia de asomarse, siquiera con brevedad, a los fascinantes textos epistolográficos de Gaspar Betancourt Cisneros dirigidos a José Antonio Saco, por lo que revelan tanto sobre el remitente y el destinatario, como sobre la situación de Cuba en los años que preceden a la Guerra de los Diez Años.
El Lugareño, cuyo sesquicentenario de muerte debimos conmemorar el pasado año de 2016, solo puede ser con justicia valorado si examinamos su pensamiento en su devenir, sin parcializarnos en una u otra etapa de su evolución ideológica. Hay que reconocer que mucho de la injusta sombra en que ha permanecido el ilustre camagüeyano se debe a la esquemática parcelación que se ha venido haciendo de su trayectoria, una mirada crítica parcializada que se ha fijado solamente en sus años como anexionista, olvidando que, en realidad, el itinerario de su existencia como cubano se inició precisamente como independentista, y precisamente como independentista concluyó su vida. Vidal Morales lo valoró en alto grado, al punto que escribió sobre él:
Era, como decía José de la Luz y Caballero, un patriota a toda prueba, todo hidalguía y buena intención: de los que nunca estuvieron conformes con la dominación española: de los que jamás confiaron ni hicieron caso de promesas de reformas y se burlaba de los que algo esperaban de ellas, demostrando la entereza de sus convicciones hasta en el delirio de su agonía, en que rechazaba la sombra de España, a la que se imaginaba ver ahogando á Cuba, y apostrofándola enérgicamente exclamaba: ¡vete! ¡vete!.
Es imprescindible traer a colación un juicio de José Martí publicado en Patria el 2 de octubre de 1894 sobre Salvador Cisneros Betancourt, llamado coloquialmente Tina, quien no debe ser confundido con su homónimo Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, que ni siquiera fuese pariente cercano suyo, a pesar de la coincidencia de apellidos; en cambio, era familiar muy próximo suyo Gaspar Cisneros Betancourt. Esa coincidencia antroponímica con el marqués motivó que se lo llamara coloquialmente por el nombre pila de su madre: “[…] dada la identidad de nombres, solían aplicarle [Nota de L. A. A.: según hábito muy extendido en toda Cuba incluso hasta la década del ochenta del s. XX], el mote que le daban a su madre (Tina), de modo que cuando alguien hablaba de Salvador Cisneros Tina, sabían que todos que aludía al hijo de Tina, y no al Marqués”. En ese obituario sobre el destacadísimo patriota Salvador Cisneros Tina, una referencia colateral a El Lugareño que escribe Martí constituye un mentís cabal para todos los que han querido, en lamentable y mezquino esfuerzo, restarle dignidad a la estatura independentista de Gaspar Betancourt:
Aún viven, aún habrán renovado la promesa al borde de su fosa —porque no basta vivir en el destierro para curarle a la patria la desventura—los que con él, en tiempo de hombres, conspiraron al lado de Gaspar Betancourt. Ellos dieron con el remedio de la deshonra de todos, que ha sido siempre el sacrificio de algunos.
¿Quién podría cuestionarle a José Martí esta valoración excelente sobre El Lugareño?
Ya en el siglo XX un historiador tan ilustre y confiable como Emilio Roig de Leuchsenring insistía en una cuestión esencial relacionada con la formación primera de Betancourt Cisneros:
A los 19 años de edad se dirigió a los Estados Unidos. No volvería a Cuba hasta doce años más tarde. […]. En la nación americana puede decirse, con palabras de Luz y Caballero, que templó el alma para las luchas de la vida y recibió las lecciones fundamentales que lo armarían para toda su vida de cruzado de la libertad y del decoro de su patria y sus compatriotas, pues en Filadelfia y en las tertulias de su pariente Bernabé Sánchez, conoció las ideas —“oía, aprendía y callaba”— de José Antonio Miralla, Vicente Rocafuerte, Manuel Vidaurre y José Antonio Saco, precursores y apóstoles de la transformación política, social y cultural de la gran patria americana, cuyas doctrinas y pronunciamientos habían de dejar en el corazón y el cerebro del joven camagüeyano imborrables huellas, formando su personalidad de patriota revolucionario.
Roig de Leuchsenring, acendrado defensor de la identidad cultural y la independencia orgánica de Cuba, no hubiera escrito esas palabras en 1962 —ya en su plena y final madurez de pensador— si no hubiera podido examinar con minuciosidad la evolución de El Lugareño. Por eso no deja de señalar una cuestión sobre la cual el esquematismo que ha tildado con ligereza a Betancourt Cisneros como “anexionista”, sin tener en cuenta la evolución de su pensamiento. Me refiero a su participación en gestiones realizadas por un grupo de independentistas cerca de Simón Bolívar para recabar su apoyo a la independencia política de la isla.
Nos recuerda Roig de Leuchsenring que El Lugareño: “En 1823 integró, con Miralla, Fructuoso del Castillo, José R. Betancourt, José Agustín Arango y José Aniceto Iznaga, la delegación encargada de visitar al Libertador Bolívar en demanda de apoyo para la libertad de Cuba”. La desalentadora respuesta de Bolívar a la delegación cubana es también recordada por Roig de Leuchsenring. El Libertador les habría contestado: “No podemos chocar con el Gobierno de los Estados Unidos, quien, unido al de Inglaterra, está empeñado en mantener la autoridad de España en las islas de Cuba y Puerto Rico”. Estas palabras reflejaban una situación objetiva en relación con la política de ambas potencias en el Caribe y en relación con España.
El Caribe durante los siglos XVI, XVII y XVIII había sido una zona peculiar en la que, en ocasiones, se habían microlocalizado y aun solventado las contradicciones entre las grandes potencias europeas y se diría que estas pretendían mantener allí ese status quo. Creo que no puede desatenderse el efecto que esa objeción de Bolívar debió de haber causado en el joven principeño. Por otra parte, es fácil comprender que para el joven Betancourt, si el Libertador, figura cimera del independentismo latinoamericano, se reconocía incapaz de ayudar a la voluntad libertaria de los cubanos, había que buscar otro camino para deshacerse del horror de la colonia. Lo verdaderamente negativo hubiera sido que Betancourt renunciara por completo a toda aspiración de mejorar el destino de su patria. Y eso era imposible para El Lugareño no ya desde el punto de vista ideológico, sino sobre todo desde el de su noble personalidad. Benigno Vázquez Rodríguez capta muy bien este ángulo de la cuestión al señalar: “Espíritu progresista y generoso, ante el estado de indefensión y de incultura en que se debaten sus paisanos, siente en lo más hondo de su corazón el sincero y desinteresado anhelo de remediar su situación […]”. Pero el activismo social y el espejismo anexionista resultaron salidas insuficientes para su compromiso con la sociedad cubana. Una carta suya desde Nueva York a Saco, del 30 de agosto de 1848, nos muestra a El Lugareño detallándole a aquel argumento que a su juicio podrían explicar la tendencia anexionista en ese momento:
Pero tú sabes lo que es un Gobierno y cómo debe y puede presentarse el de los Estados Unidos. Se asegura que están dadas las instrucciones al Ministro [Nota: se refiere al embajador norteamericano en Madrid, Mr. Saunders] americano para entablar las negociaciones de compra pacífica de la Isla. Las razones, los fundamentos no te pueden ser desconocidos. Cuba es necesaria a la conservación de los Estados del Sur; Cuba está en riesgo de caer en manos de los ingleses; Cuba corre el riesgo de una revolución de los blancos o de los criollos disgustados con su gobierno y maltratados y estafados hasta la médula de los huesos; o de otra revolución de los negros, procedentes ya de las sugestiones inglesas, ya del ejemplo de las Colonias vecinas, ya del aumento de negros que constantemente se introducen siendo público y notorio que está reorganizada la sociedad negrera a cuya cabeza figura la Duquesa de Rianzares [nota: sic en vez de la duquesa de Riánsares, María Cristina de Borbón-Sicilia, madre de la reina Isabel II] y su hechura Roncali para traer 10,000 etiopes [sic] del Brasil. Todas estas razones y hechos parece que inducen al gobierno de los Estados Unidos a tomar cartas en el proyecto de anexión por compra; y a mí no me queda duda de que si no les venden, emplearán otros medios.
Pero su postura anexionista, asumida por sucedáneo de un independentismo considerado en un momento dado como imposible, era actitud influida asimismo por el miedo al negro y al mestizaje que marcó a las clases dominantes de la isla durante las primeras décadas del siglo, habría de ser superado. Betancourt lo trasluce nítidamente en esa misma carta a Saco, en que expresa que quiere:
[…] anexión para tener un apoyo fuerte contra la Europa y contra nosotros mismos que al cabo, Saco mío, españoles somos, y españoles seremos engendraditos y cagaditos por ellos, oliendo a guachinangos, zambos, gauchos […] ¡Qué dolor, Saco mío! ¡Qué semilla! ¡Oh! por Dios, hombre: no me digas que deseas para tu país esa nacionalidad! ¡No, hombre! Dame turcos, árabes, rusos; dame demonios, pero no me des el producto de españoles, congos, mandingas y hoy (pero por fortuna frustrado ya el proyecto) malayos para completar el mosaico de población, ideas, costumbres, instituciones, hábitos y sentimientos de hombres esclavos, degenerados y que cantan y ríen al son de las cadenas; que toleran su propia degradación y se postran envilecidos ante sus señores!Esta actitud, sin embargo, habría de ser dejada atrás por Betancourt. Otra carta a Saco, del 19 de octubre de 1848, después de haber recibido una misiva de Saco en respuesta a la anteriormente citada, pone de manifiesto su convicción de que la esclavitud debe ser abolida.
Entre otros historiadores, Benigno Vázquez Rodríguez consigna: “En 1861 regresa nuevamente a La Habana, reconociendo honradamente el error y el fracaso del ideal anexionista”.
Por otra parte, vivió un tiempo en que los debates ideológicos en Cuba estaban más que enturbiados por una polarización esquemática, conducente a la desunión; él mismo escribió sobre el ambiente insular: “ni aun racionalmente se puede hablar, porque o lo bautizan a uno de insurgente o de abolicionista, que hoy es peor que insurgente”. En efecto, las opiniones se encrespaban sobre todo en relación con el asunto capital de la abolición de la esclavitud, que había llevado a algunos a asumir una postura ético-social de gravísimas consecuencias, descrita como sigue por El Lugareño: “hoy es delito tener y hasta manifestar compasión de los esclavos: la humanidad y el buen trato, nada de esto se puede recomendar en el día porque son sinónimos de abolicionismo”. Es solo una pincelada del autor, pero no puede negarse que es sobrecogedora: la ética social es un componente de la columna vertebral de toda sociedad, más aún de una que se encontraba en el terrible trance de su nacimiento como nación. Recuérdese que uno de los aspectos más deslumbrantes del pensamiento del P. Félix Varela, de José de la Luz y Caballero y de José Martí Varona es su reflexión enfática sobre los valores de la sociedad cubana. En este sentido, las cartas y el periodismo de Betancourt Cisneros se enfocan, una y otra vez, sobre la eticidad social imprescindible para que Cuba alcanzase su destino histórico. Por eso Roig de Leuchsenring, al valorar el conjunto de las ideas y la obra de El Lugareño, declaraba con incuestionable certeza:
Como Varela también, sin desdeñar la labor regeneradora mediante la educación y el mejoramiento material colectivo, pensó, mantuvo y practicó que la revolución era el medio único de que los cubanos lograran extirpar los graves males que padecían bajo el dominio español.
[…]. En octubre del año 1856 [El Lugareño] afirma, ratificando solemnemente las finalidades de la revolución que ha propugnado y propugna: “La libertad de Cuba y su completa independencia son el único objeto de nuestra Revolución”.
No podía esperarse otra cosa de un historiador de la fuerza y la perspectiva ética de Roig de Leuchsenring: no se detiene en el árbol, sino que examina el bosque, amplio y bien enraizado en la axiología social, de las ideas de El Lugareño. Por eso agrega una cuestión fundamental que hemos venido olvidando y que ha influido quizás en el silencio sobre El Lugareño, incluso en este sesquicentenario:
Con estas declaraciones, El Lugareño abjura totalmente de los empeños anexionistas a que le llevaron los fracasos de las conspiraciones independentistas de los Soles y Rayos de Bolívar, de la Gran Legión del Águila Negra y de la Mina de la Rosa Cubana, y también la dolorosa perspectiva de continuar bajo el intolerable despotismo español y el espejismo con que seducía a muchos cubanos el ambiente de libertad y democracia que se respiraba en los Estados de la Unión norteamericana.
De acuerdo con este punto de vista esencial, el prócer camagüeyano — hayan sido las que fueren sus transitorias veleidades anexionistas— culminó su vida en clara y firme posición de independentista. Las cartas dirigidas por él a José Antonio Saco —indoblegable partidario de la autodeterminación de la isla— son documentos que evidencian el proceso mismo de maduración política que llevó a Gaspar Betancourt a abrazar finalmente las posturas de Saco.
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