Para el escritor, editor y profesor Leymen Pérez (Matanzas, 1976) es fundamental la estructura de un libro de poesía. La trabaja en un proceso incisivo, obsesivo, que en algunos casos se prolonga durante años. Le preocupa la dramaturgia interna del cuaderno, mueve los textos de un lado a otro en busca del lugar preciso, ajusta las secciones, sus mismos títulos si los llevan. Hay poemas que relabora o quedan fueran sin remedio, añade alguno recién escrito cuando ya no lo esperaba o retoma ese que había rechazado en otro momento. En El libro de Heráclito (2014) tenía un problema con las disposición de las secciones que solo resolvió al cabo del tiempo, releyendo al propio sabio de Éfeso. El poemario inédito «Los países de la noche», que trabajaba desde hace mucho, el orfebre-escritor se ha resignado «a dejarlo ir» solo después que ganara recientemente el premio internacional Sor Juana Inés de la Cruz (se le entregará de manera oficial en noviembre, en México). La verdad es que ni impresas aun Leymen Pérez deja ir por completo sus obras. Digamos que se mantiene al asecho. Lo confirman los cambios que introdujo en la reedición de Corrientes coloniales (2007, 2016). Algo que podría explicar tal estado de intransigencia constante es el hecho de que para este autor la poesía es «un acto espiritual inacabado e inacabable».
A través de la poesía, en la que se «revelan las entrañas de lo humano y lo sagrado de la vida», Leymen Pérez ha emprendido profundas búsquedas en torno a sí mismo, a su cotidianidad, a su país, a la Historia. La poesía ha sido para él «un espacio de conocimiento», espacio donde «se cuece cuanto uno ha vivido trayendo aún más luz». Testimonio de estas búsquedas lo constituyen más de una decena de cuadernos que ha escrito, entre los que, junto a los ya mencionados, destacan Hendiduras (2005), Los altos reinos (2013), Fatigas del trópico (2015), Fracturas de la belleza (2018) y Subsuelos (2019). Una obra poética cuya concentración y profundidad ha sido reconocida asimismo con premios como La Gaceta de Cuba, Calendario, Milanés, Fundación de la Ciudad de Matanzas, Hermanos Loynaz, Cauce y América Bobia.
Para el escritor norteamericano Jonathan Franzen, «pasar por la vida sin dolor es no haber vivido». Este tema ha sido una constante en tus libros: el dolor por el ser humano, por tu patria, por tu tiempo. Hay quienes te han dicho que tanto dolor podría ser contraproducente, generar asfixia…
Creo que se puede construir la historia de la humanidad también a través del dolor. Ahora bien, más allá de esto, en el presente caso, en el caso de la poesía, del poeta, hay que decir que lo esencial es expresarse desde sí mismo. El dolor es un tema más. Cuando el sujeto poemático es honesto y parte de la propia experiencia vital del autor, el dolor se transforma de lo personal a lo colectivo, de lo simple a lo complejo, de lo aparentemente trivial y común, a la imagen. Pero cuando un poeta habla de cosas que están fuera de sí y no posee la sensibilidad y el oficio suficiente para comunicar lo que le sucede, se percibe una retórica hueca, fracturada, y los sonidos están inarticulados.
Existen en todas las literaturas obras extraordinarias, ya canonizadas, que abordan de manera descarnada y con maestría esos momentos en que se quiebra la vida. Allí donde la situación interior se vuelve un desgarramiento imposible de contener. La poesía está también en esos lugares acompañando al hombre. Innumerables obras me han estremecido, enriqueciéndome como ser humano desde sus múltiples maneras de acercarse al dolor. Así, por encima, pienso en Hamlet, de Shakespeare; «El cuervo», de Poe; Siddhartha, de Hermann Hesse; El oficio de vivir, de Pavese; Un monstruo vino a verme, de Patrick Ness; Gitanjali, de Tagore; El dolor, de Margarite Duras; Los trabajos y las noches, de Pizarnik, entre otras.
Este año, Letras Cubanas presentó en la Feria del Libro de La Habana mi cuaderno Subsuelos, y en el prólogo Roberto Manzano señala: «El lector sufrirá en la lectura de estos poemas, pero se enriquecerá mucho en la delineación cabal de lo que es la vida humana. Así, la convencionalidad del arte se le convertirá en legítima y aportadora experiencia, de una objetividad emocionante y de una implacable grandeza interior».
Subsuelos lo escribiste en un momento muy complejo para ti, en lo personal…
Nunca deseé escribir este libro. Nunca deseé tener la necesidad física y espiritual de escribirlo. Surgió mientras cuidaba a uno de mis seres queridos, que enfrentaba el cáncer. Escribirlo me ayudó a mantenerme firme ante esa dura realidad, algo que también forma parte del crecimiento como ser humano y como creador.
Clarice Lispector confesó: «Digo lo que tengo que decir sin literatura». Eso fue lo que hice en Subsuelos y es lo que he hecho en una gran parte de mis libros. Decir lo que tenía que decir. En Subsuelos esto es tan así que hay poemas como «Yo lo sentí», «Biopsia» y «Lección de vida», que me dan miedo, me perturba volver a ellos. No soy capaz de leerlos en público. Son muy viscerales, expresión de quien está en el fondo del precipicio de su propio ser.
Resultan interesantes los efectos de esa aparente sencillez con que tu poesía nos traslada hasta una región de emociones, sensaciones, ideas que están en realidad muy cargadas de complejidades…
En mi primer libro, Números del escombro, me concentré erróneamente en crear figuras retóricas, dejando la comunicación en un segundo plano. Allí el discurso poético está teatralizado y los personajes (en este caso, 1, 2, 3…) son los que hablan. Ya han transcurrido más de veinticinco años desde que me inicié en los talleres literarios y las lecturas y relecturas de los clásicos y los contemporáneos, además de la experiencia con el lenguaje; todo esto me ha conducido a una perspectiva más personal y sólida de qué es la literatura.
Son demasiados los ismos y corrientes estéticas para caracterizar, clasificar o definir una obra. Todo es una prisión, un reduccionismo, y en verdad, y no digo que sea necesariamente mi caso, la poesía trasciende toda metodología, exégesis y preceptiva que se utilice. El ejemplo exacto es que cada generación lee de forma distinta a su tradición y lo que se validó en una época puede que no tenga mucho valor en otra. Lo único que no cambia es que todo cambia, dirían los teólogos.
Simple y sencillo no es lo mismo. Huyo de lo simple. Busco expresar una rotunda imagen con una aparente sencillez. Un poema que contenga variedad, recurrencia y sorpresa. Una imagen sencilla hecha a fuerza de trabajo. Debajo de cada obra tiene que haber un concepto, una tesis, una vida, una muerte o algo desconocido. No sé todo del poema. Si así fuera sería entonces una pura declaración explícita y lo peor que le puede suceder a un poeta es ser retórico. Sus autotextos deben ser conscientes para el autor en mayor o menor medida. El poema es muchas veces el territorio de lo desconocido, de aquello que la razón no puede explicar.
Siempre ha existido la poesía compleja, barroca, abstracta. Recordemos a Góngora, Quevedo, Mallarmé, Lezama, etc. Hay muchos otros con una obra caracterizada por una subjetividad permanente de gran belleza y cosmovisión. Pero hay poetas contemporáneos que simplemente son malos poetas y se ocultan detrás de un lenguaje densamente tropológico o una ilación incoherente de imágenes. O hablan de determinados asuntos solo porque están de moda. En un contexto poco exigente llegan a ganar cierta notoriedad. Igualmente eso es efímero. Lo esencial es trabajar con el lenguaje y expresarse con honestidad cavando dentro de uno mismo.
Otra cosa que distingue tu poesía es la presencia de muchas voces, de diálogos profundos con la filosofía, la historia, la religión, la cultura toda y nuestro tiempo…, en especial a través de la intertextualidad…
Todo poema es una cámara de ecos. Ya fue escrito y se necesita rescribirlo infinitamente. Llevarlo a otra dimensión. En un gran poema están condensados muchos sucesos de la historia, la filosofía, la religión, en fin, de la cultura. La lectura y el estudio permanente de grandes obras en distintos campos interdisciplinarios benefician a la propia. Es un proceso continuo y se hace más intenso cuando estoy trabajando en un proyecto nuevo. Considero particularmente imprescindible el conocimiento de la tradición literaria y cultural de nuestra nación para, cuando decidamos escribir o estemos en proceso de escritura sobre un tópico determinado, estudiar las bases y fundamentos que sirven de punto de partida.
La teoría de la intertextualidad siempre me ha seducido. En un primer momento, académicamente, y luego, en su manifestación concreta en la literatura, en la música, en las artes visuales, en el cine, etc. El hecho de que en un poema que denominaré B, existan relaciones intertextuales con el poema A, escrito varios siglos antes, y sin que el autor del texto B lo haya leído, es, sin lugar a dudas, algo que me apasiona y exige dedicación.
Por supuesto que, como otro recurso más, la intertextualidad está presente en mi obra de forma consciente o no. Cuando se presenta de manera explícita es muy fácil determinarla; pero cuando se encuentra implícita, entonces demanda que el lector conozca los referentes. Determinar las influencias puede ser fácil, pero los referentes que determinan a una obra son más complejos de identificar y no creo que muchos autores estén dispuestos a declararlos.
Sé que trabajaste en el puerto de Matanzas en algún oficio que no recuerdo, sé que estudiaste varias carreras como parte de una insaciable sed de saber, de superarte, pero creo que ha sido la poesía en donde has hallado el instrumento, el espacio que buscabas para realizarte en ese sentido.
En mi etapa de estudiante tenía otros intereses y hacia allí me dirigí en un principio, equivocadamente. Alcancé calificación en varias máquinas herramientas como Tornero B y Cepillador B. Concluí estudios de Información Científico Técnica y Bibliotecología, Ingeniería Mecánica hasta tercer año y, posteriormente, cambié de carrera y me gradué de Licenciado en Estudios Socioculturales. También he participado en muchos diplomados y posgrados. Este año concluí la Maestría en Estudios Sociales y Comunitarios por la Universidad de Matanzas con una investigación histórica sobre el pensamiento social de Alberto Lamar Schweyer… Sin lugar a dudas creo que la poesía es un espacio de conocimiento, pero un espacio en el que se cuece cuanto uno ha vivido trayendo aún más luz. Considero, entonces, que mi experiencia vital, los oficios que he desempeñado, mis estudios interdisciplinarios en varios campos del saber, me han conducido a una perspectiva más holística del mundo y eso, por tanto, se ha reflejado en mayor o menor medida en mi poesía.
A primera vista no parece haber muchas huellas en tu obra poética de algo que marcó tu niñez: las canturías campesinas que tenían lugar en tu propia casa…
En mi niñez tuve el privilegio de escuchar a los más dotados exponentes de la décima campesina en ese momento, de Matanzas y, quizás, del país. Mi abuela Olga Planet González, cantante, y mi abuelo Juan Luis García, poeta repentista, dirigían el grupo La Voz de Cuba Libre. Ensayaban en mi casa. No eran canturías sino ensayos. Yo, con siete u ocho años, los interrumpía porque quería tocar las claves. Ojalá hubiera tenido la posibilidad de valorar en toda su magnitud las improvisaciones de los hermanos García, Goviel Cruz, Sergio Mederos y muchos otros.
He escrito poquísimas décimas. Pero gocé del privilegio de que dos de ellas fueran antologadas por José Manuel Espino en el volumen Cantar al laúd, que publicó Ediciones Matanzas en el 2010. A veces, en una de mis bromas hogareñas, improviso en alta voz y mi abuela se divierte mucho porque no cuento lamentablemente con esa aptitud y facultad. Más allá de la risa, hay algo en ese momento que tiene un peso. De una u otra forma siento que me une espiritualmente con mi abuelo, con lo que viví y disfruté en mi infancia. Fue una etapa breve porque mi abuelo falleció cuando yo apenas había cumplido los nueve años, pero la guardo en mi alma con mucho cariño.
Este año se cumple un centenario del nacimiento de Carilda Oliver Labra, con la que tuviste una relación especial en tus primeros pasos en la literatura…
La conocí en 1993, gracias a su esposo, Raidel Hernández. Él y yo entrenábamos kárate do en el mismo dojo. Comencé a frecuentar su casa y nos acercamos tanto que llegó a ser la testigo de mi boda. Tuve la oportunidad, como pocos, de contar, en mi fase formativa como poeta, con el magisterio de una de nuestras autoras más emblemáticas. Revisó mis primeros textos, me sugirió lecturas, y a la vez, pude acceder a su biblioteca. Conversábamos por horas sobre disímiles asuntos, iba instruyéndome sin que yo mismo lo advirtiera. Yo era asiduo participante de las actividades culturales que se generaban en su entorno. Recuerdo que por mi cumpleaños 20 me invitaron a una tertulia en casa de amistades muy allegadas. Allí leí mis poemas y recibí elogios, aun cuando sabía que era un poeta en ciernes. Fue un hermoso regalo y estímulo.
Guardo como un tesoro muchos de sus libros dedicados por ella. Me causa gracia y, por supuesto, emoción, cuando reviso Las sílabas y el tiempo. Lo atacaron las polillas y en la dedicatoria Carilda me puso: «Está comido por polillas, pero también comido por mi amistad y mi cariño».
Resides, por cierto, en esa misma Calzada de Tirry donde ella vivía, a la que ella le cantó y en la que, por cierto, han vivido grandes poetas…
Nunca he meditado sobre eso. Es cierto que en la Calzada de Tirry han vivido y viven poetas: Agustín Acosta, Carilda Oliver Labra, Laura Ruiz y yo. Puede ser un misterio más. Algo causal, nunca casual…
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Leer la entrevista a Leymen es como escucharlo frente a frente. Muchas gracias, quedo a la espera de la segunda parte. Gracias.