Llamó la atención una acción performática en la que compartías uno de tus poemas mientras realizabas una demostración de artes marciales…
Desde niño practico artes marciales. En los noventa fui al campeonato nacional de kárate do y perdí en la discusión de la medalla de bronce. En realidad, me interesa más la defensa personal. En 1994 obtuve cinturón negro 1er dan-jo. Después entrené unos años y me desvinculé por alrededor de dos décadas. En 2019, César, mi niño, matriculó en Shotokan, y como tenía que repasarle los movimientos básicos, decidí regresar a la práctica. Ya no poseo las mismas aptitudes que en mi juventud, pero con esfuerzo he mejorado mi condición física y nivel técnico.
Admito que la práctica de las artes marciales me apasiona, es toda una filosofía de vida, así que nada extraño tiene que se me haya ocurrido vincularla con la literatura. Lo hice por primera vez en una actividad comunitaria, mientras presentaba un libro de historietas para niños y jóvenes en las que se hablaba sobre los samuráis. Fue en el parque Watking, y cuando los muchachos que andaban por allí me vieron, con mi kimono, haciendo las demostraciones, se sorprendieron y la verdad fue que me prestaron mucha atención y se vendieron todos los libros. En otra oportunidad conté con la ayuda de algunos practicantes que me acompañaron, en la plaza de la Vigía, durante una demostración de kata y defensas que fusioné con la lectura de varios de mis haikus. No pretendo sistematizar esto, aunque admito que se trata de iniciativas que despiertan el interés por la poesía.
Durante un evento en la Casa de las Letras Digdora Alonso, el escritor Israel Domínguez y tú comentaron sus experiencias en el Festival Internacional de Poesía de Medellín, al que asistieron tras ganar el concurso de la revista La Gaceta de Cuba. Ustedes se refirieron a las maneras múltiples desde las que allí se compartía la poesía. Viviste también otra experiencia interesante en Sudáfrica…
Estuve en Medellín en 2012. En el mundo, es el evento más grande de su tipo, donde participan más de setenta poetas de todos los continentes. Allí compartí con poetas-performans de un alto nivel y me conmovieron muchos de ellos. Leer para más de 3 000 personas fue muy exigente y hermoso. En 2016 me invitaron al Poetry Africa Festival, en Sudáfrica. Solo el poeta Domingo Alfonso había tenido esa experiencia antes que yo. Allí pude constatar la gran calidad de la puesta en escena de muchos poetas africanos. Mi inglés es muy básico, pero me preparé para ese evento con rigor. Me conmovieron la obra de Rustum Kozain, David WaMajalamela, Kobus Moolman, entre otros. Autores muy sólidos probablemente pocos traducidos al español. Sus obras poseen una armonía muy equilibrada entre el texto, música e interpretación. Son actores, músicos y, por supuesto, poetas. Estas tres condiciones les permiten trasmitir en el escenario una amplia amalgama de atmósferas, ritmos y energías de gran expresividad corporal y poética. Yo hice un pequeño performance, pero no tuvo nada que ver con las artes marciales. La asistencia al Poetry Africa Festival dejó profundas huellas espirituales y culturales en mí.
Recuerdo que en otras épocas eras un gran lector de la poesía cubana actual. Libro que salía, libro que buscabas. Hace poco declaraste que leías menos. Pero sigues leyendo mucho, y profundamente, desde tu oficio de editor…
Es cierto que en otra época me consideraba un lector voraz de la poesía que se publicaba en Cuba, pero me decepcioné, o para ser más preciso, me volví más selecto. Ahora solo sigo la obra de algunos poetas coetáneos y estudio a creadores de otras latitudes, corrientes o movimientos artísticos. Como editor he trabajado para varias editoriales cubanas y extranjeras. Esto me ha permitido crecer profesionalmente porque cada una de ellas exige diferentes requerimientos y poseen variedad en sus perfiles editoriales. No edito lo que deseo en la gran mayoría de las veces, es algo lógico, pero sí he disfrutado y aprendido mucho con autores de profunda sensibilidad humana y artística.
En cierta ocasión te vi indignado porque un editor, muy distinguido, había dicho que editar poesía era muy fácil, no había que hacer prácticamente nada…
Un disparate absoluto. Lamentablemente lo he oído en varias ocasiones. Editar poesía no es solo evitar que haya erratas. Es un criterio muy superficial y decepcionante. Tampoco concuerdo con la opinión de que los poetas son los mejores cuando se enfrentan a la edición de un poemario. Conozco a profesionales, muy agudos y capaces, que dan lecciones no solo gramaticales, y no son poetas.
Editar poesía requiere de muchos años de preparación. La lectura de los clásicos, investigación y el estudio permanente de la gramática, la preceptiva literaria y la teoría de la cultura, en general, son elementos indispensables; pero el editor se construye a sí mismo editando. Mediante la observación, el diálogo con otros colegas y examinando también el trabajo de ellos se va creciendo.
Cada libro requiere un método distinto aunque se posean estrategias y procedimientos. Con frecuencia se requiere tomar decisiones que no aparecen en ninguna norma editorial. Es en sí mismo un proceso técnico y creativo de elevada especialización, lamentablemente no valorado en su justa medida en el campo cultural cubano. Hay que decodificar y adentrarse en los textos ajenos. Se debe ser muy cuidadoso en no quebrar o interferir en la poética del autor, pero a la vez, organizar todos los elementos posibles, para que las inevitables caídas expresivas no prevalezcan en el conjunto.
Tengo el privilegio de haber editado volúmenes de significativos poetas cubanos de distintas corrientes, generaciones y movimientos estéticos. He recibido clases magistrales de muchos de ellos. Desde el acabado artístico de sus obras y en el diálogo propio de la edición en particular. También he contribuido a mejorar estructural y poéticamente sus obras. «Tú ves cosas», ha sido uno de los elogios. Me entrego mucho en cada libro que trabajo, aunque una cantidad considerable, valoro que no son publicables aún, pero eso es tema de otra pregunta. Si escribir poesía es un ejercicio espiritual, editarla también lo es.
Formé parte por más de una década de la que considero, como muchos, la mejor editorial de Cuba: Ediciones Matanzas. Allí primero me formé como editor y después fui jefe de Redacción de la revista Matanzas. Soy y seré un revistero y aunque hace un lustro que ya no trabajo en esas funciones, extraño y añoro desempeñarme en lo que se considera, por su diversidad, por su dinamismo, lo más complejo en el campo editorial. El editor que soy hoy creció, en medio del estudio constante, durante ese periodo en Ediciones Matanzas, y en su revista homónima, siempre con el magisterio del escritor y amigo Alfredo Zaldívar, que es su director.
Refiriéndose a El libro de Heráclito, Antón Arrufat dijo que se trataba de «un libro de poesía, no un conjunto de poemas reunidos». Es algo que caracteriza tus cuadernos, su cohesión, su organicidad en todos los sentidos…
Mis diecisiete años como editor me han permitido consolidar mi perspectiva sobre la dramaturgia compositiva de los libros. En la literatura cubana de las últimas dos décadas, por ejemplo, hay excelentes poemarios que considero deficientes en su arquitectura compositiva. Los cambios rítmicos abruptos o la monotonía rítmico-discursiva de los textos, donde más que poemas parecen artefactos emocionales construidos con los mismos recursos, caracterizan ciertas obras.
En el caso de esa opinión de Arrufat —un privilegio para mí—, coincide con mi visión sobre la dramatización de una idea o conjunto de ideas que es en principio todo libro. Con el tiempo se ha vuelto una obsesión para mí el hecho de organizar un cuaderno. En el caso de El libro de Heráclito estuve varios años hasta que recordé una frase de Nietzsche: «El que regresa a sus orígenes encontrará orígenes nuevos». Eso hice: encontré el título de las secciones releyendo a Heráclito.
Como parte de mi perspectiva de lo que es un libro de poesía, trato que sean orgánicos, concisos, no exactos, porque la poesía está más allá del lenguaje y es una expresión que demanda al autor crearse un mundo. De lo contrario solo emitiría sonidos inarticulados. No sabemos todo del poema, pero no renunciamos a saberlo.
Te he oído decir que un libro nace de un cierto estado de ánimo y que cuando este concluye, algo que se va viendo, sintiendo en el lenguaje, en el ritmo de los textos, el poeta se advierte: «esto cerró aquí».
La poesía es ritmo, espiritualidad, expresión límite del lenguaje. Cuándo concluye un libro es algo muy difícil de determinar. A veces simplemente muchos autores deciden entregarlo a imprenta porque ya consideran que todo aquello que lo motivó se agotó, pero no es menos cierto que, en algunos poetas, esa ruptura temático-estilística y conceptual no se cierra del todo, y se aprecia en sus libros posteriores ese sedimento, esa relación, tejido o hebra que junta a una obra con otra.
No me refiero a que se trata del mismo autor con sus leitmotiv y automatismos, sino a la retórica, a pobreza del lenguaje, al no arriesgarse. La técnica, para llamarla de cierta forma, con que se escribió un poema nace y muere con él. Cuando no somos conscientes de eso, el proceso creativo se vuelve mecánico. Esto pudiera funcionar en un volumen, pero si no se corrige, a la larga, se percibe la limitación expresiva en lo que concierne a la forma y al contenido. No espero que esta última idea sea compartida por otros, pero yo sí lo tengo presente cuando busco distanciarme de la escritura de un libro propio.
Si esto es así, ¿qué pasó con libros como Corrientes coloniales, que en la reedición que le hizo Ediciones Aldabón le añadiste una decena de poemas, o con ese otro cuaderno, aún inédito, «Empujando la noche» (ahora hasta el título le has cambiado), que ya anunciabas como «listo» hace algún tiempo y al que, sin embargo, le sigues añadiendo y quitando textos. ¿No se suponía que ya «el estado de ánimo» que los había producido estaba cerrado y con esto dichos libros?
Si Walt Whitman escribió a lo largo de su vida sus Hojas de hierba y José Martí enmendaba sus propias planas a punto de imprimirse, yo puedo añadir, suprimir, rescribir algunos poemas o, incluso, como suelo hacer cada vez más, desmontar estructuralmente el proyecto, aunque haya sido legitimado por críticos, jurados, lectores, etc. De hecho, el acto de escribir es el que más disfruto y, después, el arte de organizar esas emociones y pequeños mundos, que llamábamos: libro.
No concibo ni concebiré nunca listo a algún libro porque después de cierta experiencia como poeta concibo a la poesía como un acto espiritual inacabado e inacabable y siempre es perfectible toda obra porque la perfección no tiene límites.
Medio en broma, pero también en serio, con un desespero allá en el fondo, me dijiste hace poco: «El poeta murió». ¿Cuánto te angustia, cuanto te atemoriza esa especie de slump en el que todo escritor suele caer de cuando en cuando?
En muchos poetas vive la angustia en que un día dejarán de escribir por diferentes razones. No estoy exento de experimentar eso. Hace meses que no escribo lo que considero un poema. No es que esté exigiéndome mucho, sino que cuando no tienes nada que decir que valga la pena es mejor el silencio. La poesía está en todas partes y debemos estar vivos, despiertos, atentos y activos, para cuando sea preciso expresar(se)(la). Después de muchos años he adquirido disciplina, rutinas y automatismos: leo, escribo, investigo, rescribo, organizo, desecho textos, leo, escribo otra vez y me distancio todo lo que pueda de lo creado. No siempre en ese orden, pero más o menos así.
No lo acepto del todo, pero creo que los poetas deben morir para que vuelvan a nacer y así hasta la infinitud, aunque estén atrapados en una relación dialéctica de repetición. Hay que ir en contra de sí mismo y tensar al lenguaje. Son disímiles y complejas las circunstancias en que se vive o que vives en las interpretaciones que se hacen de las lecturas de grandes obras literarias o de cualquier hecho cultural. Eso, sin lugar a dudas, en un poeta y en cualquier ser humano, lo conmueve. No dejo de pensar en imágenes constantemente y esas múltiples escenas se van quedando en mí hasta que llegue el instante de comunicarlas desde mi espiritualidad.
Cuando se está en un slump, para corresponder al término que usaste, debe permanecerse con la misma dignidad que cuando conectas un jonrón o estás en un intenso proceso de creatividad. En realidad cuando estoy escribiendo un nuevo libro es cuando más realizado me siento. Nada se compara con eso. Ni tan siquiera cuando se publica la obra.
Ver también: Leymen Pérez. La poesía, acto espiritual inacabado e inacabable (Parte I)
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