
Desconoce el cronista cuándo comenzaron en Cuba las ferias del libro. La referencia más antigua la encontró en una revista Carteles, de La Habana, correspondiente a mayo de 1937, con la presencia de los inevitables de entonces Fernando Ortiz, José María Chacón y Calvo y Emilio Roig. Un evento que se celebró en la explanada de La Punta y contó con el concurso de La Moderna Poesía, P. Fernández y otras importantes librerías y casas impresoras habaneras, y también con la asistencia de José Luciano Franco y Alfonso Hernández Catá.
Más tarde, a fines de la década de los 40 y comienzos de la siguiente, las ediciones de la feria se instalan en casetas de madera que se acomodan en el Parque Central habanero, modalidad esta usada en la época por los salones nacionales de humorismo. Son los tiempos de Raúl Roa en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación.
Sobre una de esas escribe José Lezama Lima en sus «Sucesivas o coordenadas habaneras», de Tratados de La Habana.
Después de enumerar los diferentes tipos de lectores que acuden a una feria, el también autor de Paradiso parece pasar balance a su propia biblioteca y luego de evocar el Quijote que le regaló su madre cuando tenía ocho años de edad, habla de Proust para demostrar que el tiempo es reconquistable. Libros leídos en unas fiebres demoradas, con mañanas lentas y algodonosas.
Libros que abandonados en el fluir de la reminiscencia, escribe Lezama, vuelven sobre nosotros como espadas voladoras, como hojas que se extienden y retroceden sobre las aguas de los sentidos.
Bolsa negra
En junio de 1946, el periodista Enrique de la Osa denunciaba en Bohemia la bolsa negra del libro.
Decía el agudo reportero en su nota que siempre que se hablaba de bolsa negra se pensaba en un negocio que transcurría a espaldas de la inspección oficial, con la ocultación previa del artículo que sería vendido con un sobreprecio fraudulento.
Subrayaba De la Osa: «Esto sucede, efectivamente, con los víveres, muchos de los cuales se mantienen bajo un régimen especulativo hasta ahora incontrolable».
Con los libros ocurría algo completamente distinto. La bolsa negra, en ese rubro, existía sin ocultación, a la luz pública, ante la mirada interesada de las autoridades. Era de especulación sin el pretexto de la escasez, sin la explicación de supuestos o reales encarecimientos en su producción.
La edición e impresión de libros, salvo los de textos, eran escasas en la Isla. Por lo general, el libro llegaba del extranjero, y cada ejemplar traía en un lugar visible su precio en el mercado de origen. Como se trataba de una mercancía que no pagaba flete y su consignatario era beneficiado con una reducción del 20% de su valor original, parecía razonable que esa ganancia bastase al librero importador y que se tasara el precio de venta del artículo según el tipo de cambio vigente a que estaba sujeta la moneda del país productor. Pero los libreros nacionales no practicaban dicha moral comercial, sino que tasaban arbitrariamente y siempre en su propio beneficio.
Así sucedía con los libros mexicanos, argentinos y chilenos. A los primeros se les recargaba una quinta parte de su valor, mientras obligaba al comprador a pagar el libro argentino al doble de su precio real, y el valor se cuadriplicaba en el caso de los chilenos.
Concluía Enrique de la Osa:
Resulta sorprendente que el Gobierno persiga a los agiotistas que especulan en otros sectores de la economía nacional y que lo hacen ocultamente, mientras contempla sin preocupación alguna como funciona a la luz del día la bolsa negra de los libros…
Relances
Un día vi en casa de Lezama Lima un ejemplar de Episodios de la Revolución Cubana, dedicado por su autor, el gran periodista Manuel de la Cruz, a José Martí y que tenía anotaciones y subrayados de puño y letra del Apóstol. Fue un regalo que le hiciera don Manuel Isidro Méndez poco antes de su muerte. Era para el autor de Oppiano Licario, el libro más valioso de su biblioteca, en la que había, además, primeras ediciones de Cervantes, Góngora y Quevedo que había comprado y pagado a plazos a 300 pesos cada, en la librería Martí, de la calle O’Reilly, frente al edificio de La Metropolitana. Roberto Fernández Retamar me contó que en una librería de ocasión había adquirido, por 40 centavos, un ejemplar de la edición príncipe de Ismaelillo, de José Martí, que donó al Centro de Estudios Martianos.
Fechas
En 1959 abrían sus puertas en La Habana unas 35 librerías. Algunas de ellas se especializaban en temáticas específicas, como la Interamericana de Cuba, en 23 y J, y Alonso, en I entre 23 y 25, especializadas ambas en Medicina, mientras que Al Bon Marché, en la Calzada de Reina, casi al lado de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, lo hacía en libros religiosos. Se promocionaba como La Casa de los Misales, con oferta de un completo surtido de devocionarios y libros de primera comunión en nácar, piel, etc., y libros de encuadernación fina. Canelo, también en Reina, compraba y vendía libros de uso en todas cantidades.
En el propio año de 1959, el Gobierno Revolucionario no solo rebajó el monto de los alquileres que debía abonar el inquilino y el precio de los medicamentos y redujo las tarifas eléctricas y telefónicas, sino que, por Ley número 479, de 30 de julio de ese año, rebajó entre 25 y 35 por ciento el precio de los libros de texto para las enseñanzas primaria, secundaria y profesional.
Antes, la Ley 187 de 31 de marzo, creaba la Imprenta Nacional de Cuba, que bajo la dirección del obrero Octavio Fernández, y no de Alejo Carpentier, a quien erróneamente se le atribuye el cargo, inició su catálogo con la edición del Quijote. Fue una idea de Fidel. La obra de Cervantes, con un dibujo de Picasso e ilustraciones de Gustavo Doré, se publicaba en cuatro volúmenes, que se vendieron a 25 centavos cada uno. De ellos existe una edición facsímil correspondiente al año 2000.
La Imprenta da paso, en 1962, a la Editora Nacional, ahora sí bajo la dirección de Carpentier. Y el 27 de abril de 1967 el Consejo de Ministros acuerda la creación del Instituto del Libro, y confía su dirección el historiador Rolando Rodríguez.
Un empeño editorial que no debe quedar fuera de este recuento es el que se organiza en 1959 bajo la dirección de Carpentier, el Festival del Libro Cubano del que aparecen tres series, cada una de ellas de diez títulos, con tiradas de 250 000 ejemplares, impresos en Perú, que se expendían a precios asombrosamente populares. Se trató de un empeño de la Organización Continental de los Festivales del Libro en su propósito de fomentar una Biblioteca Básica de Cultura Latinoamericana y que incluyó además a Perú, Venezuela, Colombia y Ecuador.
Diez libros por diez pesos
El 18 de junio de 1966, quedaba inaugurada en el Pabellón Cuba, la primera feria nacional del libro. Hubo una segunda que resultó mayor y más concurrida que la primera y en la que se hizo necesario situar mesas para la venta en las aceras de la calle N y desplegarlas asimismo en un local cercano para descongestionar el recinto ferial.
La venta se hacía en paquetes de diez títulos, sujetos con una cinta de papel, que podía incluir Anna Karenina y Somos hombres soviéticos o Rojo y Negro y Sandino, general de hombres libres. Al comprador le interesaban uno o dos títulos del paquete, pero debía cargar con los diez. Nacía así en el comercio nacional una modalidad que duraría años, la del convoy.
Poco importaba. Era muy barato. Diez libros por dos pesos. Podían comprarse también libros fuera del paquete y sucedían cosas que aprovechaban nuestros humoristas. Alguien preguntaba en el mostrador: ¿Cuánto cuesta aquí este libro que en la calle cuesta tres pesos? Y el librero respondía: Tres pesos.
Otros hitos
El año de 1968 aseguró dos hitos de mucha significación. En enero, durante la celebración del Congreso Cultural de La Habana, que sesionó en el hotel Habana Libre, se inauguró la librería de L esquina a 27, en El Vedado, con la venta de novedades muy atractivas y la asistencia de muy prestigiosas personalidades.
Esa noche se pusieron a la venta títulos como El gran zoo, de Nicolás Guillén, con la bellísima portada de Darío Mora, Ensayo de otro mundo, de Roberto Fernández Retamar, y En blanco y negro, de Ambrosio Fornet. Además, El libro de los doce, de Carlos Franqui, y Piel negra, máscara blanca, de Frank Fanon… Por si fuera poco, la biografía de Toussaint Louverture, del gran poeta martiniqués Aimé Césaire, presente también aquella noche en la librería.
Hacia el quinto mes de 1968 circuló con fuerzas el rumor de que tendría lugar en Cuba un nuevo cambio de moneda. Se decía, para dar verosimilitud al supuesto, que había impresores acuartelados en sus fábricas. Lo cierto es que se imprimía El diario del Che en Bolivia, y se hacía en absoluto silencio, de la misma callada manera con que el documento llegó a Cuba. Un silencio compartido por miles de personas que no dejaron traslucir el menor indicio.
Las ferias reaparecieron en la década de 1990, en el recinto de Pabexpo y de ahí pasaron a la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, donde se mantienen.
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