Nuria es una niña atrapada entre dos mundos. Su visión de la realidad se trastoca. Otra niña la mira, mientras juega a construir pirámides de barro, pirámides que ya no enterrarán a faraones, sino al secreto y a la venganza, y a una niña junto a otra. El cuento se concentra en recrear, con imágenes propias de las fabulaciones de lo sobrenatural y el terror, una atmósfera que avanza con pasos lentos, predisponiendo quizás al lector para el desenlace, para ese punto donde los sentidos del receptor han quedado lo suficientemente aguzados por el efecto acumulativo del miedo, esa pirámide de barro que también se cierne —silenciosamente— sobre las cabezas de todos.
Es en este desenlace donde la autora concentra su golpe de efecto, una vuelta de tuerca que se aleja del margen de lo previsible, incluso de las imágenes propias del mundo de lo sobrenatural: el final sorpresa, junto al fruto de la venganza, resulta de un sabor particularmente agradable para historias de este corte. Es preciso señalar también la capacidad cinematográfica de este cuento: la visualidad propia de la narrativa que Giny Valrís propone puede saltarse con facilidad la recreación paulatina del proceso de descomposición del cuarto de Nuria —no es necesario, realmente— y concentrarse, acaso, en la progresión de la trama, en el parque donde transcurre la atmósfera opresiva de la infancia, en el espacio donde el juego se convierte en artilugio para la venganza.
Simbólica resulta, sin dudas, la idea de la pirámide de barro como punto de encuentro entre las dos niñas —la viva y la muerta—, no solo por el aspecto mesiánicamente funerario de la figura en sí, sino por el hecho de que logra resumir en una sola imagen el espacio de juego que se transmuta en espacio de cárcel, y en la antesala de un limbo, de un lugar intermedio en el que no existe otra noción que la espera.
Aunque, de cierta manera, entiendo que la presencia de los padres de Nuria se hace necesaria para exhibir el conflicto y ayudar a la progresión dramática de la historia —sobre todo la figura del padre—, me habría gustado que al menos este personaje que menciono anteriormente tuviera una mayor presencia en la vida ficcional de Nuria, que ejerciera una influencia duradera sobre la niña —más que como otra aparición en el cuarto de esta o en la mesa donde la familia cena—, o que, al menos, se mostrara una contraposición entre la figura paternal “amorosa” en el hogar y aquella otra que se revela en la culminación del conflicto narrativo. De esta manera, la idea del padre como salvador y como monstruo habría estado más presente en el imaginario de ambas niñas —especialmente en el de la protagonista— y sus relaciones serían más complejas en cuanto a la profundidad de sentimientos y la contraposición de la realidad doméstica de Nuria y la realidad del horror que ha vivido Sofía.
De igual forma, las relaciones entre las dos niñas debieron solo condensarse al espacio del juego, al espacio donde se construyen las pirámides de barro como un símbolo de la decadencia, de la desaparición y la muerte. Así se habrían aligerado, también, las imágenes típicas que tan presentes se hacen en la literatura del género sobrenatural o de terror —me refiero, específicamente, a la aparición de Sofía en el cuarto de Nuria.
Notable es la recreación del miedo vista desde los ojos de los niños, que Giny Valrís capta a la perfección a través de la evolución rapidísima de los acontecimientos y del imbricado mínimo entre las imágenes que suceden. Se agradece que el cuento haya caminado en estas sendas que exploran no solo el mundo de los terrores subconscientes del niño —el cuarto como espacio cerrado, el patio de juegos como terreno mortuorio, los peluches de ojos cosidos, las paredes que se descomponen, la terrible levedad de la lluvia y su peso definitivo— sino la recreación ficcional de estos temores.
Nuria y Sofía son dos niñas que juegan con pirámides de barro. Dos niñas que esperan ser encontradas, que desean volver a sus hogares. Ambas, habitantes de un limbo donde el juego es dolor y pausa definitiva.
Giny Valrís (Madrid, 1994). Estudiante de Magisterio y Filología. Su trayectoria como autora de género y literatura infantil-juvenil comenzó en 2014. Desde entonces no ha dejado de escribir, abordando el formato de relato, novela y librojuego, y llegando incluso a ganar algunos premios literarios: VII Certamen de Relato y Narración Oral (Hijos de Mary Shelley, 2016) II Concurso de Relatos Sueños Etéreos (Khabox, 2019) entre otros. Entre sus trabajos destacan: The machine (Cazador de ratas, 2018), El gigante del puente (Dilatando mentes, 2019) y los librojuegos La sombra sobre Innsmouth y La ciudad sin nombre, que ya han sido traducidos a otros idiomas y adaptados a audiolibro. Entretanto ha coordinado antologías de relatos para editoriales independientes: Chikara (Taketombo Books, 2016), El futuro es bosque (Apache libros, 2018), Madre de monstruos (Tinta Púrpura, 2018), Terroríficas II (Palabaristas, 2019), Cuentos para Gaia (Apache Libros, 2020) y la revista literaria Opportunity (AEFCFT, 2019). Ha participado como ponente en charlas en torno a la ficción climática, la literatura feminista y los librojuegos; además de colaborar en entrevistas, podcast y presentaciones de libros o como jurado en concursos literarios.
PIRÁMIDES DE BARRO
1
Nuria llevaba días observándola desde el otro extremo del secarral de arena, sentada junto a la esquina del árbol hueco. La miraba embelesada mientras la niña arañaba la tierra y la amontonaba hundiendo sus uñas negras en el barro. Desde la lejanía, parecía que quisiera alzar una pirámide; pero por más que Nuria se fijaba, no lograba averiguar en qué consistía el juego. Las demás niñas corrían a su alrededor sin recaer en ella: saltaban junto a la pirámide y sorteaban el pequeño foso que había a su izquierda, pero ninguna se detenía a preguntarle y ni siquiera se volvían para mirarla. Nuria tiró el envoltorio de su sándwich a la papelera y levantó la vista hacia el cielo. Las primeras gotas del otoño apenas la rozaron; se precipitaban sobre la arena del parque tornándola de un color oscuro. Siguió con los ojos el rastro de puntos marrones que se dibujaban en el suelo hasta que su mirada se cruzó con la de aquella niña. Ella torció la boca, como si de alguna manera, al mirarse, se hubiera fragmentado ese halo de embrujo que desprendía la pirámide. Nuria quiso aprovechar ese momento para presentarse, pero entonces su madre se acercó arropándola con el paraguas. A medida que la lluvia se acentuaba, la muchedumbre infantil se fue dispersando, dejando el parque convertido en un cementerio de juegos. Nuria volteó la cabeza mientras su madre la arrastraba a toda prisa hasta el portal. Entornó los ojos. El paisaje empezaba a ocultarse detrás de la niebla y con la lluvia apenas se podía distinguir la pirámide. Sin embargo, fue incapaz de ignorar la sombra con dos coletas que continuaba su trabajo.
Las luces de la tormenta penetraban entre el tejido de las cortinas acomodándose en el interior de su cuarto. Los ojos abotonados de sus peluches permanecían rígidos sobre esa pared que hacía tan solo unos minutos había cambiado. Nuria se mantenía sentada a los pies de su cama con las manos entrelazadas en las rodillas. Había entrado a cambiarse de ropa, cuando advirtió que la pigmentación rosácea de su habitación se desprendía de las paredes y caía al suelo. Más que chorretones de pintura que se despigmentaban del revestimiento, parecían heridas abiertas gorgoteando muerte. La alfombra verde, que apenas cubría la superficie del cuarto, empezó a desplazarse hacia la puerta cuando la sangre penetró por debajo. Nuria observó sus pies descalzos sumergidos en aquella corriente globulosa y se subió a la cama de un salto. Su habitación se descomponía delante de ella, como si se tratara de un montículo de tierra que comenzaba a perder sus granos. Se deshacía y deformaba mientras el color discurría por el pasillo y desaparecía al bajar las escaleras. Poco a poco el color de su habitación se tornó grisáceo. Sin saber por qué, mientras la pared se desprendía de sus vestimentas teñidas de sangre, Nuria solo pudo acordarse de la niña del parque.
Entonces, la luz del pasillo arrolló la puerta y penetró en su cuarto. Nuria se volvió con el corazón alborotado. Su padre se encontraba apoyado en el picaporte.
—Es hora de cenar.
—Papá, la pared —musitó ella.
—¿Qué le ocurre?
Nuria tragó saliva.
—Hay sangre.
Su padre frunció el ceño y se inclinó palpando el gotelé.
—No veo nada.
Nuria se encogió sobre sí misma mientras veía cómo la sangre salpicaba la ropa de su padre.
—¿Es que no lo ves?
—Aquí no hay nada —aseguró—. Y ahora baja a cenar; mamá nos está esperando.
Ella se quedó contemplando cómo las zapatillas de su padre descarrilaban con sus huellas la sangre que discurría por el pasillo mientras las paredes seguían sangrando. Reprimió un grito al notar el hedor ferroso impregnado en cada rincón y se puso en pie para seguir a su padre. Entonces, cuando sus dedos rozaron el picaporte, una fuerte corriente de aire agitó las cortinas y cerró la puerta. Nuria se giró sobresaltada. Algo había abierto la ventana y, por un instante, sintió que el miedo había entrado en el cuarto. Quiso gritar y alertar a sus padres, pero algo le decía que no debían entrar ahí. En lugar de ello, tragó saliva y se asomó a la ventana.
Todo cuanto había a su alrededor se mantenía sepultado bajo la lluvia. Los árboles se enredaban con el viento y no se veía ni un solo coche circulando. Sin embargo, en medio de aquella jaula de tormenta, Nuria advirtió que la pirámide aún permanecía erguida junto al foso. Apartó las manos de la ventana y gritó al sentir el tacto de la sangre. Su madre la llamó desde el salón. No sabía cuánto tiempo llevaba junto a la ventana; había dejado de llover y las paredes seguían como siempre. Se dirigió corriendo hacia la puerta y giró el pomo. Al abrirla, encontró a la niña de pie frente a ella. En otra ocasión Nuria habría gritado hasta desgarrarse la garganta. Había pasado tantas noches temiendo toparse con un espectro que, ahora que se encontraba delante de uno, no sabía cómo reaccionar. Aquella niña la miraba como si nunca hubiera visto a un ser humano. Tenía sus pupilas clavadas en los rasgos de Nuria y esbozaba una sonrisa que la dejó sin respiración. No supo decir si se encontraba perdida y de alguna forma, al observarla, ella la había llamado o si, por el contrario, la niña ya la estaba buscando. Lo único que pudo comprobar es que nadie más la veía. Su madre apareció en ese momento subiendo los peldaños de la escalera aún con la espátula de madera en la mano. La riñó por tenerlos esperando y tiró de ella hasta la cocina sin percatarse de los ojos almendrados que la seguían.
El gusto del cordero se mezclaba con el olor de la sangre en su garganta. Nuria tosía intentando eliminar la sensación de ahogo mientras su padre consumía un cigarro sentado a su lado. Su madre se acercó con la bandeja de patatas y la dejó en medio de la mesa.
—Deja de fumar en la cocina, Tomás. Mira cómo está tosiendo la niña —dijo antes de coger la espátula y repartirlas.
Tomás miró de reojo a su hija y carraspeó apagando el cigarro. Nuria no le devolvió la mirada. Continuó atravesando los trozos de chuleta con el tenedor y restregándolos en el tomate mientras su mente se perdía entre la espesura de su cuarto. No podía dejar de pensar en aquella niña ni en el vacío que sentía en el estómago desde entonces.
Estaba oyendo a sus padres hablar de fondo, como si los envolviera un eco infinito. Pero Nuria apenas les prestaba atención, estaba mirando la esquina de la pared donde hacía unos segundos había vuelto a aparecer la niña. Esta alargó su mano hacia el televisor y presionó los botones a tal velocidad que apenas llegaron a aparecer las imágenes. Unos canales después, retiró el dedo. En la pantalla apareció el busto de una presentadora del telediario. Su madre interrumpió la conversación y subió el volumen de inmediato.
—La policía sigue sin encontrar a la niña de siete años que desapareció el mes pasado en Pozuelo de Alarcón, junto a la estación de RENFE —comunicó la presentadora—. La familia de la menor pide colaboración ciudadana y ruega que avisen a la policía si pueden aportar algo de información.
—¡Eso es una vergüenza! —exclamó—. A saber qué estarían haciendo los padres para perder de vista a una niña tan pequeña.
—Eso no es culpa de los padres, Carmen. Si se pierde o se la lleva alguien, no hay nada que hacer. La gente es muy hija de puta.
—¡Ay virgencita, qué horror! A saber qué le estarán haciendo a la pobre, no quiero ni pensarlo. Mira la fotografía —exclamó señalando la pantalla—. Tiene la misma edad que Nuria.
Ella permaneció callada sin apartar la mirada de la esquina. La niña ya no estaba pero no podía apartar de su mente su cara blanquecina ni la sonrisa entristecida que le dedicó antes de desaparecer.
—Nuria, si ya has terminado de cenar será mejor que vayas a dormir.
Ella asintió y salió de la cocina sin prestar atención a la discusión que estaban manteniendo. Era demasiado pequeña para comprender por qué se habían alarmado tanto. Pensaba que había cosas más importantes en ese momento.
Los gritos de los niños inundaban el parque enmudeciendo el vaivén de las ramas con el viento. Nuria se había abrigado hasta la barbilla y se había acercado al montón de arena donde seguía jugando aquella niña. Se quedó unos segundos contemplando la habilidad que tenía de amontonar la tierra.
—Hola —saludó por detrás del abrigo.
—Hola —le contestó sin levantar la vista del suelo. A Nuria le invadió un escalofrío.
—¿Qué hacías ayer en mi habitación? —se atrevió a preguntar después de varios intentos.
—No sabía que fuera tu cuarto —se excusó con una voz apagada.
—¿Qué haces con la tierra? —preguntó arrodillándose a su lado.
—Una montaña.
—Eso ya lo veo, pero ¿para qué sirve?
La niña se encogió de hombros.
—¿Cómo te llamas?
—Sofía.
—Yo soy Nuria.
Sofía levantó la mirada por primera vez y le clavó las pupilas en el rostro.
—¿Quieres ayudarme?
Nuria quiso huir, pero en lugar de eso asintió. Alargó la mano hasta el foso y cogió un puñado de tierra tal y como le había visto a hacer a ella tantas veces. Después, lo estampó contra la base de la pirámide y le dio unos golpecitos para que se fijara.
—No lo haces nada mal —observó Sofía.
Nuria sonrió.
—¿Dónde vives?
—Aquí —dijo ella señalando al montón de tierra.
—¡Anda ya, cómo vas a vivir en la pirámide! —se rio.
—No. Yo estoy más abajo —especificó.
—¿Bajo el suelo?
Sofía asintió con el rostro ensombrecido. En ese momento, Nuria notó cómo las primeras nubes oscurecían el parque y cómo las gotas comenzaban a caer a lo lejos. Vertió el puñado de tierra al suelo sin querer.
—¿Eres la niña que están buscando, verdad?
—Estoy esperando que vengan a buscarme —murmuró ella asintiendo—. Quiero construir una montaña gigantesca, como solía hacer con mi padre, para que la vean y sepan dónde estoy.
—¿Por qué no vas a buscarle?
—Porque no sé cómo regresar a casa —Sofía le dedicó una larga mirada—. Eres la primera persona con la que hablo desde hace días.
Nuria escuchó aquellas palabras conteniendo el aliento.
—¿Qué tengo yo de especial? ¿Por qué te puedo ver y otros no?
En lugar de responder, Sofía se tapó los ojos y se echó a llorar. Nuria se acercó a ella y le rozó el hombro, no sin titubear. Por un lado sentía lástima por ella y quería ayudarla, pero por el otro… Había algo en su interior que le empujaba a marcharse de allí. Sintió cómo Sofía sollozaba entre sus brazos y no dudó en creer que aquel llanto, aunque le helase la piel, parecía muy sincero.
—Entonces, ¿no puedes recordar nada? ¿No sabes por qué estás ahí abajo?
Sofía alzó la cabeza y Nuria se arrepintió de haber preguntado tal cosa. Los ojos de la niña se quedaron fijos sobre los suyos, como si pretendiera absorber toda su consciencia. De pronto, todo cuanto había a su alrededor se distorsionó y comenzó a invadirle una sensación de vértigo. Antes de que pudiera reaccionar, Nuria se vio a sí misma bajo la lluvia, en medio de una calle poco transitada en la que nunca había estado. Sus pies se elevaban sobre el suelo, como si estuviera deambulando por un sueño. Apenas podía distinguir los letreros que recorrían la calle y no había nada que le diera una pista de dónde se encontraba; tan solo podía percibir de fondo el sonido del tren. Tras avanzar unos metros reconoció una verja y unas canastas de baloncesto sin red. Nuria se detuvo en medio de la acera intentando averiguar cómo volver a casa. Por más que llamaba a sus padres o gritaba el nombre de Sofía nadie le respondía. No sabía cómo había llegado hasta allí.
Entonces, cuando creía que ya no podría volver, escuchó la voz de su padre. Ella se giró a tiempo de verlo al otro extremo de la calle. Nuria no dudó en apresurarse para alcanzarlo. Pero, al torcer la esquina que conducía al callejón, sus piernas se paralizaron. Sofía estaba también allí, muerta de miedo. Su padre se apresuraba a meterla en la parte trasera del coche mientras ella se retorcía tratando de liberarse. Su padre cerró la puerta. Nuria quiso gritar pero no le salió la voz. La ropa de Sofía voló hacia la bandeja del maletero mientras veía a su padre en el asiento de atrás con ella. Cerró los ojos. El nudo que tenía en el estómago se convirtió en una arcada. Todo cuanto había a su alrededor se desvaneció en cuanto ella se inclinó junto a los cubos de basura. Por primera vez desde que vio a Sofía en el parque deseó que todo aquello no fuera más que una pesadilla. Pero algo le decía que ya era demasiado tarde.
Abrió los ojos con los recuerdos del sueño cabalgando entre sus pestañas. Se frotó los párpados y miró en derredor. Por un momento creyó que se encontraba tumbada en su cama y que aquello no había sido más que una horrible pesadilla. Sin embargo, estaba tendida en medio del parque. Se puso en pie de un salto. El tacto de la tierra y el dolor que sentía en sus extremidades parecía muy real. Nuria entornó los ojos. Los columpios y todos los árboles parecían más lejanos y distorsionados, enormes, como si aún se encontrase dentro del sueño. Se llevó la mano a la frente intentando ordenar sus ideas. Sofía había desaparecido y comenzaba a oscurecer. No había niños a su alrededor y tampoco veía a su madre. Se acarició el brazo conteniendo las lágrimas.
—¡Mamá! —gritó.
—No creo que pueda oírte.
La voz seseante de Sofía procedía de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. Nuria la buscó con la mirada, pero a su lado tan solo veía montículos de tierra. Alzó la vista hacia el cielo. Las gotas de lluvia caían sobre su frente nublándole los ojos. El viento se había intensificado tanto que había empezado a limar la cumbre de la pirámide. Nuria se dejó caer sobre sus rodillas al reconocer el gigantesco montículo que se alzaba frente a ella. La pirámide se elevaba hasta tal altura que apenas podía distinguir la cima. Miró sus manos y volvió la vista hacia el cielo. No podía ser cierto, no podía haberla encogido; pensó. De pronto, como si pretendiera satisfacer sus preguntas, Sofía se asomó desde lo alto de la pirámide. Su rostro ensombreció el suelo ocultando los últimos rayos del sol. Nuria abrió la boca al verla. Por un momento creyó que iba a perder el conocimiento.
—¿Qué me has hecho? —gimió—. Dime que no es real.
Sofía, por el contrario carcajeó.
—No quisiera permanecer bajo el suelo de este parque sin tener a nadie con quien jugar —sonrió. Nuria tragó saliva—. Además, si fue tu padre quien me dejó aquí, sabrá por dónde empezar a buscarte.
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