Es uno de los narradores más importantes de la segunda mitad del siglo XX cubano, cuyas pulsaciones y virajes han quedado registrados, de mano maestra, en su literatura. Una literatura a la que el ejercicio paralelo del periodismo —al contrario de lo que opinan algunos escritores sobre ese oficio—, no ha hecho sino reportarle ganancias, en un juego de mutuas influencias, de savias nutricias, del que ambas vertientes han salido favorecidas.
Testigo y actor de su tiempo, polémico, desenfadado, asequible, con una curiosidad en permanente acecho y una lozanía intelectual intacta a sus más de 70 años, Lisandro Otero ha consolidado una obra vasta, coral, significativa; una novelística espléndida, que sigue creciendo, en la cual explora a fondo en la historia —no solo la de su país— y en los entresijos más íntimos de la naturaleza humana, los azares del hombre frente a sí mismo y a su destino.
Leerlo es una aventura enriquecedora, apasionante. Incitarlo al diálogo un placer y ese desafío que supone someter a un periodista avezado a ese metafórico ruedo, a ese duelo de preguntas y respuestas, del que él es un artífice consumado.
A estas alturas de una vida intensamente vivida, como la suya, y una obra sólida, de alto vuelo, que lo respalda, se impone una especie de retrospectiva. ¿Ha dado ya esa mirada atrás, cuál es el saldo?
Todavía no he realizado esa retrospectiva porque cuando tire la raya y sume quiere decir que no hay nada más que añadir. Pero hay en el haber algunas realizaciones, algunas frustraciones, pérdidas y ganancias, desaciertos y conquistas… como todo el mundo.
El Premio Nacional de Literatura le llegó en un momento en que tiene acumulado un número considerable de honores y distinciones. ¿Cómo lo recibió?
Con sorpresa, con asombro y desconcierto. No tenía la menor idea de que habría de recibirlo. Pensaba que jamás me sería otorgado. Recibí casi un centenar de mensajes de Internet y decenas de llamadas telefónicas de todo el mundo. He visto numerosos cables de agencias de prensa, los periódicos de América Latina difundieron la noticia. Es un lauro prestigioso que ha convocado la atención de la esfera de la cultura.
Después, la sorpresa dio paso al júbilo. Sobre todo cuando percibí que eran muchos —más de los que imaginaba—, quienes se regocijaban junto conmigo, que era un contento compartido y auténtico. Eso me otorga una sensación de confiada seguridad en el consenso alcanzado.
¿Cuánto permanece en usted de aquel joven de veintitantos años que escribió una novela, hoy considerada un clásico de la literatura cubana, La situación?
Creo que casi todo, sobre todo el impulso apasionado de confiar siempre en las utopías y su aureola futura. Fue con esa confianza que escribí La situación.
En su novela Temporada de ángeles hay una dedicatoria que expresa, más o menos: a la presencia, cada vez más creciente, de Alejo Carpentier. ¿Cuáles son sus deudas con Carpentier, cuáles sus afinidades o cercanías?
Siempre he profesado un deslumbramiento estremecido ante la presencia monumental de Alejo Carpentier, por su destreza como escritor, su vida ubérrima, su incesante curiosidad por las tecnologías y los movimientos de la creatividad y el pensamiento. Su oído perceptivo le permitió alcanzar unas sonoridades de la lengua que muy pocos escritores han logrado.
La eufonía de su prosa y la visión del mundo que en ella refleja deberían ser aspiraciones de todo novelista que aspire a la eternidad. Afortunado podría considerarse todo aquél que se le acerque a un centímetro del tacón de su zapato.
Usted se refiere a menudo, con satisfacción implícita, a muchos de sus libros, pero no recuerdo que mencione con frecuencia uno de ellos, Pasión de Urbino, incluso a menudo relegado por los críticos. ¿Se arrepiente de él o lo reivindica como hizo Cortázar con 62 Modelos para armar, al que llamaba «su hijito feo, pero secretamente preferido»?
No tengo ningún reproche que hacerle a Pasión de Urbino. Es una novela sin muchas pretensiones, perfectamente lograda dentro de las dimensiones que intenté. Creo que debe reeditarse. Constantemente recibo referencias de jóvenes que la han leído en bibliotecas, porque está agotados sus tirajes, y la prefieren a mis otras novelas de corte histórico y realista. Parte de las nuevas promociones se inclina por este tipo de literatura de mayor vuelo imaginativo y endebles contactos con la materialidad objetiva. Ese libro fue seleccionado en 1967, por el conjunto de los críticos cubanos, entre los mejores publicados ese año.
Usted, en un conversatorio en la Biblioteca Nacional de Cuba, afirmó: He vivido la vida y me he quemado bajo el sol. La frase casi equivale a un epitafio.
No hubo ninguna intención mortuoria. Simplemente quise decir que al cabo de medio siglo de brega puedo mostrar las cicatrices de las batallas que he librado en el camino.
Usted nació en cuna de oro, era hijo del presidente de la poderosa Asociación de Repórters, tenía casa en Varadero, Guanabo, y residencia en Miramar. Desde un inicio estuvo vinculado con la Revolución surgida su país. ¿Cómo se produjo en usted lo que pudiéramos llamar desclasamiento, cómo fue ese proceso de aprender a prescindir?
Mi padre también fue Decano del Colegio Nacional de Periodistas y era una figura influyente en el panorama cubano, pese a ello no me absorbió el sistema. Creo que mi educación revolucionaria se la debo en gran medida a la Universidad de La Habana que era una gran academia de rebeldía.
En la década del cincuenta comencé a leer marxismo y me vinculé al Comité 30 de Septiembre, al cual también pertenecía Fidel Castro, Lionel Soto, Bilito Castellanos y Alfredo Guevara, entre otros.
Después estudié en Francia y aquel medio fue otra gran escuela de insurrección. Allí me vinculé a los movimientos estudiantiles de izquierda. Finalmente, a mi regreso a Cuba advertí con mayor nitidez las desigualdades, los atropellos y la irracional desorganización social.
Me uní a las actividades del Movimiento 26 de Julio y los sacrificios de aquellos muchachos, los martirios a que fueron sometidos por la dictadura, la abnegación y desinterés que los impulsaba, terminaron de persuadirme de la razón de aquella causa. En 1959 no era un revolucionario maduro pero estaba listo para aprender a serlo.
Usted ha sido considerado un hombre polémico y usted mismo se autodefine así. ¿Lo considera una virtud? Cuando se lo dicen, ¿lo toma como una crítica o como un elogio?
Hasta cierto punto lo tomo como un cumplido porque quiere decir que no he sido un conformista sumiso, un resignado sin criterio. A veces se me ha clasificado como «conflictivo» y no creo que haya nada de perturbador en ello porque he mantenido ciertas pautas de pensamiento y de conducta divergentes, pero he sostenido mis discrepancias con cordura y sin ceder jamás en los principios.
Mis disentimientos nunca fueron de fondo. Me considero revolucionario por ser intransigente.
¿Cuánto hay, en sus libros, de trabajo duro, a mano limpia, con la palabra?
Mucho. Pero debo decir que soy autor de una obra vasta y por tanto irregular. Aprendí trabajosamente el oficio y mi trajín incesante con las palabras es una adquisición de los últimos tiempos. En mis primeras obras no existe el mismo cuidado formal y en algunos casos las salva el ímpetu con que fueron escritas más que los primores de hechura.
¿Qué le inquieta como persona y como escritor? ¿Qué lo preocupa al punto de no dejarlo, a veces, dormir?
Haber realizado tanto esfuerzo en vano. Dejar de existir y convertirme en una partícula cósmica, olvidada y mínima. Que el tránsito humano no sea más que una ilusión de los sentidos. Formar parte de un magma difuso, impalpable, intrascendente.
¿Qué autores son sus «compañeros de viaje» todavía?
Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Joyce, Stendhal, Flaubert, Sartre, Malraux, Hemingway, Quevedo, Thomas Mann, Malcolm Lowry, Nabokov, Dos Passos, Pablo de la Torriente, Graham Greene.
Para algunos críticos, Ud. es un novelista fundamentalmente urbano o citadino. ¿Está de acuerdo con esa definición?
No estoy de acuerdo. Mi experiencia vital ha sido citadina, no hay dudas; no soy un hombre de campo, pero mis novelas históricas se desarrollan en toda la vasta extensión de la isla cubana.
Su vida como periodista o como diplomático lo situó en el centro mismo de una vorágine de acontecimientos, en medio de una historia cambiante y palpitante. Al margen de lo que convirtió en materia nutricia de su literatura, ¿qué le dejaron esas experiencias humanamente?
He atestiguado, ciertamente, algunos de las conmociones mayores del siglo veinte. Estuve presente en la guerra en Vietnam, la revolución cultural china, la Unidad Popular de Salvador Allende, la erección del Muro de Berlín y también en su derribamiento, el inicio de la «perestroika» en Rusia, el despertar de África al iniciarse la descolonización y, desde luego, en la Revolución Cubana en la que he participado activamente.
No habría sido quien soy de no haber vivido esas experiencias que formaron o modificaron mi visión del mundo. Creo que aprendí a entender la caducidad de las instituciones humanas, la volatilidad del orden construido, las posibilidades infinitas que encierra todo intento de cambiar la vida
Al cabo de más de 70 años, ¿cómo se ve a sí mismo?, ¿qué espera del Lisandro que es?
Por el tiempo que me queda ya no puedo aguardar demasiadas novedades, ni albergar mayores expectativas, pero sí espero mucho de la nueva generación, de los jóvenes que se han formado mucho mejor que los de mi promoción, que tienen umbrales de tolerancia más significativos y niveles de educación mucho más vastos.
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