Cuando se unen la pasión de lector y la manía de evaluación, es imposible evitar enfrentarse a infinidad de libros, de los cuales solo algunos salen con el airoso toque de la literatura. Hay diferencia, por supuesto, entre literatura y escritura, aunque ambas se presenten en envoltorios similares, o en el mismo paquete de saciar la ansiedad por la lectura y resarcirse con una obra de buena calidad. La afamada escritora española Corín Tellado, por ejemplo, defendía sin concesiones que sus novelas eran literatura, por muchos calificativos que pudiéramos ponerles. En su defensa —el éxito y la fama la obligaban a vivir acusada de banalización, no lo olvidemos—, argumentaba que su literatura aliviaba a millones de almas que lo necesitaban, al sentirse infelices. De modo que no solo consideraba sus obras como literatura, sino que les atribuía un importante rol social. Los autores españoles que firman bajo el seudónimo Carmen Mola, para poner otro ejemplo más o menos extremo, ni siquiera se preocupan por ser valorados como literarios, aunque también en esa condición publican y se inscriben, ya con la garantía de un mercado que vende miles de ejemplares de sus libros. Otros, y otras —como Reyes Monforte o Pilar Eyre—, dan por hecho que su obra es literaria y que el ligero, o envanecido peso específico con que su prosa se desplaza es un acierto del oficio y jamás una carencia.
Esta divagación, que tiene ejemplos más o menos análogos en las letras cubanas de este instante, llega a propósito del libro Cuarenta vasos de vodka, del autor cubano Rogelio Riverón. Recibió el Premio de Cuento Alejo Carpentier 2023 y contiene trece piezas. Piezas digo porque cuatro de ellas, colocadas bajo el título constante de «Apuntes en los puños de la camisa» son notas de un cuaderno de campo de escritor. Pasajes que, sin embargo, anuncian la esencia de un conflicto, el misterioso camino que sugiere una historia y, por tanto, la tentación de imaginarla. Basta el peso específico de esos breves apuntes para sentir, con satisfacción, que no estamos en presencia de un libro, sino de un ejercicio de literatura. Los nueve cuentos que se van alternando con esos breves pasajes, destierran además varios prejuicios que en el ámbito de la recepción se han expandido.
El primero de ellos supone que es recomendable cierto nivel de unidad espacial y temática para un conjunto de cuentos. Cuarenta vasos de vodka lo desmiente y demuestra que, si es necesaria esa ilusión de unidad, basta con el valor del discurso literario para conseguirlo. En ocasiones, el narrador del relato se disfraza del autor del libro y da la sensación de que habla de sí y de sus vivencias. Radica en esto uno de los varios aciertos de esos cuentos, pues la primera persona en que se narra se concentra en los detalles extraños, estrambóticos, una que otra vez chocantes, para ejercer con ellos, simultáneamente, seducción y extrañamiento.
Escenarios comunes, de Cuba o diversos lugares del Planeta, como Estambul o New York, revelan situaciones singulares que no son estrictamente dependientes del sitio en que se encuentren, o del cual procedan.
Un elemento esencial para dar peso literario a la escritura se encuentra en los razonamientos que en la descripción se deslizan. Pueden ser pocos o abundantes, la cantidad no define lo cualitativo. Colocados con oficio, estos razonamientos dotan al discurso de un poder comunicativo que trasciende la propia cadena de sucesos y genera una sensación de relativa independencia. Si al razonar a la par que se describen acciones la reflexión corta o desvía el avance de la fábula, corre el riesgo de perder todo el paquete. Cuando se aplican fórmulas, las posibilidades de fracasar se tornan altas. En esa cuerda floja Riverón avanza como un equilibrista que, al reconocer el peligro, se hace parte de él, y vence el trayecto como si no hubiera sombra de vacío debajo.
Emparentado con el razonamiento axiomático se halla la descripción evaluativa, en la que la persona, el entorno o el objeto descrito no llega solo a través de inspección visual, sino imbricado con un sentido que el autor, oculto tras el narrador del relato, pretende transmitirnos. Habilidad que se derrocha en los cuentos de este libro y que buen ejemplo deja a quienes malogran sus deseos de comunicar algún mensaje polémico, o incluso un desafío. Los cuentos de Cuarenta vasos de vodka no evaden lo polémico, o los tabúes o, por si no fuera suficiente, algún conato de perverso filo, pero jamás regalan el sentido, fiel al precepto de que solo al lector corresponde entresacarlo.
Riverón usa además el recurso del enunciado anafórico como un modo de subrayar el elemento que se quiere llevar a primer plano. Lo hace con una prudente economía, consciente de que ir más allá abre las puertas de la redundancia y frustra las trampas del sentido posible. Lo señalo en negativo, por decirlo insuficientemente, porque con mucha frecuencia descubro que se ha malogrado este recurso estilístico. Una y otra vez, en las narraciones cubanas contemporáneas, se ha insistido en la fórmula, como si pareciera imprescindible demostrar que han aprendido las lecciones de escritura creativa que en nuestro ámbito van predominando. Lo he hallado, para más asombro, en los libros premiados en los tantísimos concursos que el sistema institucional auspicia. A estas alturas me preocupa, más allá de la alarma.
Ninguna de esas fórmulas —aunque sí los recursos— se encuentra en este libro premiado en un certamen tan insigne como el Alejo Carpentier. Este autor es astuto y sabe esconderse detrás de la voz del narrador, a la vista de todos. Logra también tocar fibras polémicas, reservadas para la mente que pone a funcionar la inteligencia, sin que apenas se note.
Valdría la pena aplicar un breve ejercicio de deconstrucción analítica para apreciar de qué modo Riverón ha logrado entregarnos un texto raigalmente literario, y no uno de esos tantos libros redactados con métodos correctos y pedagógicas muestras de lección aprendida.
En el cuento «Polvo gris sobre los párpados», que abre el volumen [pp. 9–23], se usa un recurso de apropiación metaliteraria, tan tentador en toda la etapa de posmodernidad. «Un personaje de Naguib Mahfouz llega a La Habana en el vuelo de Turkish Airlaines», informa en la primera oración. Con el dato presentado —revelar quién es el personaje y describirnos su primera acción—, puede asaltarnos el presentimiento de que nos espera algo fuera de lo convencional. De inmediato nos cuenta qué ha ocurrido con ese personaje desde el momento en que tuvo que escapar de El Cairo para arribar a la capital de todos los cubanos. No hay indicios, mientras, de que podamos adentrarnos en una especie de relato fantástico, del tipo que rompe con la lógica convencional de aquello que entendemos como real. Sus peripecias concentran una historia y cumplen de paso la misión de que no nos importe que el personaje protagónico sea de Mahfouz y no de Riverón. La treta literaria ha funcionado y se ha extendido hasta un tópico importante para todo el conjunto posterior del libro: la rareza, en contigüidad entre lo insólito y lo extraño.
Nada es, por tanto, predecible en la trama, sin que termine en ese punto el juego. El relato continúa de inmediato con un pasaje metaliterario: una alusión al modo de concebir los personajes en el premio Nobel egipcio y hasta una cita que puede confirmarlo. Marchan a la par el curso de la fábula, con su cadena de datos presentados, y el artificio que pudo generar su creación. Y el artificio mismo de cómo crear los personajes y cómo interpretarlos una vez creados. Metaliteratura y metacrítica, en apenas un párrafo que no pierde la continuidad del personaje, quien recibe nombre y no sabe si se ha emancipado de su autor, según las reflexiones ad hoc. Varios sistemas de mensajes se interponen, entrecruzan sus líneas principales.
Ya nombrado por el autor cubano como Ali Zayn, «para proteger su identidad», este personaje quedará emancipado de su supuesta pertenencia anterior y pasará al total dominio de este autor. Dos tradiciones parecen estar detrás del curso posterior del relato: el absurdo y el grotesco. Por más que parezca caprichoso, ya que me tomo el derecho de arrimar a mi albedrío mi propia sartén, lo absurdo me recuerda a Virgilio Piñera mientras que lo grotesco me lleva a Mijaíl Bulgakov. Los personajes con lo que tendrá que entenderse en La Habana, un tanto anodinos y a la vez con un aire de familiaridad contemporánea, serán fundamentales para encontrar claves de interpretación literaria en los demás relatos.
Prefiero, sin embargo, no contar estar historia, ni ninguna de las siguientes, porque reconstruirlas a la manera sintética que propone el análisis sería despojarlas de lo que antes he señalado como virtud de agradecer, al menos de mi parte, que sigo aspirando a encontrar literatura, y no sencillamente libros, en los libros que leo, casi viciosamente.
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