El apoyo estatal a la comedia griega llegaría medio siglo después —486 a.C.— de que lo recibiera la tragedia, fecha en que se le hizo entrar al Festival de las Grandes Dionisias. No quiere esto decir que durante todo ese lapso de tiempo el disfrute de lo cómico fuera ajeno al ciudadano ateniense, pues estaba presente en sus rituales mágicos, en los cuales se descargaban las burlas y las sátiras sobre el carácter tópico del pharmakós. El personaje que encarnaba al pharmakós era portador de cada una de las culpas que —desde la perspectiva del poder de la polis— podían poner en peligro la estabilidad comunitaria; por ello mismo, debía ser expulsado, o desaparecido. Este actúa, sin embargo, como el simpático ante el espectador, pues divide su conciencia entre la norma ciudadana, que es imprescindible para ser parte de esa ciudadanía, y el deseo íntimo de reír en libertad. A través de esa risa el individuo interpreta, de modo subjetivo, las limitaciones de esas normas que rigen su vida autoritariamente.
De esa tradición ritual se nutre la comedia que va a ser puesta en escena oficialmente, es decir, ya admitida por la autoridad que reconoce las normas del buen gusto, aunque esta siga siendo considerada como de menor rango. Que hayan transcurrido cincuenta años entre la inclusión de la tragedia y la comedia en el entorno oficial de la fiesta revela hasta qué punto las estrategias de lo cómico han conseguido arraigarse en los ámbitos generales de recepción de la ciudadanía griega y con qué fuerza la hipocresía autoritaria ha resistido a su embate. Al ser un elemento importante en prácticas comunes no oficiales que compartían tanto la ciudadanía —que eran las personas de cierto rango de la Polis— como por los habitantes de las clases bajas, de culturas «bárbaras», la parodia cómica se arraiga y se resiste a la preterización a la que la autoridad la ha destinado. Tanto que medio siglo después adquirirá carta de ciudadanía.
Además de los rituales sagrados, otros representativos de diversos poderes autoritarios en la sociedad, dejaban a su paso su parodia cómica, burlesca durante la Edad Media europea. De conjunto con las actitudes de intolerancia y rechazo, típicas de la personalidad autoritaria, convivían prácticas de utilización de ese tipo de manifestación para equilibrar el control social que parodiaban. Acudir a la variante humorística constituía una norma arraigada en la conducta popular, seudo canónica, y propiciaba que las autoridades usaran su efectividad para buscar apoyo en su ejercicio de dominio ciudadano. Poco ha cambiado la humanidad en ese aspecto. Hasta los días de hoy, incluso las más sublimes prácticas tienen su espontánea parodia, desde el rito religioso o el garante de la democracia, hasta las normas familiares íntimas. La mayoría de esos ritos paródicos resultan muy efímeros, enunciados de tanta inmediatez, que al año siguiente ya son incomprensibles.
Desde la pantalla insaciable de la televisión se emite un producto que dura apenas el tiempo de emisión y deja solo la idea de que es posible hacerlo de ese modo, aunque ese modo desperdicie las fórmulas y sature muy pronto al receptor ideal. No obstante, cuando el pensamiento humorístico rebasa la espontaneidad superficial, el resultado cómico de la propuesta conduce a importantes reflexiones en el enjuiciamiento social. Así parece interpretarlo el film de 1998 The Truman show, magníficamente protagonizado por Jim Carrey y mejor dirigido por Peter Weir, o continuando hasta el último instante de esa misma línea, los incansables productores de memes espontáneos en las redes sociales de la interconexión global. De entre la infinidad de carteles que se lanzan al vertedero infinito de la escena virtual, es posible entresacar ejemplos de valor que dan fe de cuán viva continúa la relación entre el discurso canónico y su alternativa paródica. A unos y otros volveremos, deteniéndonos allí donde lo cómico intentó rasgar los muros aparentemente infranqueables de la autoridad.
En su profuso estudio La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de François Rabelais (Madrid, 1998), Mijaíl Bajtín señala que «la risa, en la Edad Media, permaneció fuera de todos los ámbitos ideológicos oficiales y fuera de todas las estrictas formas oficiales de establecer relaciones sociales. La risa fue eliminada del culto religioso, de las ceremonias feudales y estatales, de la etiqueta y de todos los géneros de pensamiento elevado». Igualmente, hay muchos mitos primigenios que condenan a la persona riente, sobre todo si ríe a costa de la autoridad comunitaria que rige el curso de su vida.
Sé que muy pocos académicos —o ninguno acaso— me tomarían en serio si confieso que buena parte de los razonamientos teóricos que fundamentan mis indagaciones acerca de la risa han tenido en un chiste su punto de partida y, lo más importante, sus claves de sentido. Acaso no les falte razón al desconfiar y soltar a galope sus apocalípticos jinetes, porque la relación entre lo cómico y el juicio posterior que provoca no es un acto inmanente ni, tampoco, un resultado cuyo rigor se da por ecuaciones. La risa es un fenómeno complejo que merece respeto y atención. Esa expresión definitiva y compacta que define al chiste conduce a un ámbito más amplio en la comprensión de los entornos que rigen el curso de la sociedad.
Ha sido norma en los estudios académicos distanciarse del acto de significación y trasladarse, o atrincherarse, en aquello que considera un escaño superior para el análisis científico. Tal vez sin intenciones discriminatorias, Roman Jackobson extendió una patente de corso al proclamar como superior al pensamiento analítico, sin incluir en él los modos populares de la interpretación. De ahí que el humor asuma la tangente y se distancie, por su parte, de ese tipo de ecuaciones. Sin embargo, no hay análisis de la estructura organizacional de la Edad Media como el que hace el equipo de Monty Python en varias de las escenas de Monty Python and the Holy Grial (1975) (en español: En busca del Santo Grial) o el propio Terry Gilliam en Jabberwocky (1977) (en español: La Bestia del Reino), como tampoco hay tratado acerca de la burocracia moderna que supere la capacidad de síntesis expresiva —y analítica— que hallamos en la película La muerte de un burócrata, del cubano Tomás Gutiérrez Alea. Al comparar las secuencias, hallamos coincidencias que no surgen, precisamente, de que el arte imite al arte —una falacia más del canon—, sino de que el humor interpreta los modos de comportamiento de la autoridad y perfila su propio análisis paródico. Síntesis y precisión incontestable asisten al humor en su estrategia de confrontación de los poderes, lo que tal vez explique el estigma constante que pesa sobre su modo de expresión.
No es necesario insistir en que tradicionalmente lo cómico ha quedado por debajo de lo trágico; o quizás sí, y no solo es necesario, sino que urge además plantar cara y batalla a tendencias que se han atrincherado en sus preceptos dogmáticos. Siempre que mi sentido del humor me lo permita, lo haré con esas armas, o estrategias, de modo que la deconstrucción no se convierta en víctima del pecado que busca rechazar.
Para Bajtín:
Las imágenes de Rabelais se distinguen por una especie de «carácter no oficial», indestructible y categórico, de tal modo que no hay dogmatismo, autoridad ni formalidad unilateral que pueda armonizar con las imágenes rabelesianas, decididamente hostiles a toda perfección definitiva, a toda estabilidad, a toda formalidad limitada, a toda operación y decisión circunscritas al dominio del pensamiento y la concepción del mundo.
Ese acto de desafío rabelaseano conlleva, según el propio autor, a que apenas consiga admiradores y seguidores aislados en medio del panorama civilizatorio de la Europa burguesa, en la que la reconstitución del orden ciudadano se erige como norma. No es de extrañar si comprendemos que la meta se enfoca en la organización de la sociedad a través de la necesidad del trabajo, donde confluye casi la totalidad de los mecanismos de control. Justo ese modo humorístico de confrontación y desconocimiento del canon literario condena a Rabelais al escaño discriminatorio –que Bajtín llama «especial olvido»–, tal y como lo han sufrido anteriormente quienes se atrevieron a utilizar la risa como sistema de evaluación de la conducta, tanto en el mito de las culturas originarias como en el llamado Viejo Testamento hebreo.
De un modo análogo a la ruptura brutal rabelaseana, encontramos la continuidad de escenas en esas hilarantes películas de los hermanos Marx, donde la subversión del canon referente se acumula para lograr el elemento cómico. Sabemos, sin embargo, que su filmografía necesitó adaptarse al canon cinematográfico para expandir su despampanante comicidad e irreverencia, lo que definió modos de creación argumental que aún están vigentes y son quebrados solo en excepciones. Fue necesario incluir un argumento que «organizara» la intriga y, ya con un modelo estructural codificado, la llevara de una circunstancia a otra para canalizar las desafiantes humoradas. Paradójicamente, funcionó la estrategia de control argumental en contra del propio control argumental: millones de personas accedieron a un humor desafiante, destructor de la propia autoridad que lo sustenta. De no haber aceptado ese paquete de normas, sus actuaciones habrían quedado en un ámbito inmediato. Irreverentes como Groucho hay pocos, ciertamente.
El desafío a la autoridad del canon actúa como elemento de ruptura del significante y propone su quiebra a toda costa. Podemos verlo además en el cine de los hermanos Cohen, Zuker, Abrahams, Mel Brooks, o Woody Allen, por ejemplo. Y, con similitudes y diferencias respecto a lo que ocurriera con la filmografía de Groucho Marx, en el curso evolutivo del arte cinematográfico de Chaplin, paradigma de confrontación al gesto autoritario. Y también en el teatro de Mrozek y otros cultores de lo absurdo.
Esa constante es, para todos, un llamado pospuesto, injustamente pospuesto.
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