Llevado y traído por la lectura de la novela Empecinadamente vivos de Rodolfo Alpízar tuve el empeño de escribir una reseña. Bosquejada ya una página… decidí proponer al autor una entrevista. Más que una reseña, conversar. Inquirí, desde luego, si lo aceptaba. Respondió afirmativamente.
5. No puedo olvidar un elemento que tratas en la novela, de vital importancia histórica, a la luz de lo finalmente ocurrido aquella tarde heroica y a un tiempo aciaga. Me refiero al llamado Grupo de Apoyo, ese que no llegara jamás. Aquella conversación en la que se debate si sustituir a su jefe o no, la decisión final de José Antonio. La novela no se extiende sobre ese particular. Expone ese momento… y nada más.Y se trata de un hecho poco debatido y dilucidado. ¿Quiénes conformaban el llamado Grupo de Apoyo? ¿En qué organización militaban? ¿Quién era su jefe? ¿Por qué no se produce la llegada de este Grupo, que indudablemente hubiera podido ser decisiva? ¿Qué sucede después con sus miembros?
En cuanto al grupo de apoyo es poco lo que se puede decir, en la novela se refleja la escasa información fidedigna que ha llegado a nuestros días. El hecho incontestable es que sucedió lo que Pepe Gómez-Wangüemert temió: Los jefes se acobardaron en el último momento, y muchos buenos combatientes, que hubieran decidido el combate a favor de los atacantes, se quedaron esperando la orden de entrar en acción.
Afirmar que el grupo de apoyo hubiera podido decidir el combate a favor de los revolucionarios no es ninguna utopía: Su número era superior al del grupo comando, por razones obvias, y las armas de mayor poder de fuego estaban a su disposición, solo había que tomarlas. Pero había algo más en lo que coincidían varios de los combatientes con quienes conversé: Hubo un momento en que también los defensores de Palacio se encontraron solos. Si el grupo de apoyo hubiera entrado en acción en ese tiempo, difícilmente habrían podido resistir, y la toma de Palacio habría sido realidad.
Carlos Gutiérrez Menoyo, jefe del comando, consideraba como un hermano al jefe principal del grupo de apoyo. Junto con Daniel Martín Labrandero formaban el trío conocido por Los Tres Mosqueteros. Supuestamente era el jefe del grupo de apoyo, era hombre de acción. Según uno de los combatientes, Juan José Alfonso Zúñiga, ese individuo era conocido en Cuba como Ignacio González, aunque su verdadero nombre era Marcelo Manuit Armantequi. Carlos confiaba plenamente en él, pues venían juntos de la Guerra Civil Española, donde habían combatido. Como se relata en la novela Pepe realizó una visita de control unos días antes de la acción, a solicitud de Faure, y advirtió que la gente de la que se rodeaba Ignacio González no eran de fiar. Pero para entonces era imposible realizar algún cambio.
Estando a un par de cuadras de distancia del lugar de la acción, sabiendo dónde estaban las armas y los hombres que las empuñarían, Ignacio se acobardó a última hora y no dio la orden de combate, a pesar de que sabía que con su actitud abandonaba a su suerte a dos amigos que se fiaban en él, Carlos y Menelao Mora. Sus dos lugartenientes, Valladares y Morales, que se encontraban en Luyanó con algunos hombres, a pesar de oír por la radio que había comenzado el ataque, no hicieron nada por llegar al lugar, con el pretexto de que tenían que recibir por teléfono la orden de Ignacio.
Aunque no dispongo de datos exactos para una afirmación categórica, es probable que el grupo estuviera formado en lo fundamental por miembros de varias agrupaciones del autenticismo radical y remanentes de antiguas facciones revolucionarias, reales o solo de nombre, surgidas en la etapa posterior a la caída de Machado. Vale aclarar, pues se menciona poco, que también muchos de los que combatieron en Palacio tenían esa procedencia política.
En cuanto a los miembros de fila del grupo de apoyo, algunos se desmovilizaron, pero otros continuaron la lucha contra Batista de una forma u otra. De estos últimos hay que señalar que no pocos tuvieron que cargar con el estigma de esa traición a pesar de no ser culpables.
Del destino de los jefes traidores nadie me supo dar información.
6. Sostienes en la novela el papel –infausto– del azar. Aquel ómnibus de la Ruta 14 en mitad de la calle en el momento del ataque, la propia muerte de José Antonio. El azar, se sostiene en la novela, lastra el éxito del ataque. Incluso, colocas al azar en una de las partes de la balanza cuando se cita la posibilidad de haber dotado de mayor poder de fuego al primer grupo. Estudiaste de manera profunda y minuciosa el plan de ataque, cada uno de los momentos de aquel hecho. Han trascurrido algunos años desde la escritura de tu novela: ¿mantienes aun hoy que el azar jugó aquel día un papel, digamos, determinante?
Sigo pensando que el azar fue un factor, si no determinante, sí de mucho peso en el resultado final de la acción. Si las fuerzas revolucionarias hubieran contado con más preparación militar, por ejemplo, tal vez no hubiera sido así, pues el plan estaba muy bien pensado, y se basaba en un estudio previo del lugar de la acción, que incluía horarios y hábitos de la guarnición y del principal inquilino del Palacio. Pero en las condiciones en que se encontraban, y enfrentados a un aparato represivo bien entrenado, con superioridad en armas y personal y, sobre todo, acostumbrado a matar, los elementos fortuitos que siempre están presentes en toda actuación humana, por mínimos que sean, podían frustrar el plan mejor elaborado. Y en este caso no fueron hechos mínimos, sino muy importantes. Menciono solo tres, para ilustrar la idea.
Que Daniel Martín Labrandero quedara imposibilitado de caminar y lo asesinaran al escapar del Príncipe podría haber sido solo la pérdida de un excelente combatiente, pero para los revolucionarios en la capital significaba la pérdida de uno de los dos únicos jefes militares experimentados con que contaban, y no había cómo sustituirlo. Daniel hubiera sido el jefe máximo de la acción que se preparaba; precisamente esa era una de las razones para la evasión.
El ómnibus atravesado en el camino de los asaltantes fue también un hecho fortuito que impidió sorprender por completo al enemigo y costó vidas; en ese caso, el azar no frustró la acción en su mismo comienzo, precisamente por la experiencia de Carlos en acciones comando durante la guerra mundial. El peso del azar fue neutralizado porque los combatientes contaban con un jefe experimentado y pudieron sobreponerse a él.
La muerte de José Antonio hubiera sido un golpe terrible en cualquier circunstancia, pero en el momento en que ocurrió fue determinante. El encuentro con el carro policial que circulaba en sentido contrario al del automóvil en que José Antonio viajaba podía no haber sucedido, pero también pudo haber sucedido sin traer consecuencias. Pero la juventud y la inexperiencia militar de José Antonio y de sus acompañantes los llevaron a actuar de forma precipitada y con ello se perdió al jefe. Si no hubiera concurrido, además, la traición de los jefes del grupo de apoyo, la acción de Palacio hubiera tenido éxito; en tal caso la caída del líder hubiera sido dolorosa, pero no hubiera significado el fracaso de la Revolución iniciada. El Directorio dio muestras en los días posteriores de que era capaz de reorganizarse y continuar la lucha, incluso sin su jefe, y volvió a mostrarlo después del 20 de abril. Pero coincidieron la muerte del jefe y la traición de los jefes del grupo de apoyo.
Como José Antonio había sido alertado de la posibilidad de la traición, su plan era, concluida la acción en Radio Reloj y de regreso a la Universidad, partir hacia Palacio y encabezar el grupo de apoyo. ¿Qué hubiera ocurrido si, en vez de morir, hubiera llegado a la Universidad, y de ahí hubiera partido, con otros combatientes, a Palacio? ¿Habría llegado a tiempo para impedir el fracaso de la acción?
Su muerte, que no tenía por qué producirse, pero se produjo, impidió que se tuviera la respuesta.
7. En el panorama literario del mundo actual se evidencia una marcada tendencia a novelar la historia, a historiar la novela. En Cuba, si bien algo se ha novelado nuestra muy rica y heroica historia, si algunos cuentos la han tomado como nudo y cauce, ello no ha devenido hasta hoy tendencia. ¿Por qué crees que este fenómeno, natural y hasta laudable, no se ha manifestado en la literatura cubana de los últimos años con la fuerza evidenciada en otros sitios? ¿Puede ello explicarse desde quizá cierto carácter poco laborioso de los autores cubanos en cuanto a enfrentar la investigación histórica? ¿Puede establecerse la causa –o una de ellas– en cierto dogmatismo / esquematismo en la enseñanza y/o tratamiento de la Historia? ¿Pudieran citarse, como plantean algunos, la existencia de ciertas zonas oscuras o supuestamente intocables en la historia patria, aspecto este que puede atenazar desde la imposibilidad de hallar las necesarias fuentes?
Ante todo, está el gusto, y el nicho donde un narrador se siente más cómodo. Por suerte, en estos momentos la narrativa cubana se mueve en una diversidad de géneros y subgéneros, y las temáticas abordadas son tantas como puedan imaginar sus cultivadores. La novela histórica es actualmente solo una entre múltiples posibilidades de brillar en el Parnaso de los narradores.
Ahora bien, en cuanto al cultivo de lo que podríamos llamar «novela histórica» (dejo constancia de que no estoy muy seguro del significado del término), hay de todo un poco. Está la moda, pues nadie quiere ser considerado un autor fuera de moda, y escribir sobre la historia de Cuba puede no motivar a los posibles lectores. Al respecto, en algún momento leí que escribir novelas históricas en Cuba es buscar agua en una fuente agotada; al parecer ese sentimiento ha calado, y tal vez haya algún prejuicio contra el género.
El prejuicio no es gratuito, según mi opinión, aunque puedo estar equivocado.
Hubo una época de un incipiente «realismo socialista criollo» (sus cultivadores de entonces jurarán, convencidos de que dicen verdad, que nunca existió algo así en el país, pero las obras están ahí), en que abundaron los textos de milicianos y bandidos, rebeldes y batistianos, heroicas zafras del pueblo, etcétera. No fue lo único que se escribió, desde luego, y hubo obras impactantes, pero siempre he estado convencido de que el uso y abuso del «contexto histórico» fue lo suficientemente abundante como para crear rechazo, sobre todo en las generaciones de narradores que fueron sucediéndose.
En mi opinión, está también el hecho de que posiblemente las clases de historia de Cuba sean las que más hacen bostezar a los alumnos en cualquier nivel de enseñanza; solo compiten con ella en aburrimiento, aunque no les ganan, las dedicadas a la enseñanza de la lengua materna. Quien pasa la vida oyendo y repitiendo de memoria los mismos calificativos para los mismos sucesos y personalidades, aprendiendo a colocar en una «línea del tiempo» (creo que así la llamaban cuando mis hijos estudiaban) las fechas y los hechos históricos correspondientes, difícilmente pueda sentirse motivado a reescribir esa «historia» en forma de novela.
Y no se olvide que para cualquier escritor es un riesgo novelar sobre algo que realmente sucedió, con seres cuya biografía, al menos a grandes rasgos, es conocida (y peor es si hechos y personajes son casi contemporáneos). Si el público conoce que una persona murió ahorcada, y el escritor en su obra la fusila, porque le parece más noble describirla con la sangre brotando del pecho que pataleando en el aire, el resultado puede ser desastroso. Por ello es preferible escribir tramas imaginadas, con personajes ficticios, aunque se sitúen en medio de algún hecho histórico. Benito Pérez Galdós fue un maestro en ese sentido, pero a la vez era capaz de describir una batalla naval real con una precisión de datos aplastante. No cualquiera se atreve a tanto.
La escritura de novelas históricas exige pasar horas, días, semanas, ¡meses!, estudiando o comprobando datos históricos, para no incurrir en disparates: Es precio bastante elevado que no cualquiera admite pagar. Solo lo hace quien tiene alguna motivación especial, cierto interés personal en determinado hecho o personaje. Siempre es preferible escribir algo que solo exija dar rienda suelta a la imaginación; al menos, no es tan peligroso.
Relacionado con lo anterior está, no hay que descuidarlo, el instinto de conservación: Si por el camino de la vida uno aprendió que en la historia de su país hay zonas tabú, lo piensa dos veces antes de entrar en ellas. Otras zonas, sin ser propiamente tabú, implican el riesgo de ahogarse en un mar de versiones encontradas, y uno no aprendió en la escuela que la historia es contradictoria. Es un acto de fe en uno mismo lanzarse a nadar en tales aguas.
Si alguien decide incursionar en alguna de esas «áreas de riesgo» debe ser consciente de que puede no ver publicada su obra, pues pueden aparecer misteriosos evaluadores que se la veten. Si ello no lo asusta, debe saber que ha de trabajar mucho, que debe emular con un investigador, y a la vez no debe confundirse con él, pues esta confusión es también peligrosa: Se es escritor de ficción, no historiador, y uno no salta al otro lado de la frontera sin dejar la piel en el empeño.
También hay que tener presente que difícilmente se es neutral cuando se describen hechos históricos, porque uno no es un autómata que escribe. Involucrarse demasiado, tomar partido, puede hacer fracasar la obra como novela.
Tal vez me equivoco en lo que afirmo, pero es mi modo de ver el tema.
8. Una vez leída –vivida y sufrida tu novela– alcanzo a visualizar en ella un gran potencial que puede ser tomado por el audiovisual, se trate de una serie o de un filme. ¿Has recibido alguna proposición al respecto? ¿Por qué crees que –salvo las honrosas y muy dignas excepciones, esas que todos hemos celebrado, hablo, por ejemplo, de Duaba o lo realizado con relación a los sucesos deEscambray–, el audiovisual no se haya interesado como debiera por estos temas? ¿Está ello limitado por las dificultades de financiamiento o crees tiene otras causas, digamos semejantes a las que atenazan a la creación literaria?
Estoy convencido, y lo están muchos lectores, de que Empecinadamente vivos puede (quizás también debería) adaptarse al cine, sea como película, sea como serie. Incluso puede llevarse a telenovela. Puede serlo en su totalidad o en algunas de sus partes, pues hay tramas y subtramas que de manera independiente pueden llevarse a otros medios. No he recibido ninguna propuesta al respecto y no sé por qué; supongo que hay muchos temas más interesantes que los sucesos de marzo de 1957 para nuestros guionistas y directores de cine y televisión. Ya perdí la esperanza de que alguno de ellos se entere de que tiene en Empecinadamente vivos una oportunidad. Sí puedo afirmar que le hice la propuesta, mediante un mensaje escrito a su teléfono móvil, a alguien que podía haberse interesado, pero no merecí de su parte ni siquiera una respuesta negativa.
Recientemente una colega me habló de adaptar la novela para la radio, pero aún está en proyecto, no debo decir más.
9. Tienes en tu morral de escritor varias obras de tema histórico. La historia te seduce. En el marco de tu novelística, ¿cómo clasificarías a Empecinadamente vivos? ¿Te propones algo semejante, tienes esos planes?
De momento no tengo ningún plan concreto. Cierto, cuando terminé Empecinadamente vivos quedé muy motivado, y fantaseé con la idea de continuar esa línea de la historia reciente de Cuba, pero pronto me di cuenta de que no estaba en condiciones de emprender la tarea. Me hubiera gustado escribir algo más enfocado en la actividad de las mujeres en la lucha clandestina, pues ellas fueron imprescindibles, y hubo luchadoras y organizaciones femeninas de la cuales nunca se habla.
La novela fue una experiencia fuerte, me involucré mucho espiritualmente; además, conocí a varias personas que creyeron en mí y me entregaron parte de su vida, no solo por contarme lo relativo a su participación en los hechos de marzo de 1957, sino también por lo que me dieron de sí mismos, sus motivaciones, sus sueños y frustraciones, personas que admiré y que, en muchos casos, ya partieron para siempre.
De todos modos, Empecinadamente vivos no es la última obra de tipo histórico que he escrito; en 2016 salió (y desapareció de inmediato) Robaron mi cuerpo negro, que tiene como protagonista a Fermina, una esclava que participó en varias insurrecciones de esclavos en 1843, obra que recientemente se publicó en Puerto Rico. No resulta ocioso comentar que tiene todas las condiciones para convertirse en producción cinematográfica, pero solo los lectores y yo pensamos eso.
10. Soy un escritor absolutamente autodidacta. Ello me empuja a una pregunta que, me temo, resulta algo perogrullesca. ¿Cómo enfrenta la hechura de una novela un escritor como usted, de vasta y muy profunda formación lingüística?
No me atrevería a suscribir tu afirmación, aunque admito que algo de formación lingüística tengo, pero, salvo la seguridad que me da disponer de un aceptable dominio de mi idioma, haberme dedicado a la lingüística mucho tiempo no me reporta ninguna ventaja ni significa ninguna diferencia. Lo cierto es que me enfrento a la pantalla en blanco (en otro tiempo fue la página) lleno de las mismas inquietudes e inseguridades (e ilusiones) que cualquier otro.
Y quiero comentarte algo, autodidactas somos casi todos, yo también lo soy, pues nunca he pasado ningún curso de técnicas narrativas. Eso sí, cuando leo una buena novela, y más aún cuando traduzco una buena novela, siento que he pasado un curso.
11. ¿Qué recomendaciones pudieras ofrecer, desde la experiencia que te aportara esta novela –toda esa labor de búsqueda da testimonios, de fuentes, de investigación histórica y su posterior transmutación a las páginas– a quienes deseen novelar desde la argamasa mítica / mística, ese halo / hado que es la historia patria?
No me atrevo a hacer recomendaciones de ningún tipo, no me siento capacitado para ello, y me atengo a aquello de «cada maestro tiene su librito». Además, hoy cualquier escritor de treinta años tiene más caudal informativo que yo para hablar de técnicas, métodos y modos de abordar la obra literaria; cualquiera hace mejor que yo un esquema de trabajo y sabe cuál cita colocar para encabezar su obra (por cierto, muchos desconocen que eso no se llama exergo, sino cita).
En cierta ocasión, hace casi veinte años, una joven amiga, con la normal prepotencia del recién graduado brillante, se burló de mí porque le comenté que para mí lo principal es ser honesto con el lector, escribir con sinceridad. Ni la honestidad ni la sinceridad son categorías literarias me recriminó.
Lo grave es que yo sigo creyendo lo que afirmé entonces.
Para mí, si lo que se pretende es escribir novelas sobre la historia del país, de las que permanecen (no libelos, no arengas políticas, no literatura «de combate»), hay que investigar con seriedad y acompañar el rigor investigativo con sinceridad, y con esa otra categoría tampoco existente para los especialistas, esa que los músicos llaman «bomba». A eso llamo honestidad en la obra, y es lo que recomiendo por si alguien quiere oírme: honestidad y bomba. Y no olvidar que la honestidad al escribir pasa por el dominio del idioma, principal herramienta para que la novela sea la que uno escribió, no la que le reescribió la editorial.
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