Cuando lo entrevisté no había ganado aún el Premio Nobel y no lo esperaba. Al menos, eso decía, «porque si un escritor se pone a esperarlo, la vida se le convierte en un infierno», puntualizó un hombre que hasta ese momento mereció no pocos premios y acumuló un buen número de distinciones.
¿Entonces?
Los premios son buenos y malos a la vez. Buenos, porque lo distinguen a uno, están dotados, por lo general, de algún dinero, y hay un cierto tipo de lector que se guía por ellos; le sirven de brújula. Y malos, porque cuando un escritor participa en un certamen está como metiéndose en una competencia deportiva: corre y, mientras trata de alcanzar la meta, no puede evitar volver la vista a un lado y a otro para saber quién va a su lado y quién quedó en el camino. Lo que importa, en definitiva, es la obra. Al cabo de diez, quince, cincuenta, cien años, ¿cuántos recordarán los trofeos si el libro que alguna vez alguien galardonó o la persona premiada, no merecieron quedar en la memoria de la gente?
Ejercí el periodismo durante tres años; sé que no hice nada que merezca recordarse en ese orden. Como poeta tengo una obra hecha y tengo también la certeza de que mi poesía no llegará a ninguna parte. Lo mismo podría decirle sobre mi dramaturgia y mis ensayos. Si la posteridad encontrara algo aprovechable en mi obra, en lo que hice en mi vida, sería en la novela, a condición de que la posteridad considere que la necesita. Mis pronósticos son sombríos: el sol, algún día, dejará de alumbrar, no calentará más y la Humanidad desaparecerá, y entonces no se salvarán Homero ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes. Nadie.
En aquel atardecer de 1992, en el Hotel Presidente, de La Habana, donde se alojaba el autor de Historia del cerco de Lisboa, inquirí entonces cuál era, de los que había escrito, su libro preferido. Comentó que cuando se le hacia esa pregunta, respondía, por lo general, que el más reciente, pero «no siempre uno da contestaciones verdaderas». Títulos como Memorial del convento, su libro más leído hasta la fecha de este encuentro y El evangelio según Jesucristo, al que en ese momento se pronosticaba un éxito igual o mayor, lo llenaban de satisfacción, pero que no ocultaba su debilidad por una novela como El año de la muerte de Ricardo Reis. ¿Por qué?
Reis es autor de una obra que, por su forma, su contenido y su serenidad, pudiéramos llamar clásica. Bueno, ahí yo presento mi punto de vista acerca de la postura del intelectual en relación con la vida y con su tiempo. El año de su muerte es el de 1936, fecha en la que estalla la contienda española y se olfatea en el aire el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
En esa obra se da un diálogo entre Reis y Pessoa, esto es, una conversación entre un muerto y alguien que no existió nunca, comento. En una carta de 1935, Pessoa dice: «Ricardo Reis nació en 1887… en Porto, es médico y está ahora en Brasil». Usted afirma en su novela que Reis regresa a Portugal después de la muerte de Pessoa.
Por eso también la prefiero. Me gusta por ese encuentro y desencuentro continuos entre dos seres que son uno solo y distintos al mismo tiempo.
La vida es una especie de juego y lo que intento mostrar en esa novela es la pluralidad de gente que vive dentro de cada uno de nosotros y el esfuerzo que debemos hacer para presentarnos ante los demás con una sola imagen, de manera coherente, con nuestras contradicciones aparentemente resueltas. Es lo que Pessoa expresa con sus heterónimos y que yo quise traducir en un diálogo entre Pessoa y Reis, uno de los tantos seres que vivió dentro del poeta y que habita un poco dentro de nosotros.
Pura alusión, pura ironía
Si yo tuviese que caracterizar con un solo trazo a José Saramago lo haría con esta palabra: desenfadado. Uno esperaba encontrarse con un hombre adusto y severo, pagado de sí mismo, y se sorprende ante un ser amable y acogedor –alto, fuerte, simpático, bien plantado, pese a sus años-, para quien el quehacer literario, que despoja de todo halo romántico, es una labor como otra cualquiera.
Hijo y nieto de labradores, Saramago no pudo concluir la enseñanza secundaria. Hoy es la gran figura de las letras portuguesas y uno de los novelistas de primera fila en el mundo. Levantado del suelo (1980) le atrajo el favor del público y de la crítica y desde entonces cada uno de sus libros alcanza relieve de acontecimiento editorial. Memorial del convento, se tradujo ya a 28 idiomas y tenía en 1989, en Portugal, 19 ediciones desde su primera publicación en 1982. El evangelio según Jesucristo (1991) romperá al parecer esa marca; a pocos meses de su aparición, su tirada, en Portugal, alcanzaba los 95 000 ejemplares y los 30 000 en Brasil.
Lo curioso es que este hombre, entrañablemente apegado a su tierra, obsesionado por una búsqueda acuciante del sentido de la existencia humana, inmerso en una larga reflexión sobre un pasado vigente, no esperó ese éxito ni se lo explica. Tampoco lo procura.
«Mientras en busca del bestseller –dice el narrador chileno Carlos Droguett– muchos escriben novelas policiales o novelas políticas, que son ya subgénero de la literatura policial –puro nervio, puro músculo–. José Saramago hace exactamente lo contrario: pura alusión, pura ironía; lo activo se reduce, en su narrativa, a alguna triste y pedestre seducción y a paseos por las calles lisboetas, una Lisboa que es como el París de Hugo, el San Petersburgo de Dostoyevsky, el Dublin de Joyce, el Nueva York de Thomas Wolfe, el Buenos Aires no descrito, pero siempre presente de Borges… Una ciudad que es una metáfora potente, subjetiva, parcial, limitada y, sin embargo, más viva y emocionante que la urbe de piedra, historia y barro de la realidad. En Saramago no hay novela sin ciudad, ni paisaje sin pulso de las palabras de su novela…».
Poeta, cronista, narrador, autor de obras para el teatro, su obra comprende más de veinte títulos. Lo entrevisté a solicitud de una revista habanera. Vino a fin de participar como jurado en el certamen literario de Casa de las Américas correspondiente a ese año.
Era una vez un rey que prometió edificar un convento en Mafra. Era una vez la gente que construyó ese convento. Era una vez un soldado manco y una mujer que tenía poderes. Era una vez un padre que quería volar y murió magullado. Era una vez…
Ahí empezó todo
De su novela inicial no quería acordarse. No le tenía la menor estimación, aunque alguna gente dijera que es la novela posible para un hombre de 25 años en el Portugal de la década del 40. Reconoce que no está mal escrita, -«no escribía yo mal ya en ese entonces», dice-, pero lo ve como un libro creado por un señor que por mera casualidad es él mismo. En ella se habla de cosas que el autor apenas conocía porque no las había vivido y eran fruto de sus lecturas. Lo tituló La viuda y el editor le dio el titulo con el que en definitiva apareció, Tierra de pecado. «Con la edad que tenía yo entonces, muy poco sabía yo sobre viudas y mucho menos acerca del pecado. No la reeditaría», comentó.
No volvió a publicar hasta 1966, con Los poemas posibles. Pregunto que hizo desde la aparición de Tierra de pecado, en 1947. Respondió que vivió. Trabajó. Fue mecánico, burócrata, traductor, editor, periodista, muchísimas cosas hasta que apareció Los poemas posibles. Un periodo que vivió sin drama, sin agobio ni angustias. Apunta: «Con Los poemas posibles empezó todo realmente». Con el tiempo se acercó a la prosa hasta que dio a conocer la novela inicial de esa etapa, Manual de pintura y caligrafía.
Dijo que no buscaba la anécdota de sus novelas, sino que la encontraba y que cuando se sentaba a escribirla lo único que tenía claro era el punto al que quería llegar. Personajes, asuntos, situaciones, subtramas le salían al paso mientras trabajaba y los asumía o no, les concedía una mayor o menor importancia. Siempre que se sentaba a escribir había conseguido una propuesta de título que condensaba el sentido de la obra y a partir de ahí trabajaba con plena libertad, sin que ningún esquema previo predeterminara el desarrollo de la obra, abierta a todo aquello que pudiera enriquecer su idea inicial… Recordó la opinión de un crítico que afirmó que su escritura era desprogramada. Tenía razón, dijo, porque en sus novelas el camino nunca se escoge de antemano.
«No soy nada romántico», enfatizó. No creía que en las noches las ideas fluyeran con más facilidad. Tampoco creía en los amaneceres inspirados. No creía en la inspiración, sino en el trabajo pues, afirmaba, la rutina no es mala si uno sabe exigirse lo mejor de sí. Dijo trabajar entre las tres y las siete de la tarde o entre las cuatro y las ocho. «Siempre digo que escribo porque almorcé y ceno porque escribí y dedico a una novela el tiempo que ella requiera. Por lo común ocho o diez meses son suficientes para un libro de 400 páginas».
Cuando se decidía a escribir una novela ya la idea para ella había madurado lo suficiente, sabía bastante de su historia pues la había maquinado durante uno o dos años, sin que, por ello, ya escribiéndola, se cerrara a lo inesperado. Escribió con pluma de fuente y en una tipiadora tan antigua, que cuando se le dañaba una pieza, el mecánico tenía que fabricársela pues se trataba de un modelo que había desaparecido hasta de museos y casas de antigüedades. El fin de la Historia del cerco de Lisboa fue también el de aquella maquinita. Adquirió entonces una computadora, la dominó con mucha facilidad y escribió íntegramente en ella El evangelio según Jesucristo.
«Eso de sentarse a escribir una novela es algo terrible. Cuando tomo la decisión no me detengo hasta el final, pero cada vez pospongo más el dia en que debo comenzarla», expresó este hombre que se definía como un animal doméstico porque toda su vida transcurría dentro de su casa.
En los libros de Saramago hay una búsqueda acuciante del sentido de la existencia humana. ¿Le obsesiona la captación de la irrealidad de la realidad?, pregunto y responde que, aunque sus libros se vayan mucho por la fantasía, le obsesiona la necesidad casi fisiológica de lo concreto, sentir esa cosa concreta que puede llegar al lector y que no le llegaría de no estar clara para él. En cuanto a sus personajes, creía que no eran más que eso, personajes; lo sorprendían aquellos autores que aseveraban que sus personajes se le imponían o se les escapaban de las manos para cobrar una existencia propia, cosa que a él no le ocurría nunca porque los suyos no tenían otra vida que la que él les daba.
En la Scala de Milán, en 1990, se presentó una ópera basada en Memorial del convento. En los días de este encuentro pedían a Saramago el texto para otra, esta vez sobre la tragedia de los anabaptistas, una secta de herejes alemanes de comienzos del siglo XV exterminada por la nobleza mandada por Lutero. «Mientras eso me mantenga ocupado no pienso comenzar una nueva novela, aunque tengo ya la idea para ella», comentó.
No son muchos de los escritores de su posición y de su edad que se atrevan a intentar una nueva experiencia. ¿No preocupaba a José Saramago aventurarse por un derrotero diferente?
Me preocupa, pero no me asusta; en todo caso me inquieta más que intentar una nueva novela. Sé que soy un poco inconsciente… Si no lo fuera, jamás hubiera publicado una línea; se necesita algo de inconsciencia y mucho de osadía para hacer literatura, y son esa inconsciencia y esa osadía las que lo mantienen vivo a uno. Mientras la cabeza funcione, todo funciona, y para que la cabeza funcione hace falta ponerla a funcionar.
Siempre es bueno enfrentarse a cosas nuevas. Es un riego, ya lo sé, pero uno tiene que tener la valentía necesaria para asumir los riesgos, riesgos que, pensándolo bien, no son nada notables.
Saramago falleció a consecuencia de una leucemia, el 18 de junio de 2010, en Lanzarote, Islas Canarias, donde se instaló tras su salida de Portugal, luego de que el gobierno su país vetara la presentación de El evangelio según Jesucristo al Premio Literario Europeo con el pretexto de que dicho libro ofendía a los católicos.
Nació en la aldea de Azinhaga, el 16 de noviembre de 1922. Recibió el Premio Nobel en 1998. Trabajó hasta el último momento de su vida; se dice que al sobrevenir el deceso tenía escritas unas 30 cuartillas de una próxima novela. Al cumplirse el primer aniversario de su muerte, sus cenizas fueron depositadas al pie de un olivo centenario, traído de su pueblo natal y trasplantado en una plaza de Lisboa.
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