Hace ya muchos años pregunté a Augusto Monterroso, el autor de El dinosaurio y La oveja negra, entre otros títulos, cómo escribía y su respuesta fue un pistoletazo. Me dijo: «Tachando». Añadió:
Muchos escritores afirman que escriben por necesidad… Yo no siento la necesidad de escribir. Además, soy un perezoso. Lo demás es silencio, mi libro más extenso, me costó veinte años de esfuerzo, aunque no pasé todo ese tiempo trabajando en el texto; de hecho, escribía una o dos páginas, y a veces menos, cada dos o tres meses, y en ocasiones pasaban seis sin que volviese a ocuparme de él. Yo no escribo por necesidad, y si publico lo que hago es por satisfacer mi amor propio y molestar a algunos de mis amigos.
Con el narrador guatemalteco —nacido en Tegucigalpa, Honduras, en 1921, Augusto Monterroso, el gran renovador de la fábula en nuestro tiempo—, uno nunca sabía bien a qué atenerse. Si escribía sobre un autor inglés del siglo XVIII, era probable que no hubiese existido, y lo mismo sucedía cuando aludía a un escritor africano. Tampoco podía creérsele mucho si acudía a fuentes bibliográficas y citaba el nombre de cierta editorial o de alguna revista donde se publicaron comentarios sobre su obra, y si hablaba de Eduardo Torres, que inspiró Lo demás es silencio, no tardaba uno en darse cuenta de que el erudito de San Blas, cuyos artículos y ensayos plagados de inexactitudes e incongruencias dio a conocer en importantes publicaciones y hasta en congresos internacionales, solo tenía realidad en la imaginación de este hombre de baja estatura, tímido y sarcástico que era Monterroso, y quizás por eso sea tan real como cualquiera de nosotros.
Corría el mes de enero de 1986. Había tenido lugar el II Encuentro de Intelectuales por la Soberanía de Nuestra América, al que Monterroso asistió como delegado, y transcurría el Premio Literario de Casa de las Américas, en el que el autor de La palabra mágica figuraba como jurado y que yo «cubría» como periodista. Convinimos un encuentro y Monterroso y su esposa, la narradora mexicana Bárbara Jacobs, la autora de Doce cuentos en contra, me invitaron a acompañarlos a la piscina de hotel Habana Riviera, donde se alojaban.
Bárbara era una mujer de extraña belleza y resultaba una secretaria eficiente. Llevaba en el bolso los libros del marido, le alcanzaba el bolígrafo en el momento preciso, abría el volumen por la página donde aparecía el texto que Monterroso quería mostrarme, y pasaba todo el tiempo en silencio, siguiendo las palabras y los gestos del escritor con unos ojos grandes y expresivos con los que sonreía maravillosamente sin alterar un solo músculo de la cara.
La diferencia de edad era notable en la pareja. Andaba él por los 65 años y ella no rebasaba los 40. El éxito literario no tardaría en sonreírle al merecer, en 1987, el Premio Xavier Villaurrutia por su primera novela, Las hojas muertas. Licenciada en Sicología Clínica por la Universidad Nacional Autónoma de México y traductora —pertenece a una familia en la que todos hablan cinco idiomas—, conoció a Monterroso en la mencionada casa de altos estudios, en octubre de 1970, y a partir de ahí, sin dejar de ser nunca su discípula, fue primero su mujer, luego su esposa y finalmente, 33 años después, su viuda, estado que se negó a asumir. Contrajo entonces matrimonio con el pintor Vicente Rojo, que también acababa de enviudar.
Con Monterroso, Bárbara publicó Antología del cuento triste y en el libro-homenaje Vida con mi amigo relató su relación con el autor de Obras completas y otros cuentos.
Nunca quise ser escritor
Pueden pasar largos meses sin que escriba una sola línea. Nunca quise ser escritor y si lo soy es para satisfacer a la gente que me rodeaba y que quería que lo fuese. Salvo La oveja negra, nunca me propuse escribir un libro. De ahí que mis libros preferidos sean los de miscelánea. Lo demás es silencio que, a mi juicio, es una novela, es también un libro fragmentario: los testimonios de la primera parte dan una idea exacta del personaje, pero cada uno comienza y termina en sí mismo.
Apenas cursó estudios primarios. Tuvo un tío que se dedicaba a falsificar monedas y dejó el «oficio» el día en que constató que producir un peso le costaba 120 centavos. Entre los 16 y los 22 años trabajó en una carnicería y en ese sitio, oculto de sus patronos, trató de llenar el vacío que dejó la escuela. En la carnicería leyó a Cervantes, a Shakespeare, a Horacio, a Lord Chesterfield, a Hugo, a Juvenal, a Thomas Mann. Se refugiaba en los libros o en los billares de barrio porque no podía hacer otra cosa. Era poco hábil y carecía de zapatos apropiados para presentarse ante una muchacha. Tampoco tenía el arrojo necesario para conquistarlas.
No creo haber conseguido con mis fábulas el objetivo que me propuse; la gente no se ve retratada en ellas. No tienen intención didáctica ni moralista —nunca me interesó enmendar las faltas ni corregir los defectos ajenos— ni tampoco el afán humorístico que muchos críticos le atribuyen, un juicio equivoco que no sé hasta cuando se estará repitiendo. Me desilusiona que alguien me diga que se rio mucho con fábulas en las que reflejé pasajes tristes y angustiosos de mi vida.
Mis fábulas podrán ser leídas por niños cuando sean adultos. De hacerlo antes podrían traumatizarse al percibir que los animales que aparecen en ellas se parecen a sus padres. En las fábulas, la gente cree ver retratado a su vecino, jamás se ve a sí mismas.
Pesimista optimista
En 1952 publicó El concierto y el eclipse, y dos años más tarde Uno de cada tres y el centenario. Pronto, sin embargo, se olvidó de esos libros. En 1959 publicó otro, Obras completas, y es a partir de ahí, piensa, que hay que considerar su obra. La componen, entre otros, los siguientes títulos: La oveja negra y demás fábulas (1969), Movimiento perpetuo (1972), Lo demás es silencio (1978) y La palabra mágica (1983). En 2013 apareció El paraíso imperfecto; antología tímida. En 1982, Casa de las Américas dio a conocer Mr. Taylor & Co, con selección y prólogo de Norberto Fuentes.
Mis cuentos más conocidos son «Mr. Taylor» y «Primera Dama». Por cierto, en una ocasión —lo he contado otras veces— una periodista me preguntó sobre el mensaje en mi obra. Contesté que todo lo que escribí era un llamado a la revolución, pero que estaba hecho de manera tan sutil que lo único que logré a la postre era que los lectores se volvieran reaccionarios.
El tema único de mi obra es la condición humana y pese a que casi siempre trato de personajes que fracasan, no me considero un pesimista. Soy, más bien, un pesimista optimista.
El ensayista guatemalteco Manuel Galich dijo una vez que, en Guatemala, a causa de la herencia indígena, el escritor es irreverente con el idioma español. Ese no es el caso de Augusto Monterroso; los clásicos son sus modelos y su obra evidencia afán de perfección y vocación de exigencia.
Bárbara me hizo la mejor entrevista de toda mi vida. Me preguntó: «Do you?» Y yo contesté: «Very». Usted puede verla. Está publicada en Endymion, de Saint Louis, Missouri, en el número correspondiente a noviembre-diciembre de 1970.
Fíjese si yo le concedo importancia a las entrevistas que recogí en libro algunas de las que me hicieron en estos años. Viaje al centro de la fábula (1981) agrupa las entrevistas que a lo largo de años concedí a entrevistadores como Jorge Ruffinelli, Margarita García Flores, José Miguel Oviedo y Rafael Humberto Moreno-Durán, entre otros.
Creo, sin embargo, que ni las entrevistas ni las fotos son importantes. Yo lo que quisiera es desaparecer, sepultado por mis personajes. Mi máxima aspiración como escritor es que los seres que he creado prendan en la sicología popular. Eso es lo verdaderamente significativo y no ser como esos escritores —Hemingway, por ejemplo— cuya vida termina siendo más importante que su propia obra.
¿Por qué no deja en blanco la página de su libro en que debía estar mi entrevista?
Augusto Monterroso Bonilla — «Tito» Monterroso— murió en 2003 en la Ciudad de México, donde vivía exiliado desde 1944. El libro, con su entrevista, apareció en 1990.
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