Fue el cronista de las esquinas de La Habana, escribió como pocos sobre el teatro cubano y deleitó al lector con sus evocaciones del tren de Zanja y el Almendares Park y sus semblanzas sobre Jorge Anckermann, Gonzalo Roig, Federico Villoch. Con gracejo y buen humor, Eduardo Robreño legó una memoria imprescindible de la capital cubana –con personajes, sucesos y lugares– que construyó con investigaciones y lecturas y, sobre todo, con el recuerdo de quien vivió plenamente la ciudad que lo vio nacer. Una memoria en la que no quedó fuera lo que le contaron y que supo trasmitir al lector con estilo chispeante y lenguaje ameno. En estos días hubiera cumplido 113 años. Nació el 23 de septiembre de 1913.
Se cuentan entre sus libros títulos como Como me lo contaron, te lo cuento y Como lo pienso lo digo. Es autor, asimismo, de una Historia del teatro popular cubano y de un puñado de obras teatrales, algunas de ellas merecedoras de premios en importantes certámenes.
Colaboró con mayor o menor asiduidad en revistas como Bohemia y Verde Olivo y en la desaparecida revista Trabajo. Fue asesor de La bella del Alhambra, filme de Enrique Pineda Barnet; tuvo programas televisivos y laboró para la radio hasta el final de su vida.
En 1940, fue uno de los conductores de un programa de la RHC Cadena Azul que sacaba al aire las sesiones de la Convención Constituyente, lo que le dio una popularidad enorme. Su libro más recordado es Cualquier tiempo pasado fue… aparecido en 1978. Un año más tarde daba a conocer una compilación de piezas que fueron representadas en el teatro Alhambra, y acuñó un término feliz para definirlas, el género alhambresco.
Ya al final de su vida, Robreño se refería a su escasa producción literaria. Solo unos cuantos títulos en más de veinte y cinco años de trabajo. Si se hubiese recogido todo lo que habló para la radio y la televisión y en las tertulias que animó, esa obra crecería notablemente porque fue, sobre todo, un conversador de nuestra cultura, pero eso se lo llevó el viento.
Beber la tarde
Quien esto escribe no recuerda en qué momento conoció a Eduardo Robreño. Sí puede precisar que, en 1981, lo visitó en su casa de El Vedado a fin de hacerle una larga entrevista para la revista Cuba, que apareció en octubre de ese año. Después coincidió mucho con él en las tertulias que, todos los jueves, conducía Enrique Núñez Rodríguez en los jardines de la Unión de Escritores. Asistente habitual era el gran periodista Enrique de la Osa, con quien sostenía yo una fraternal amistad, tan fraterna que pese a los cuarenta años de edad que nos separaban, él se proclamaba mi hermano mayor.
Enrique y Robreño eran muy amigos y no era raro que al final de la tertulia o en medio de ella, según estuviese más o menos aburrida, abandonaran el jardín y buscaran amparo en el bar de la Unión. No existía entonces El Hurón Azul, aunque el ron era tan malo en aquel tiempo como lo sería después, y el bar se emplazaba en lo que sería la pagaduría de la institución.
Pese a mi juventud, tuve el honor de que Enrique me invitara a aquellos apartes en los que se hablaba de todo lo humano y lo divino. A decir verdad, hablaban ellos; yo, por norma, escuchaba y los pinchaba con interrogantes cada vez más provocativas.
Contó Robreño en una ocasión que Alejo Carpentier era uno de los profesores en el Seminario de Música Popular que dirigía Odilio Urfé. El claustro tomó la decisión de reservar para el autor de El siglo de las luces el último turno de clases. De esa manera, Carpentier podía trabajar en su obra sin muchas presiones en las mañanas, y la hora facilitaba que todos los docentes asistieran a las conferencias del erudito investigador de la música en Cuba.
Al final, los profesores, con Carpentier incluido, caminaban hasta el pequeño bar emplazado en el desaparecido Hotel Luz, en la plazoleta del mismo nombre, a fin de «beber la tarde». Carpentier, recordaba Robreño, nunca pagó una ronda.
Robreño aprendió bien la lección de Alejo. En aquellas sesiones etílicas de la Unión de Escritores parecía llevar cosidos los bolsillos del pantalón. A veces se reía de sí mismo.
Con José Lezama Lima mantuvo una amistad que duró hasta la muerte del narrador de Paradiso. Hicieron juntos la enseñanza primaria en el Colegio Mimó, luego parte del bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, y más tarde, en la Universidad cursaron juntos la carrera de Derecho.
A partir de ahí, la vida los separó, pero siempre que coincidían de tarde en tarde se demostraban el afecto de siempre.
Un dia, contaba Robreño, coincidieron a la entrada de La Moderna Poesía, la librería de Obispo y Bernaza.
—Pepito, leí tu libro Dador y no entendí nada.
Lezama alzó los ojos y los brazos al cielo y exclamó:
—¡Gracias, Dios mío! Al fin soy poeta.
Y Robreño se ahogaba de risa cuando refería esa anécdota. Pero no perdía la oportunidad de vengarse como cuando le preguntaron si conocía a Lezama.
—¿A Lezama? Cómo no… Hace cuarenta años que lo padezco.
Los cuatro costados
Robreño fue un habanero definitivo. En una conferencia que pronunció en la Maqueta de La Habana afirmó que lo era por los cuatro costados y añadió que, si hubiera uno más, ese quinto costado también sería habanero. Precisó en aquella ocasión: «¿Qué voy a hablarles yo de La Habana, yo que he conocido sus calles, sus espectáculos, sus tragedias, sus luchas…?».
En Como me lo contaron te lo cuento llevó a la letra impresa sucesos de la política, el teatro, la música, la historia que a lo largo de más de un siglo dieron lugar a la anécdota, mientras que Como lo pienso, lo digo tiene otro carácter. Se centra en el teatro cubano que en su largo y fructífero existir presenta facetas sui generis que merecen conocerse. Dice el autor con respecto a esa obra: «Quizás algunos de estos juicios sean un tanto apasionados. Culpa mía no es. Pues sepan que, después de una ardua labor investigativa, como lo pienso, lo digo».
Con relación a su antología sobre lo que llamó el género alhambresco, dijo que fue un teatro negado ayer y hoy por una élite de suficiencia, un teatro de esencias genuinamente cubanas, con personajes típicamente cubanos: el negrito, el gallego, la mulata, el vividor, que cobró auge con la instauración de la República, «un teatro cubano costumbrista que realizó una especie de periodismo teatral, llevando a escena todos los momentos de actualidad, tanto nacionales como del exterior», decía.
Robreño amó su ciudad y la enalteció, dándola a conocer en todo lo que ella vale: sus tradiciones, sus personajes, sus rincones, su patriotismo.
Falleció en La Habana, el 24 de junio de 2001.
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