El bicentenario del natalicio de la poetisa matancera Luisa María Molina no es asunto como para pasar inadvertido, entre otras razones porque se trata de una de las voces femeninas en la lírica cubana del siglo XIX, porque fue un caso inusual el suyo, el de una autora que desde tierra adentro (nació en una finca de Matanzas) se alzó dentro del parnaso primordialmente masculino, y porque fue un caso del más completo autodidactismo, revelador del empuje interior del talento en medio de las condiciones más adversas.
Apunta el crítico José Manuel Carbonell en su abarcadora colección La poesía lírica de Cuba: «He aquí un admirable caso del temperamento poético inculto que llega, a pesar de las circunstancias y condiciones adversas del medio ambiente, de la época y de la posición individual, a exteriorizarse y a fluir en la luz y en el sonido del verso». Más adelante apunta: «[…] En contacto íntimo con la naturaleza, fue una verdadera poetisa guajira, dotada de fina sensibilidad artística, que en ella se manifestó en sus aptitudes de lírica y de pintora».
Difícil resulta configurar la biografía de Luisa. Pero tratemos al menos de que lo poco que existe no se pierda, tampoco las muestras de su producción poética. Ella es figura de la mitad del siglo XIX, aunque no de las más conocidas, ni de aquellas nimbadas por un éxito que las haga perdurar en la memoria. Colaboró en las revistas El Artista, El Almendares, La Piragua, Revista de La Habana, Cuba Poética, El Yumurí.
Si desde el aislamiento de su vida conmovía con sus versos, más se sorprendía ella al saber que estos eran leídos en la ciudad de Matanzas y en la capital. Cultivó la décima y el soneto, y existe un dato curioso: cuando José Domingo Cortés prepara su compilación Poetisas americanas. Ramillete poético del bello sexo hispanoamericano, editada en París, en 1875, allí aparece nuestra Luisa, prueba de que no todo fue indiferencia respecto de su persona y obra. Y hay más: en 1856 se edita Aguinaldo de Luisa Molina, libro con que se pretende aliviar en algo la pobreza de la escritora, quien además publica por la Imprenta Galería Literaria, de Matanzas, su único cuaderno, Al recreo familiar de Sabanilla, en 1885. Juan Clemente Zenea, Fernando Valdés Aguirre y algunos autores más de su tiempo le dedican elogios. Así pues, Luisa no es una rosa perdida en medio de un jardín desatendido… ¡y menos debe serlo ahora, cuando las voces femeninas esplenden en el panorama de producción poética cubana!
¿Por qué estás entre dudas, esperanza,
y abandonas mi frágil corazón?
Ya tu voz no me ofrece la bonanza,
tristes sombras ofuscan mi mansión.
Un rayo de tu luz el alma implora
que refleje un momento en mi vergel,
como el tibio reflejo con que dora
el ocaso la copa de un laurel.
(Fragmento del poema «El árbol seco»)
Poetisa «menor» si su escaso renombre se compara con el alcanzado por las luminarias femeninas el siglo XIX cubano (La Avellaneda, Luisa Pérez de Zambrana, Mercedes Matamoros, Juana Borrero…), Luisa sufre por sobre todo el síndrome del desconocimiento por un público lector más amplio y por la escasa difusión de su obra
Nacida el 21 de julio de 1821—hace justamente dos siglos— en una finca de las cercanías del río Moreto, en Matanzas, fue su madre quien la enseñó a leer y a escribir, y a través de la lectura de los libros a su alcance nutrió sus inquietudes de conocimiento. Murió a los 65 años, el 20 de abril de 1887, en Sabanilla del Encomendador, también provincia de Matanzas.
La lectura de los poemas de Luisa Molina revela las ansias de felicidad, el espíritu dulce, el amor por el lugar de nacimiento y la resignación en esta humilde artista de la campiña matancera.
Mucho más que estos breves apuntes merece en su bicentenario, pero al menos desde Cubaliteraria llegue nuestro tribuno y memoria.
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