Fue La Habana uno de los principales temas de la obra de Ramón Meza. Su novela Mi tío el empleado sigue siendo hoy paradigmática en nuestra historia literaria por la atmósfera con la cual fue captada esta ciudad. Pero apenas se le menciona hoy, y el resto de su obra ha pasado al olvido. Quizás poco se conozcan hoy sus denominados Croquis habaneros, que en rápida mirada, parecen responder a una prosa costumbrista. Pero una lectura detenida nos devela que estos croquis no hacen otra cosa que conformar un gran mosaico de la vida y los espacios de la ciudad en un tiempo histórico marcado por la fractura de los valores sociales.
Instituciones, personajes anónimos o populares, fiestas tradicionales, barriadas, tiendas de chinos, oficios, zonas de pobreza humana, en fin, todo un tejido social de difíciles quilates quedó plasmado en esas páginas. Resulta de extraordinario interés la connotación espacial de esos pequeños trabajos. No es casual que el autor los denominara croquis. A Meza le interesa, pues, hacer determinados esbozos que tienen, en ocasiones, una fuerte carga anecdótica y otras veces dramática.
Ramón Meza construye con estos espacios una suerte de mapa mental de la ciudad. Esa es la razón por la cual estos espacios públicos adquieren un carácter simbólico. Para su autor, una calle, una plaza, un parque son los escenarios en los cuales se hacen presentes no solo personas, sino también lenguajes discursivos diversos. Así, al hacer su croquis de la antigua zona urbana del Cerro señala:
Más ni en una y otra parte pierde el Cerro su fisonomía de barrio aristocrático. Aun se echan de ver trazos y señales de este abolengo entre la invasión vulgar que las necesidades del comercio, del tráfico y de la expansión de la ciudad le han impuesto. Los jardines ostentan aun, por lo general, las gallardías de otra época; por los amplios portales de sus casas asoman, los lindos rostros, los perfiles finos, de suave color que revela sana herencia de niños y jóvenes y también la venerable cabeza del anciano de canas sedosas y blancas, de rostro terso, bien conservado por la pureza de los hábitos, rostros tan escasos, tan raros hoy en esta tierra donde se ha vivido tanto en pocos años y donde los disgustos y terrores agrietaron la piel de las generaciones, la pusieron rugosa, amarilla, llenándola con los tintes de amargas bilis, demacrándola con las huellas de las cavilaciones y los insomnios.[1]
Meza no hace otra cosa que autenticar la validez de estos espacios habaneros e indicar su existencia a partir de reconocer en ellos características que los identifican. Cada uno de esos espacios trae consigo su propia geografía humana y, por tanto, su lenguaje. Hay aquí una perspectiva indudablemente antropológica. Además, desde el trazo del croquis, el autor presenta a sus personajes, que en ocasiones no tienen rostro porque son esbozos de individualidades. Los espacios trabajados por este narrador son expresión, pues, de esa quebrantada entrada de la Isla a una modernidad que emerge bajo el efecto distorsionante del mundo colonial. Esos efectos condicionan la fisonomía urbana y llega a alcanzar los espacios interiores de las viviendas donde parece esconderse los elementos de aquella vida colonial. Nótese cómo las costumbres de la casa, las funciones de sus espacios y la figura del dueño del lugar de la vivienda parecen detenidas en el pasado en un texto como «El lechero»:
No en todas las casas halla el lechero las puertas cerradas: algunas están abiertas por completo. Y entonces en el comedor, vestíbulo o antesala que esos tres destinos tienen tales piezas de nuestras casas, siguen al zaguán, encuentra a un señor anciano de cabellera blanca, bien peinado, vestido con aseo, que sentado en un ancho butacón de cuero con las piernas estiradas en una silla, despliega los periódicos, húmedos aun, y que acaban de echar por el quicio de la puerta. Este señor es el jefe de la casa: un señor del tiempo antiguo, que todavía conserva la costumbre de acostarse al toque de ánimas y levantarse al canto de un par de gallos que se pasan la mañana picoteando las hormigas que cruzan por entre las uniones del patio.[2]
La Habana es asumida desde una visión poliédrica. Es la ciudad que va a mostrar sus muchas caras que parecen no tener relación entre sí. En su croquis «El carbonero» esto parece alcanzar momentos de alta tensión descriptiva en lo que al espacio se refiere. La presencia de los asiáticos en Cuba, en especial en La Habana, en estado de semiesclavitud alcanza una intensidad dramática extraordinaria. Meza trabaja el espacio como contrapunteo de zonas polares y que ahora refuerza con tonos de luz y color que alcanza con los ruidos una visión totalmente deshumanizada del progreso.
Sin embargo, no siempre está sombrío aquel recinto de paredes, de techo, de suelo, de telarañas, de muebles ahumados repletos de hollín. Tal vez a la caída de la tarde el sol penetra por la puerta y traza una línea diagonal que se pierde frente al flotante cisco antes de llegar al suelo. Aquel escaso rayo de luz parece reavivar allí con su calor de vida. Ojos verdosos de sucios gatos brillan entre las grietas del muro de carbón. Un gallo, de indefinible color, salta al banco o a la escalera y canta y aletea levantando densas nubes de polvillo negro. Es que los seres encerrados en la tenebrosa cueva saludan alegremente aquel destello de vida que les llega del mundo exterior y del cual, sin duda, que les separa infranqueable muralla de cisco. De noche la luz de petróleo auxiliada por poderoso reflejo y que arde dentro del prismático farolillo, o bien un mal candil con aceite de olivo que humea apenas si logran romper, con sus claridades rojizas, la compacta masa de tinieblas.[3]
Es el año 1899 cuando aparecen estas líneas que parecen anunciar Generales y doctores de Carlos Loveira, novela llena de decepciones, amarguras y donde la ciudad es espacio que alcanza connotaciones también socioantropológicas en medio de una trama en que lo picaresco igualmente se convierte en mueca despreciable. Estos cromos de Ramón Meza bien merecen una mirada múltiple desde nuestro presente al igual que su autor a quien ni en su centenario se le dio el lugar y la importancia que tiene en nuestra historia literaria.
Notas
[1] Ramón Meza: «El Cerro», en: revista Cuba y América, Año VI, No. 13, Edición mensual, La Habana, 1902, p. 95.
[2] Ramón Meza: «El lechero», en: Mario Parajón, Coordinador: Cuba en la UNESCO. Homenaje a Ramón Meza (1861- 1961). Impresores Seoane Fernández y Cía, La Habana, p. 149.
[3] «El carbonero», ob.cit., p. 142
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