Hace unos días leí un artículo que hablaba sobre los libros que formaron a Jorge Luis Borges, el importante escritor argentino, y me dije: “bueno, tú no eres Borges ni nunca llegarás a su altura literaria, pero también tuviste libros que te formaron”. Por eso hoy comparto con los lectores mi devenir por este solitario, desconfiado y mal pagado oficio. Por eso, aquí va la historia.
Nací en un hogar pobre, mi padre era pescador y analfabeto, y mi mamá tenía segundo grado porque mi abuelo decía que las mujeres con saber leer y escribir tenían. Era la época.
En mi infancia nunca leí un libro de literatura infantil, nada de Moby Dick o La vendedora de fósforos. En casa solo había un libro, pero era un libro prodigioso, lleno de historias, de fantasías y de poesía: Biblia. Todavía hoy puedo decir de memoria capítulos completos de la Biblia como el Salmo 23 y el capítulo de “Mateo” que habla sobre el nacimiento de Cristo; recuerdo escritos repletos de metáforas poéticas, de bellas historias, otras no tan bellas pero realistas, y libros como “Proverbios de Salomón” llenos de enseñanzas y sabiduría.
Nunca pensé en ser escritor. Llegué a la literatura tarde en el tiempo; recuerdo que en tercer año de Bachillerato intenté escribir un poema inspirado en las Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer, pero hasta ahí.
No fue hasta años más tarde que siendo profesor de historia, un pariente mío, el recién desaparecido escritor Rogelio Menéndez Gallo, me enseñó unos cuentos que estaba escribiendo y se me ocurrió que yo podía escribir cosas parecidas; así empecé.
Como quiera que no tenía conocimientos literarios, ni de Historia del Arte, ni de Filología, asumí que debía estudiar profundamente, y como la Biblioteca Pública de Caibarién quedaba muy cerca de mi casa, me hice asiduo visitante y lector empecinado. Comencé con una colección titulada Clásicos Jackson que tenía 21 tomos sobre la vida y la obra de los principales filósofos griegos y romanos, que leí sin parar. Como lo que yo escribía eran cuentos, me leí a Quiroga, el uruguayo, y a Guy de Maupassant. Luego vinieron los cubanos y toda la obra de Onelio Jorge Cardoso, toda la de Félix Pita y también de autores que estaban muy en boga en aquella época con llamada literatura de la violencia: Jesús Díaz, Norberto Fuentes, Hugo Chinea, Heras León, entre otros.
Luego fui a la literatura norteamericana que entonces era muy conocida en Cuba y aparecen Faulkner con Mientras agonizo y Hemingway con su obra cubana El viejo y el mar, porque sucedía que estaba escribiendo sobre los pescadores de mi bario y mi familia.
Luego fui a la literatura soviética y fueron Tolstoi y La guerra y la paz; Shólojov y El Don apacible. Cuando aparece Ediciones Revolución, se publicó El Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha en tres tomos, de los cuales conservo dos. Este texto lo he leído tres veces en la vida, y pienso hacer una cuarta lectura antes de caer en el sueño profundo y definitivo, pero les confieso que cada lectura ha sido diferente.
Recuerdo con agrado otra novela que también me enseñó, La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño; igual aprendí mucho de la prosa de Daniel Chavarría, recién desaparecido, básicamente dos libros principales: La sexta isla y la más reciente, Y el mundo sigue andando.
Quizás olvide algún autor o algún texto porque escribo ahora mismo apoyándome en mi cansada memoria, que es un disco duro lleno de información, pero sucede que en mí se cumple a cabalidad aquella expresión de que el escritor se hace leyendo, aprendiendo y aprehendiendo de los textos que lee, porque como decía T.S. Elliot “los buenos poetas nunca son originales, originales solo son Dios y los malos poetas”. Aplíquesele esto a los narradores y verán que tengo razón.
El año que viene voy a cumplir cincuenta años de estar en el oficio. Diez son los títulos que he publicado; otros siete están esperando pacientemente que les llegue la hora. Por lo pronto, un texto se publicará en Canadá y otro lo traducen al alemán para publicarlo en dicho país. Tengo una nueva novela terminándose, y un poemario también por terminar, en fin, trabajo porque me gusta lo que hago, y lo seguiré haciendo hasta que mis capacidades me lo permitan. Se lo prometo a mis queridos lectores.
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