La vida es un tren sin puertas, un espacio sin costras para la memoria. Los personajes se esconden en los rincones —en la parafernalia de sus propios miedos— y terminan descubriéndose en su verdadera dimensión: monstruos del presente, antropófagos. El hombre termina siendo lobo de otro hombre. El hambre termina devorando al hambre de un extraño. No es el origen del caos porque el tren continúa sobre sus rieles. ¿Acaso no es eso lo que este cuento pretende narrarnos?
He aquí dos personajes que se odian. Cada uno potencia la destrucción del otro, aun cuando aparezcan como antípodas, como dos pedestales muy distantes, que si bien caminan cerca no llegan a tocarse, pues el mundo de las ideas es un lodazal que se interpone en el centro de ambos. Sin emociones, sin sensibilidades, sin otro destino que el deseo de escapar de la obesidad —esa gordura que no sabemos si es metáfora, símbolo o una pura tergiversación de la mente de estas criaturas. Pasajeros de un tren que no tiene destino cierto, excepto un paseo despoblado de imágenes que, no obstante, nos permite medir —a cuentagotas— el tempo del relato: ponderable solo en la intensidad de acciones que devienen anunciación, más que apropiación.
Los personajes son píxeles, un retrato abstracto, pura forma geométrica que se percibe aquí y allá; forma que atrapa el lazo de una historia cuyos antecedentes se remontan a quién sabe dónde. Es en esa neblina, en ese espacio en blanco —que pondero siempre como importante, si se sabe hacer bien— donde se cuelan estos personajes y se convierten en incógnitas. Su paseo es una pregunta. Su furia es una pregunta. El desenlace brutal es también una inquisición continua, excitante a la par que inexplicable.
Este es un relato sobre la violencia. No solo la física aparente, sino una violencia verbal que se filtra en el ambiente del cuento, que contamina el espacio de existencia de los personajes, que densifica —y diversifica— todo a su alrededor. La gordura es leitmotiv, y los personajes corren en una pista de carreras para escapar de la idea de la enfermedad, de la fealdad, de lo que no cabe en el agujero de lo humano homogéneo.
Importa más el antecedente. Lo que no vemos pero imaginamos. Lo que imaginamos, cuya dimensión no terminamos de asir; ese espacio neblinoso al cual ya hacía referencia y su filtro de influjos: un filtro terrible, si se quiere, ya que es la presentación de estos dos personajes y sus miserias. Miserias físicas, sin dudas. Miserias psíquicas. Pero, sobre todo, miserias de una espiritualidad muerta, nacida muerta, sin respirar. Por eso lo hiperbólico de la violencia —ese tren que a rajatabla pasa por encima de los cuerpos y las ideas— termina convirtiéndose en algo cotidiano, que no nos asusta, que ni siquiera nos sorprende, ya que la atmósfera preparada por la autora desde lo verbal —desde la selección de las palabras y el tono del relato— no ha dicho: “este es el camino: tómalo o déjalo”.
Un cuento que es, casi, un flash, algo que se filtra demasiado rápido en la densidad del tejido literario; algo que deambula de un espacio indefinido a una cocina, el sitio vedado donde la muerte come como una cerda, engorda y sonríe. El final de relato, previsible pero que no desentona, creo que no busca impactar, sino fluir en el mismo ritmo que el cuento ha propuesto de principio a fin: es fiel a sus propias leyes, a esa violencia de la carrera, al tono de un cuento sin piel, sin huesos, sin linfa.
La vida es un tren, a veces con puertas y frigoríficos. A veces un tren despoblado, que viaja a ninguna parte. La idea de que todos somos sus habitantes es, por cierto, algo terrible. Pero aquí estamos. Y, alerta, una piedra incómoda se halla en la garganta de cualquiera.
María Karla Aguila Díaz (1995). Poemas de su autoría aparecen en el boletín de promoción editorial “La última playa”, de Reina del Mar Editores, en la Revista Cultural Ariel y en la antología poética Impertinencia de las Dípteras. En el año 2016 obtuvo el premio provincial “Poesía de amor”. Tiene un libro de poesía publicado, resultado de su galardón en el premio colateral Fundación Fernandina de Jagua titulado Punto Rojo y en proceso de edición, el libro de cuentos La que debe morir, Premio Reina de Mar 2017 en el género narrativa. En el 2019 obtuvo el premio que otorga la Universidad de Montreal y la revista Hispanophone con el cuento que hoy les presentamos.
UN TREN SIN PUERTAS NI FRIGORÍFICO
El hambre nos pesa, es una piedra en la barriga y se atraviesa en los ojos, principalmente, pero no queremos comer. Tamy y yo no comeremos más.
Caminaremos por el muelle, mirando al mar y a los pescadores, tan frustrados como antes estábamos nosotras. Con el mismo olor a sudor y a pescado podrido.
Se lo digo a Tamy, y se ríe, para complacerme.
Después se pone la gorra y me pregunta cómo le queda. Nunca la había visto con gorra. Tamy parece un gordito con gorra, un gordito perdedor, sin novias, ni aplausos.
Pero le digo que le queda muy bien, te queda muy bien, Tamy.
No puedo decirle la verdad, la aplastaría, un gordito aplastado en el medio del camino. Le miento, para salvarla.
Hoy no me siento bien, me ha dicho después. Creo que no deberíamos ir hoy a caminar. ¿Qué sucede?, le pregunto. Creo que estoy enferma. Tú no estás enferma, Tamy, si nos quedamos acá seguiremos engordando, ¿quieres estar más gorda?, ¿eso es lo que quieres?
Ella llora. No quiero que llore, pero tengo que hablarle fuerte, para eso soy su amiga.
No podemos rendirnos, le digo, no podemos.
Tengo mucha hambre, me duele respirar, me explica, mientras se quita la gorra y la pone encima de la cama.
Te duele respirar porque estás gorda. Le duele, esta es una verdad que duele y aplasta a Tamy, pero es mejor que se lo diga yo, y no una cualquiera.
Quiero comer, Tata, quiero comer. Sabe que no la voy a dejar comer. Sabe que no comeremos más: ella y yo tomamos un tren del que ya no bajaremos, un tren sin puertas ni frigorífico.
No, le grito casi con odio.
Ella se arrodilla, me besa los pies. Por favor, me suplica.
No, y le doy una patada en el vientre. Me duele tener que golpearla, nunca quiero golpearla, y Tamy lo sabe. Pero son las reglas: si no caminas, te pateo, te pateo hasta que sangres.
Tamy no se levanta. Levántate, le digo, levántate o te mato.
Mátame, me dice, casi sin fuerzas. Mátame, siempre lo has querido.
La odio, odio cuando Tamy saca lo peor de mí.
Mira, le digo, y levanto mi blusa, y le muestro mi enorme barriga, llena de estrías y celulitis. ¿Quiere estar así?, le pregunto.
No no no, me suplica desde el suelo. Entonces, se levanta y me abraza. Dos gorditas abrazadas. Tamy huele a pescado podrido. Pero no se lo digo, eso la aplastaría. Una gordita aplastada en medio del camino.
Vamos, ponte la gorra. ¿Para qué? Me pregunta como una tonta, y se aleja un poco de mí. Para caminar, Tamy, le respondo.
Pensé que no caminaríamos hoy, me dice, y se va corriendo a la cocina. Esto estaba en las reglas: no debíamos ir a la cocina.
No tengo otro remedio que perseguirla, entrar a ese sitio vedado. Cuando logro llegar, ya Tamy lo ha conseguido con una sorprendente agilidad, teniendo en cuenta su gordura, y está comiendo carne de pollo cruda en el suelo, tiene la boca llena de sangre.
Esto no puedo permitírselo, hoy ha sobrepasado los límites. Se está cagando en todo, como una jodida cerda.
La miro un momento, esperando que reaccione, pero a ella no le importa, ni siquiera me mira.
¿Eso es lo que quieres?, le pregunto.
Si lo deseas, mátame, pero de aquí no me muevo.
No tengo salida Tamy, le digo.
No hay salida, me responde.
Me acerco y le empujo el muslo de pollo que estaba saboreando, lo empujo fuerte, ya está dentro de su boca.
Ella no se queja, no lucha, el hambre la ha vencido, el hambre es ahora un nudo de pollo en su garganta. Una piedra incómoda, que terminará por matarla.
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