Martín Garzo se ha referido al lector como: Alguien que... no busca un mayor conocimiento de sí mismo, o del mundo, sino [que se mueve] llevado por un movimiento de fascinación.[i]
Aunque nunca se ha leído tanto como ahora ni nunca han existido tantos lectores, leer no está de moda; al contrario, es una actividad muy poco valorada por la sociedad, por los medios de comunicación y, particularmente, por los jóvenes: a muchos adolescentes, de los que leen habitualmente, les da vergüenza reconocer ante sus amigos que son lectores. Por otro lado, históricamente, los grandes lectores han sido considerados como «tipos raros» o locos.
Cuando nos proponemos promover o animar la lectura, debemos recordar que leer no es un juego, sino una actividad cognitiva y comprensiva enormemente compleja, en la que intervienen el pensamiento y la memoria, así como los conocimientos previos del lector. Leer, una vez adquiridos los mecanismos que nos permiten enfrentarnos a una lectura, es querer leer, es decir, una actividad individual y voluntaria.
Lectores tradicionales y nuevos lectores
Los cambios en los modos de comunicación afectan también a la lectura y a la promoción de la misma, creándose nuevos espacios en unos tiempos que son diferentes, tiempos de globalización, multiculturalismo o inmigración. Todo esto puede provocarnos ciertas preguntas a las que, con dificultad, podemos encontrar respuesta: ¿está en crisis la cultura del libro? ¿Hay un solo tipo de lectura? ¿Los antiguos lectores se parecen a los nuevos lectores? ¿Debemos fomentar la lectura escolar, lectura obligatoria —a fin de cuentas—, siendo la lectura una actividad libre y voluntaria? ¿Es necesaria la literatura?
Lo que parece indiscutible es que la lectura tiene que asumir nuevos retos en estos tiempos que abren el tercer milenio; y esos retos van a exigir lectores capaces de responder a los mismos desde la libertad y la autonomía crítica que le confieren su condición de lectores competentes.
En cualquier caso, quizá tengamos que hablar ya de dos tipos de lectores:
1. El lector tradicional, lector de libros, lector competente, lector literario que, además, se sirve de los nuevos modelos de lectura, como la lectura en internet, p. e.
2. El lector nuevo, el consumidor fascinado por las nuevas tecnologías, enganchado a la red, que sólo lee en ella: información, divulgación, juegos, que se comunica con otros (chatea), pero que no es lector de libros, ni lo ha sido tampoco antes. Es un lector que tiene dificultad para discriminar mensajes y que, en ocasiones, no entiende algunos de ellos.
Este nuevo lector suele coincidir, además, con personas que no han tenido la experiencia de haber vivido la cultura oral que vivieron sus antepasados, es decir, son jóvenes. La cadena de la literatura oral se está rompiendo, o se ha roto ya irremediablemente en algunos géneros, como la lírica. Además, este nuevo lector tampoco ha participado, o lo ha hecho en menor medida que antaño, de la lectura en voz alta, de la memorización de poemas, del recitado y de la declamación, o del acto de contar una historia con sentido.
El intertexto lector[ii] del lector nuevo no va a acumular, por tanto, el mismo tipo de experiencias lectoras que hace unos cuantos años. Este lector va a tener experiencias lectoras que son consecuencia de un cierto uso del lenguaje escrito (textos escolares o álbumes ilustrados), por un lado; y, por otro, de unos especiales usos del lenguaje oral, de un nuevo lenguaje oral, dominado —sobre todo— por la televisión.[iii] Pero no van a formar parte de su intertexto lector, de su experiencia lectora previa, ni las cantilenas infantiles, ni los cuentos populares (cuya práctica como narración oral se ha debilitado con el paso de los años y ante la presión de otras prácticas lúdicas infantiles), lo que es un problema importante para el crecimiento como personas de esos lectores. Piénsese que todas las culturas no necesitan libros en la misma medida; muchas de ellas, gracias a una rica tradición oral, han vivido sin los libros durante siglos; pero:
Cuando esa tradición oral se desmorona, y en algunas sociedades este fenómeno sucede con tanta rapidez que una tradición oral que se desvanece no es reemplazada a tiempo por libros, por relatos escritos, muchos niños quedan expuestos a crecer sin los cuentos. Y, esencialmente, aquello de lo cual no podemos prescindir es el cuento, sin importar si se encuentra escrito o se transmite oralmente.[iv]
Y cuando, en no pocas ocasiones, los cuentos populares sí forman parte de esa experiencia lectora previa, ésta se ha producido a través del lenguaje de las imágenes. En relación con ello, y con la lucidez que le caracteriza, Carlos Fuentes se ha referido al «secuestro» de muchos cuentos maravillosos perpetrado por el cine:
Blancanieves, Cenicienta, La Bella Durmiente nos fueron secuestrados por Disney, convertidas en muñecas sin sexo, sin facciones, meros recortes de papel… Allí estaba la diferencia con los libros. La lectura nos permitía imaginar. El cine nos lo vedaba.[v]
Bien es cierto que, a veces, puede suceder lo contrario; el propio Fuentes afirma que El Mago de Oz, de Franz Baum, no es un gran libro y la película de Judy Garland es una gran película. Efectivamente, el cine no suele permitir al público hacer su propia interpretación, mientras que la lectura literaria, sí.
Tipos de lectura y lectura escolar
Hay muchos tipos de lectura, muchos de ellos instrumentales, pero la verdadera lectura es la voluntaria, la que no tiene ninguna finalidad más allá de ella misma. Las lecturas obligatorias, que son las lecturas escolares, hay que aceptarlas y realizarlas. (Incluyo en ellas, para no facilitar la dispersión, las lecturas de los clásicos y, en general, las lecturas canonizadas por el mundo de los mediadores adultos). Son lecturas igual de obligatorias que otras actividades y conocimientos escolares, e igual de obligatorias que otras normas o prescripciones de la vida social cotidiana. Son lecturas que exigen esfuerzo, disciplina, tiempo y dedicación. Presentadas con sinceridad y honestidad pueden ser aceptadas por los escolares, pero debemos demostrarles que esas lecturas serán importantes para ellos, para su vida, para su presente y para su futuro, al tiempo que les permitirán compartir con otras personas pensamientos o emociones, sueños o inquietudes. En cualquier caso, deberían ser lecturas seleccionadas con criterios y por méritos literarios y no por otros valores que pudieran contener; serán lecturas, además, adecuadas a la capacidad comprensiva e interpretativa de lector a quien se dirigen, que les ayuden a despertar la imaginación y a interpretar el mundo.
Pero dicho esto, también debemos saber que nos podemos encontrar con dos problemas: la necesaria convivencia de la lectura obligatoria y la lectura voluntaria, por un lado, algo que no siempre es posible lograr en el ámbito escolar y que es más difícil conforme avanzamos en el nivel educativo en que trabajamos. Y, por otro lado, la selección de esas lecturas obligatorias, de modo que se pueda producir una relación de empatía entre el lector (sobre todo el adolescente) y el libro prescrito. Y es que, en el ámbito escolar, la selección de lecturas literarias suele estar condicionada por el logro de objetivos académicos diferentes a la práctica lectora en sí misma, y, mucho más aún, a la adquisición de la competencia literaria. En una investigación sobre «Valores y lectura» que un equipo de mi universidad lleva a cabo desde el pasado año,[vi] ya hemos podido comprobar que buena parte del aparato paratextual que acompaña a los textos seleccionados en los libros de Lenguaje de 4.º, 5.º y 6.º de Primaria, condiciona la lectura de los textos, orientándola hacia conceptos, ejemplos o conocimientos que son objetivo a cumplir en la lección en que aparecen incluidos.
No podemos olvidar, por mucho que obliguemos a una persona a leer, que la lectura tiene su base en la decisión personal de leer, libremente tomada por cada persona. Sería importante también reconocer que, en relación con la lectura, la responsabilidad prioritaria de la escuela[vii] es con los niños que «no saben leer», no con los niños que, sabiendo leer, no quieren leer. En todo caso, también debe ser responsabilidad de la escuela la competencia lectora —que sepan leer y comprender lo que leen— y la educación literaria, al menos en sus inicios, de los escolares, para lo que, previamente, es imprescindible el trabajo en lectura comprensiva.
Pero el hábito de la lectura voluntaria suele adquirirse en casa, no en la escuela, siendo una consecuencia de la voluntad de leer, que se ha podido reforzar con la práctica de la lectura en la familia. Lo más eficaz para que un niño lea es, probablemente, que vea leer: para él es un ejemplo ver leer a sus familiares adultos. En la creación de hábitos lectores estables estaría, en primera instancia, pues, la familia; pero, ¿leen los padres?, ¿se fomenta la lectura en el hogar?, ¿hay libros en los hogares españoles?
En segunda instancia, tras la familia, estaría la escuela, a la que la sociedad tiende, injustamente, a adjudicar toda la responsabilidad en la adquisición de hábitos lectores. Sobre la lectura en la escuela, Ana Ma. Machado dice que es:
El momento y el espacio de la salvación de la literatura, del posible descubrimiento y formación del futuro lector. Se multiplican así las iniciativas de apoyo a la producción editorial para esa área, las campañas de fomento a la lectura, los proyectos destinados a que los libros infantiles lleguen a la escuela. Nunca se ha hecho tanto en ese terreno.[viii]
Y, sin embargo, al llegar a la adolescencia, muchos chicos suelen perder el hábito lector adquirido en la escuela, refugiándose, en el mejor de los casos, en la lectura «fácil», abandonando los libros y las lecturas literarias: una encuesta de la Fundación Bertelsman indicaba, hace poco, que el 55% de los escolares entre 6 y 12 años afirmaba que le gustaba leer, mientras que en los chicos entre 12 y 16 años esa cifra bajaba al 8%. En ello influyen varios motivos: culturales (los hábitos de ocio alternativo), cognitivos (las dificultades de comprensión o el esfuerzo excesivo que puede suponer el ejercicio lector) y educacionales (la falta de atención a la lectura comprensiva o la no diferenciación clara y precisa entre lectura obligatoria y lectura voluntaria). Sobre este último motivo, veamos el siguiente cuadro:
En la escuela | Fuera de la escuela |
Lectura instrumental, interesada | Lectura no instrumental, improductiva |
Lecturas con presencia del profesor | Lecturas individuales e independientes |
Lecturas literarias fragmentadas | Lecturas literarias completas |
Prescripción lectora | No prescripción lectora |
Lectura de la que se requieren respuestas a preguntas o superación de pruebas concretas | Lectura autónoma y crítica |
Lecturas que tienen que ver con aspectos, problemas o asuntos del mundo real | Lecturas que facilitan la interpretación del mundo real o que ayudan a crear mundos nuevos imaginados |
La escuela puede lograr que los niños piensen y asuman que leer es importante, pero difícilmente podrá conseguir que la lectura sea una alternativa de ocio para ellos (ni es su responsabilidad ni la sociedad debiera exigírsela). Además, la lectura escolar es una lectura lastrada por su inclusión en un área como la que representa la unión de «Lengua y Literatura» y por esa «prescripción lectora» antes mencionada, lo que la convierte en una lectura claramente instrumental: los escolares, que queremos que pronto y durante mucho tiempo sean lectores, deben enfrentarse a unos textos en los que se ejemplifican nociones y conceptos morfológicos, sintácticos y léxicos, o valores programados en el periodo educativo que corresponda, siempre en detrimento de los valores literarios de esos textos. No es extraño que esos escolares huyan de la lectura en cuanto esta no es una actividad obligada para ellos. Sobre este asunto ya se expresó Lázaro Carreter hace muchos años:
El niño no se acerca al libro como al juego, al circo o al deporte; no existe entre sus apetencias. Antes bien, suele acoger la invitación al libro como una celada que lo apresará en el tedio. Porque sus primeros contactos con él [contacto oficiales —precisamos nosotros—] son de vencimiento de obstáculos; primero, el de descifrar los signos gráficos y el de relacionarlos con el significado del léxico y del discurso; después, el de la comprensión de los distintos saberes… Con el libro de texto, los muchachos, en rigor, no leen, sino que aprenden. No es raro que este esfuerzo les disuada del camino de la lectura […] No creo apenas en el lector espontáneo; los que solemos tenernos por tales hallaremos en los orígenes de nuestra afición, si recapacitamos, estímulos y contagio.[ix]
Aunque la escolaridad es la etapa lectora por excelencia, no debemos olvidar que la lectura en la escuela se practica con fines que van más allá de la mera lectura, para la que, por otro lado, no hay tiempo ni programado ni reservado, al menos por ahora.
A ello habría que añadir que en el contexto de la educación actual, que pretende preparar a los jóvenes para acceder a un mercado laboral inmediato y competitivo —es decir, una educación en la que se aprende «para algo concreto»—, la lectura tiene un valor exclusivamente instrumental, no prestándose la suficiente atención a la competencia lectora. Quizá sea necesario que, institucionalmente, la lectura se convierta en una cuestión nuclear del sistema educativo, que —ahora— parece atender solo a la adquisición de los mecanismos lectoescritores, olvidando el tratamiento que debe tener la lectura una vez finalizado ese momento.
El futuro del libro y el futuro de la lectura. Los nuevos lectores del siglo XXI
Sin lectores no habrá libros de ningún tipo, es obvio ¿no? No obstante, muchos estudiosos aseguran que no desaparecerá el formato de libro convencional y, por tanto, tampoco el lector tradicional de libros; y no me refiero sólo al lector de novelas, sino también al lector de ensayos, de poesía y, quizá también, de periódicos. Nadine Gordimer, la escritora surafricana, se ha referido, no hace mucho tiempo, al libro impreso y a su posible futuro frente al libro electrónico, afirmando que, a diferencia de los nuevos soportes de lectura: un libro se puede disfrutar sin depender de nada más que de nuestros ojos y nuestra feliz inteligencia.
El interés social y formativo que tiene la lectura lo marca la misma historia de la humanidad: desde que se inventó la imprenta a mediados del siglo XV, con la convulsión cultural que dicho invento conllevó, los libros y las diversas formas de lectura propiciaron una nueva manera de comunicar ideas, emociones, vivencias, sentimientos, experiencias o aventuras de unos hombres a otros, sean las que sean sus culturas, o sus lenguas, o sus religiones, o sus pensamientos, o las épocas en que viven o han vivido.
La sociedad del conocimiento, tan demandada en la actualidad como un objetivo a conseguir, debiera exigir la competencia lectora de todos sus ciudadanos; por eso, iniciado el siglo XXI, es más necesario que nunca un ciudadano lector, lector competente y crítico, que sea capaz de leer diferentes tipos de textos y de discriminar la abundante información que se le ofrece a diario en distintos soportes. Dice Gimeno Sacristán que:
La formación humana que tiene la lectura como instrumento de penetración en el legado cultural, si bien en un principio tuvo un carácter iniciático y minoritario, hoy se considera un bien digno para extender a todos los individuos, bien sea a través de las escuelas o por otros medios. Ser alfabetizado forma parte del derecho universal a la educación. El valor instrumental que la lectura tiene en la vida de las personas para participar en la sociedad del conocimiento la convierte en una condición de la ciudadanía y de la inclusión social.[x]
La mayoría de las encuestas de hábitos de lectura son muy generosas en su consideración de lectores, incluyendo como tales a individuos cuyas prácticas son muy esporádicas y cuyo dominio del lenguaje escrito resulta débil en exceso.[xi] Aún así, esas mismas encuestas coinciden en señalar que, aún hoy, uno de cada dos españoles adultos no lee habitualmente. Por otro lado, los informes PISA de la OCDE de los años 2002 y 2004, realizados en 32 países, han señalado que casi un 20% de los escolares españoles llegan al final de la educación obligatoria con importantes problemas en su competencia lectora, problemas que, en la mayoría de los casos, están relacionados con su capacidad de comprensión lectora.
¿Podríamos hablar, entonces, de crisis de la lectura? Pues, probablemente, sí, aunque sea en unos momentos en que, como ya dijimos, se lee más que nunca. O, al menos hablaríamos de un nuevo analfabetismo, aparentemente menos peligroso que el analfabetismo funcional; podríamos llamarlo neoanalfabetismo, extendido por todo el mundo desarrollado y protagonizado por esos nuevos lectores, fascinados por los nuevos soportes de lectura, que no son lectores literarios ni tampoco, en muchos casos, lectores competentes. Este neoanalfabetismo sólo podrá ser superado mediante una diferente consideración social de la lectura, que parta de las instituciones, que favorezca la lectura activa, libre y crítica, como primer e imprescindible paso para el ejercicio regular de la lectura literaria, y que sea capaz de atraer y seducir a los jóvenes frente al poder inmediato que tiene la cultura audiovisual, pese a su acriticismo y pasividad. ¿Cómo?
- Facilitando la creación de climas propicios para el ejercicio de la lectura y la práctica de actividades lectoras.
- Proporcionando materiales de lectura.
- Favoreciendo la práctica de la lectura voluntaria en el ámbito escolar.
- Valorando los esfuerzos de los profesores en la promoción de la lectura.
- Concienciando a la sociedad de la importancia de tener muchos ciudadanos lectores.
- Convenciendo a los padres de la importancia de la lectura en la formación integral de sus hijos.
El progresivo impacto de los medios de comunicación audiovisual, con la televisión a la cabeza de todos, no parece que sea la causa por la que muchas personas abandonan la práctica lectora en ese umbral antes referido que pasa de la infancia a la adolescencia. En todo caso, será una dificultad importante para la creación de «nuevos lectores».
El auge de los medios audiovisuales y la irrupción de las nuevas tecnologías de la comunicación sí han favorecido un cierto cambio de modelo cultural, ya que hemos pasado de la supremacía de una cultura alfabética, textual e impresa a la de otra que se construye mediante imágenes audiovisuales; este cambio sí implica ciertas modificaciones en el uso del lenguaje y, sobre todo, en las capacidades de razonamiento, lo que —a su vez— podemos comprobar en los hábitos lectores de los más jóvenes y en sus habilidades para la lectura comprensiva.
Este cambio de modelo ha sido general en el conjunto de la sociedad —incluida la escuela—, que ofrece continuamente espectáculos y actividades, incluso informaciones, en donde prevalecen las imágenes y los iconos frente al texto escrito. La confirmación de ese cambio de modelo es, probablemente, el éxito de las televisiones, que obliga a una manera de percibir los mensajes, y por tanto de construir significados, diferente de la que es propia de la lectura literaria y, en general, de la lectura de casi cualquier texto escrito.
Pero las nuevas tecnologías no son neutras ni inocentes; «chatear», por ejemplo, no es sólo una forma de comunicación, sino que exige —no sé si impone— un nuevo lenguaje y, con él, un nuevo lector. Hay ya estudios[xii] que indican que la mayoría de usuarios de la red asegura «leer» rastreando, es decir, saltándose párrafos o bloques de información, realizando la lectura en pantalla y no imprimiéndola, haciendo cierta la afirmación de Georges Steiner nunca tanta información ha generado menos conocimiento.[xiii] No podemos confundirnos: la informática, internet particularmente, es una excepcional manera de democratizar el acceso a la información que hace posible, además, la adquisición de nuevos conocimientos, pero no deja de ser una lectura instrumental; como dice Ana Ma. Machado:
No es una forma de adquirir sabiduría. Para la transmisión de la sabiduría se exige otro proceso, en el que decidir no depende de una opción entre otras del menú, de una preferencia por «esto o aquello», sino de una comparación entre «esto y aquello», con análisis de argumentos, oposición de contrarios, complementación de divergencias, encadenamiento lógico que lleve a conclusiones, etc. Un proceso complejo, elaborado a partir de la absorción de experiencias ajenas y la convivencia con el otro, mecanismos propios del lenguaje narrativo, del lenguaje poético y del lenguaje expositivo, y hasta de la retórica. Un proceso construido con el contacto con la literatura y la filosofía. Con textos capaces de emocionar estéticamente, de discutir valores y llevar a opciones morales.[xiv]
Ese continuo análisis, esa complementación, esa sucesión de conclusiones, ese proceso complejo de que habla Ana Ma. Machado es, a fin de cuentas, lo que provoca la dificultad de la lectura frente a otras actividades de ocio más pasivas lo que, para muchos lectores, es un freno para acceder regularmente a ella:
Utilizamos más megabytes cerebrales cuando leemos una novela que cuando miramos un vídeo o jugamos una partida por computadora. Por ejemplo, puedo seguir con facilidad la trama de una película mientras «dejo vagar» mis pensamientos. Cuando estoy leyendo es diferente. El libro tiene una tendencia a monopolizar la atención y si no es así, solemos dejarlo de lado. Cuando leemos, creamos nuestras propias imágenes… Leer es un acto más activo, creativo y autosatisfactorio que mirar una película.[xv]
Leer obliga a imaginar, es decir a crear tus propias imágenes sobre un suceso, un paisaje, un episodio o un personaje que hemos leído. Quisiera recordar aquí un hecho que ya es historia y que se refiere a esta idea de los nuevos lectores: la irrupción de un nuevo público lector que tuvo lugar tras la invención de la imprenta. Surgió entonces una nueva fórmula editorial, el pliego suelto (una hoja de papel doblada dos veces formando ocho páginas) que obligaba a la edición de textos muy breves y de fácil difusión popular: sucesos notables, canciones tradicionales o pequeños textos teatrales, y que tuvo su continuación, ya en los siglos XVIII y XIX, en otra fórmula: la de aucas y aleluyas, en este caso con el refuerzo de imágenes. La gran difusión alcanzada por los pliegos sueltos favoreció la presencia de la cultura escrita en la vida cotidiana, por un lado, y, por otro, el acceso a ella de gentes escasamente alfabetizadas. Al respecto, dice Roger Chartier:
Al crear un nuevo público gracias a la circulación de los textos en todos los estamentos sociales, los pliegos sueltos contribuyeron a la construcción de la división entre el «vulgo» y el «discreto lector». Cierto es que la categoría de «vulgo» no designaba, ni inmediata ni exclusivamente, a un público «popular» en el sentido estrictamente social del término. Mediante una dicotomía retórica que encontró su expresión más contundente en la fórmula del doble prólogo —uno para el vulgo y otro para el «discreto lector»—, lo importante era descalificar a los lectores desprovistos de juicio estético y competencia literaria.[xvi]
No olvidemos que en la Edad de Oro, el «vulgo» era el principal destinatario del mercado del pliego suelto, como lo era también de las representaciones teatrales.
Salvando las distancias, muchos de los nuevos lectores del siglo XXI se aproximarán bastante a ese concepto de «vulgo», por su falta de competencia literaria y de juicio estético, incluso, en más ocasiones de las deseadas, por algo más básico: su falta de competencia lectora. Muchos de ellos serán lectores con experiencias infantiles marcadas por la televisión, los juegos electrónicos, el juego solitario, las historias de Disney, la carencia de espacios abiertos en la calle o la práctica de la lectura instrumental, pero que no habrán tenido la experiencia de que les hayan contado cuentos en sus primeros años de vida, ni la de haber practicado juegos que llevan aparejadas retahílas o cantilenas; serán lectores sin el bagaje de lecturas emblemáticas para los inicios lectores de las personas: cuentos maravillosos, relatos de aventuras o clásicos iniciáticos (El guardián entre el centeno, La isla del tesoro, Gulliver, Robinson Crusoe, Peter Pan, Ratón Pérez), lecturas literarias que son, sin duda, una manera privilegiada de relacionarse con las cosas y con el mundo que nos rodea en esos momentos de la infancia y la adolescencia.
La formación del lector literario: hacia una nueva educación literaria
En el conjunto de la educación del hombre en una sociedad como la nuestra, dominada por la moderna tecnología y los medios de comunicación, qué papel cumple la literatura. Muñoz Molina[xvii] ha dicho que la literatura es un «lujo de primera necesidad», y es que la función estética de la literatura no es algo banal o accesorio, sino esencial, porque hace posible un conocimiento crítico del mundo y de la persona. Aunque han sido muchas las propuestas de interpretación de la naturaleza de la literatura, algunas de las realizadas en los últimos años han coincidido al afirmar el valor educativo de la literatura, considerándola una vía privilegiada para acceder al conocimiento cultural y, con él, a la identidad propia de una comunidad.
La literatura, como conjunto de historias, poemas, tradiciones, dramas, reflexiones, tragedias, pensamientos, relatos, comedias o farsas, hace posible la representación de nuestra identidad cultural a través del tiempo, registrando —al mismo tiempo— la interpretación que nuestra colectividad ha hecho del mundo, permitiéndonos escuchar las voces del pasado y conocer los progresos, las contradicciones, las percepciones, los sentimientos, los sufrimientos, las emociones o los gustos de la sociedad y de los hombres en las diferentes épocas: la literatura nos ha permitido comprender por qué en el siglo XIV el Arcipreste de Hita escribía en primera persona picantes aventuras de amor impropias de su condición de clérigo; o las razones por las que el talento narrativo de Cervantes no fue reconocido por la sociedad de su época, en la que el prestigio, la popularidad y el dinero, en literatura, lo daban la poesía y el teatro, y no la novela; o por qué los románticos reivindicaron con fuerza las tradiciones nacionales; o por qué la sociedad española de la segunda mitad del XIX se sintió fascinada por los avances científicos de la Europa de la época (la fotografía, la máquina de vapor o el ferrocarril), propiciando un primer y tímido desarrollo industrial; o la función social que desempeñaron Unamuno y sus coetáneos generacionales al denunciar el estado de crisis espiritual e ideológica de la España del 98.
El proceso de construcción del sentido que se produce en la comunicación literaria se corresponde y, al mismo tiempo, coincide con el proceso de construcción de la personalidad, porque en los dos casos se trata de construir sentidos que proporcionen marcos de referencia para interpretar el mundo.[xviii]
Sobre la incuestionabilidad del papel educativo de la literatura y de su función social, Darío Villanueva ha señalado que puede desempeñar un papel insustituible para la recta formación de los ciudadanos en el sentido «plural y democrático», pero al preguntarse con qué método y a partir de qué teorías, indica que:
Quizá el método inmediato y urgente que debe ser rescatado para la enseñanza de la literatura sea el de la lectura: aprender a leer literariamente otra vez. Porque paradójicamente esa competencia se está perdiendo…[xix]
Al margen de las teorías de la literatura, en los últimos años se han resaltado los valores de la enseñanza de la literatura desde posturas más generales y menos especializadas (Daniel Pennac en Como una novela) y desde posturas meramente escolares (Gianni Rodari en Gramática de la fantasía).
Para los actuales paradigmas educativos, así como para las modernas corrientes de crítica literaria (teoría de la recepción, intertextualidad o semiótica), los planteamientos historicistas de la enseñanza de la literatura resultan demasiado limitados. Probablemente, lo que hoy se necesite, más que enseñar literatura —de acuerdo al concepto tradicional referido—, sea enseñar a apreciar la literatura, o, en todo caso, poner a los alumnos en disposición de poder apreciarla y valorarla. Por esa razón, los planteamientos didácticos de la disciplina exigen también cambios, porque no es lo mismo formar al alumno para que pueda apreciar y valorar las obras literarias (receptiva e interpretativamente), que transmitirle una serie de conocimientos sobre las obras literarias y sobre sus autores.
Si estamos convencidos del papel de la literatura en el desarrollo completo de las capacidades de la persona, admitiremos que los textos literarios son hoy más necesarios que nunca, aunque solo sea para contrarrestar los efectos inmediatos que tienen los modernos medios de comunicación, que, como dice Sánchez Corral:
Por su naturaleza transmisiva unidireccional, conducen a una pérdida de la subjetividad del individuo, a una pasividad en el proceso de recepción.[xx]
En la enseñanza/aprendizaje de la literatura (en la educación literaria), las teorías literarias formalistas y estructuralistas han sido desplazadas por los estudios que atienden a la totalidad del discurso, por un lado, y al receptor y a las condiciones en que se produce la comunicación literaria, por otro, imponiéndose así conceptos como el de competencia literaria, en el sentido de que el discurso literario exige una competencia específica para su descodificación, ya que usa un lenguaje especial, con capacidad connotativa y autonomía semántica. La competencia literaria implica toda la actividad cognitiva de la lectura y mide el nivel de eficiencia del lector ante cualquier texto.
Por ello, la enseñanza/aprendizaje de la literatura debiera tener unos objetivos que ayuden a cumplir el logro de esa competencia; habría que pasar decididamente de una enseñanza de la literatura que atendía, sobre todo, al conocimiento de movimientos, autores y obras, a una enseñanza que pretenda que el alumno aprenda a leer, a gozar con los libros y a valorarlos, es decir, a hacer posible la experiencia personal de la lectura, que, por su parte, conllevará un conocimiento cultural variado, un análisis del mundo interior y la capacidad para interpretar la realidad exterior.
Ya en 1974, en una encuesta sobre el lugar de la literatura en la educación, Dámaso Alonso señalaba que no hay mejor manera de enseñar literatura que la lectura directa de las obras, y que son muchas las experiencias lectoras que marcan la vida del hombre, desde la misma infancia:
No hay probablemente hombre que no reciba el hálito mágico de la literatura, verso y prosa: toca al niño ya en rimas y juegos infantiles; hasta el adulto analfabeto llega en canciones y coplas…[xxi]
Son experiencias lectoras naturales, que si se complementan con otras que, desde el ámbito escolar, se organicen de acuerdo al momento en que se van a producir, nos ayudarán en la no fácil tarea de formar adultos lectores, es decir, adultos con la competencia literaria adquirida, o en situación de poder llegar, fácilmente, a adquirirla.
Enseñar literatura —educar literariamente— es enseñar algo que, en sí mismo, es complejo y susceptible de variadas realizaciones y de múltiples interpretaciones; eso dificulta la adquisición de la competencia literaria, que debiera ser la base de educación literaria. La competencia literaria no es una capacidad innata del individuo, sino que es educable: se llega a adquirir con el aprendizaje, aunque dificultado por esa complejidad referida, que es una consecuencia de las implicaciones que para la recepción tienen numerosos aspectos que forman parte del propio hecho literario: la relación con el contexto, que la obra literaria sea oral o escrita, que pertenezca a un género literario o a otro, que se considere una obra canónica o clásica, etc.
La competencia literaria no es una medida estándar ni única; en ella intervienen factores variados: desde los lingüísticos a los psicológicos, pasando por factores sociales, históricos, culturales o, por supuesto, literarios; por ello, no es descabellado considerar el aprendizaje literario como la unión de una serie de factores que posibilitan la maduración personal, destacando, por sí misma, la experiencia lectora, entendiendo como tal también la que se produce en la etapa anterior al aprendizaje de la lectoescritura, en la que la literatura oral aporta una experiencia literaria que ayuda a formar un imaginario personal en el niño prelector. La experiencia lectora, con su acumulación de lecturas, es la que hace posible la competencia literaria. Mendoza considera que el intertexto lector aporta un nuevo concepto para orientar la formación del lector hacia un conocimiento significativo de la literatura:
[…] porque es el componente de la competencia literaria que establece las vinculaciones discursivas entre textos, necesarias para la pertinente interpretación personal. Es necesario ayudar a formar y desarrollar el intertexto lector del niño que comienza a leer, para que sus lecturas constituyan el fondo de conocimientos y, sobre todo, de experiencias literarias.[xxii]
En el aprendizaje literario escolar debemos recordar siempre que, tanto en la infancia como en la adolescencia, se dan niveles diferentes y progresivos en las capacidades de comprensión lectora y de recepción literaria; y, sin embargo, las primeras experiencias infantiles con el aprendizaje literario escolar no siempre se producen en las condiciones más propicias para favorecer ese aprendizaje: me refiero a la desconexión de esas primeras experiencias «oficiales» con las experiencias que el niño ya ha vivido y que forman parte de su pequeño «patrimonio literario». En los primeros años de vida, el niño aprende, escucha y practica canciones de cuna, juegos mímicos, oraciones, cuentos maravillosos, sencillas historias dialogadas o rimadas, canciones, etc., además de acceder directamente, con la ayuda de un mediador adulto cercano, a libros de imágenes y álbumes ilustrados. La primera selección de lecturas escolares debería tener en cuenta que en los cuentos maravillosos los niños encuentran que se reconocen en sus miedos, en sus deseos, en sus temores o en sus anhelos; de ahí, la importancia que tiene ese periodo que llamamos de la «prelectura», o las primeras lecturas en las que los adultos cuentan o leen en voz alta relatos y cuentos a los niños más pequeños. No olvidemos que, además, la Literatura Infantil y Juvenil hunde buena parte de sus raíces en el cuento tradicional.
La lectura literaria posibilita la construcción de un mundo imaginario propio, dando respuesta así a la necesidad de imaginar de las personas, que es una necesidad básica en las primeras edades, porque en la infancia aún no se tiene la experiencia vivida que tienen los adultos. Hoy, con la limitación de espacios y tiempo para el juego, lo niños no pueden aprender por la experiencia vivida todo lo que necesitan, por lo que requieren que esas carencias sean compensadas con conocimientos transmitidos o con un acceso asequible a la lectura que les permita captar ideas o sentimientos y con la que, sobre todo, desarrollen su imaginación, simulando situaciones o estados de ánimo, experimentando sensaciones, viajando figuradamente a otros mundos, algo que podrían darle también los cuentos maravillosos contados en voz alta por sus adultos más cercanos.
El soporte básico de muchos de esos primeros textos no es el significado, sino el aspecto lúdico que aportan el ritmo, las formas o la música del texto, que son, por otro lado, los elementos por los que los niños pueden reconocer las palabras como un lenguaje especial, que identifican con el lenguaje del juego. Como dice Sánchez Corral:
Una de las consecuencias generadas por la autonomía del discurso artístico es la posibilidad de experimentar el placer de las formas, el placer de jugar con las formas del lenguaje más que con sus contenidos, como sucede cuando la palabra queda a merced del niño y éste la usa, la maneja sin tener en cuenta los significados referenciales, con la sola finalidad de crear un clima propicio para que se desarrolle el juego en el que se dispone a participar.[xxiii]
Estas experiencias iniciales son los primeros pasos del camino del aprendizaje literario, que deberían tener su continuación con las primeras experiencias literarias escolares, que suelen iniciarse con el acceso del niño al lenguaje escrito, lo que supone una fase nueva en su aprendizaje, ya que su experiencia literaria se ampliará con nuevas experiencias lectoras, la de los textos escritos. Aunque siempre con el horizonte diáfano de que no hay fórmulas mágicas para lograr que los niños lean más; como dice Martín Garzo:
A los libros se llega como a las islas mágicas de los cuentos, no porque alguien nos lleve de la mano, sino simplemente porque nos salen al paso. Eso es leer, llegar inesperadamente a un lugar nuevo. Un lugar que, como una isla perdida, no sabíamos que pudiera existir, y en el que tampoco podemos prever lo que nos aguarda.[xxiv]
La formación del lector literario debiera empezar en las primeras edades, en las que los mediadores seleccionarán las lecturas sin caer en la fácil tentación de elegirlas sólo por sus valores externos o por la información que nos transmiten algunos de sus paratextos (formato, cubierta, tipo de edición, editorial), sin tener en cuenta la historia que contienen y, sobre todo, la manera en que está contada esa historia: para que el camino recién iniciado en los nuevos lectores no se vea interrumpido es imprescindible que no les contemos historias aburridas, que no les impongamos las lecturas, que no frenemos sus motivaciones lectoras y que no les coartemos su capacidad para creer en cosas increíbles, para imaginar mundos maravillosos o para sentirse muy cerca de los más fantásticos personajes. Pero en ese camino es necesaria la buena convivencia de las lecturas escolares y de las lecturas voluntarias. La suma de las experiencias que se derivan de ambas lecturas ayudará a la formación del espíritu crítico del nuevo lector, porque, como muy bien dice Jacqueline de Romilly:
Se habrá acostumbrado a la diversidad de juicios posibles y al contraste de los distintos sentimientos; habrá tenido que elegir, que tomar posición […] Se habrá visto obligado a formarse una opinión previa […], ilustrada, madura, personal.[xxv]
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Con el título «Nuevos tiempos, ¿nuevos lectores?», el autor, junto a Juan Senís, publicó un artículo más amplio, sobre el mismo tema, en Ocnos. Revista de Estudios sobre Lectura, 1, 2005.
Tomado de la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes.
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Leer también:
«La lectura, ese poliedro. Un libro de lectura casi obligatoria»
«La promoción de la lectura y sus cambios de paradigma en tiempos de hiperconexión»
«Esteban Llorach Ramos: “La lectura es espada y escudo”»
[i] Martín Garzo, G. (2003): «La literatura como fascinación». En VV. AA.: Bibliotecas para todos. La lectura y los servicios especializados. Salamanca: Fundación GSR, p. 15.
[ii] Recordemos que para Rifaterre el intertexto lector es «la percepción, por el lector, de relaciones entre una obra y otras que le han precedido o seguido». (Vid. «Compulsory reader response: the intertextual drive», en Worton, M. y Still, J. (1991): Intertextuality: theories and practices. N. York: Manchester University Press, p. 60).
[iii] Datos contenidos en un estudio de la Universidad Complutense de Madrid, referidos al año 2002, indican que para el 92% de los niños españoles de 7 a 12 años, ver la televisión en su actividad preferida, por delante incluso de «jugar» (86%). Por otro lado, una encuesta de Sofres para El País (14 de diciembre de 2003), dice que casi un millón de niños de esas edades (el 91% del total) vieron el Festival de Eurovisión, lo que es un buen indicador de los programas que más les atraen.
[iv] Gaarder, Jostein (2003): «¿Libros para un mundo sin lectores?». En Imaginaria, 106. Buenos Aires. [Conferencia inaugural del 28º. Congreso del IBBY. Basilea, 2002].
[v] Fuentes, Carlos (2003): «Primeras letras». En Babelia. El País, 4 de octubre, p. 20.
[vi] Proyecto de investigación financiado y adscrito al programa de I+D de la Consejería de Ciencia y Tecnología de la Junta de Comunidades de Castilla La Mancha.
[vii] Cuando hablo de escuela me estoy refiriendo al sistema educativo de Primaria y Secundaria.
[viii] Machado, Ana María (2002): Lectura, escuela y creación literaria. Madrid: Anaya, p. 15.
[ix] Lázaro Carreter, F. (1984): «El deseo de leer», en ABC, 12 de febrero, p. 7.
[x] Gimeno Sacristán, J. (2003): «La importancia de desescolarizar la lectura en las sociedades de la información. La función compensatoria de la biblioteca escolar». En VV. AA.: Bibliotecas para todos…, cit., pp. 31 y 32.
[xi] Gómez Soto, Ignacio (2002): «Los hábitos lectores», en MILLÁN, José A., cit., p. 104.
[xii] Cf. Millán, José A., coord. (2002): La lectura en España. Informe 2002, cit.
[xiii] Steiner, Georges (2000): La barbarie de la ignorancia. Barcelona: Taller de Mario Muchnik, p. 64.
[xiv] Machado, Ana María (2002): Cit., p. 36.
[xv] Gaarder, Jostein (2003): Cit. s/p.
[xvi] Chartier, Roger (2003): «El lector y los grupos lectores». En INFANTES, Víctor; López, François y BOTREL, Jean F. Historia de la edición y de la lectura en España, 1472—1914. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez, p. 148.
[xvii] 18
Muñoz Molina, A. (1993): «La disciplina de la imaginación». En ¿Por qué no es útil la literatura? Madrid: Hiperión, pp. 43 a 60.
[xviii] Vid. Sánchez Corral, L. (1992): «Literatura infantil y aprendizaje significativo». En Glosa, 3, Córdoba: Universidad de Córdoba, pp. 269 a 282.
[xix] Villanueva, D. (1994): Coord. Curso de teoría de la literatura. Madrid: Taurus, p. 12.
[xx] Sánchez Corral, L. (1999): «Discurso literario y comunicación infantil». En CERRILLO, Pedro C. y García Padrino, J. (Coords.): Literatura Infantil y su didáctica. Cuenca: Ediciones de la UCLM, p. 112.
[xxi] VV. AA. (1974): Literatura y educación, cit., p. 11.
[xxii] Mendoza, A. (2001): El intertexto lector. (El espacio de encuentro de las aportaciones del texto con las del lector). Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla La Mancha, p. 19.
[xxiii] Sánchez Corral, Luis (1999): «Discurso literario y comunicación infantil». En Cerrillo, Pedro C. y García Padrino, J. (Coords.): Literatura Infantil y su didáctica, cit., p. 99.
[xxiv] Martín Garzo, Gustavo (2004): En El País, 25 de abril de 2004, p. 11.
[xxv] Romilly, J. (1999): El tesoro de los saberes olvidados. Barcelona: Península, p. 93.
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