El autor ha recreado época, personajes y contexto no solo a través del ejercicio consciente de la exploración sensorial y temporal —caso típico—, sino también a través del estudio del lenguaje, el cual se presenta rico y muchas veces soberbio, metafórico y críptico por instantes. Este no es un texto para todos los gustos, ni la prosa simple que resbala sobre el shunga de Hokusai y que necesariamente nos hace establecer un paralelismo con la reconocidísima imagen de la mujer amada por el pulpo. Si bien parte de este contexto visual, de este universo masticado hasta la ebriedad por nuestras referencias, el autor va hacia otras oquedades, hacia otra profundidad donde la historia se construye antes que el universo, donde la historia se revisita desde el cuestionamiento y el develado paulatino de los espacios en blanco, que ya contenía/proponía Hokusai.
Hay pacto textual en este develado. Un pacto que exige de la complicidad de un lector no complaciente, de un lector agazapado y cuestionador, un lector que no consume de manera pasiva sino que busca reconstrucciones, las soldaduras antropológicas y culturales que son las palabras. El eco de estas resonancias podría ser sombra como es, a mi entender, claridad en este caso. Cierto que las palabras pueden ser laberinto y otorgar cierta oscuridad a un texto que, repito, no es simple. De ahí que quizás una lectura no sea suficiente para entender los hilos conectores que, de manera invisible, imbrican trama, personaje y progresión dramática.
Hago un alto para distinguir el mundo de referencias que el autor maneja y que, de forma coherente, va dejando a modo de pistas en la textualidad. Un mundo que no solo incluye lo visual, sino también la sensorialidad, la discreción y el pudor de la cultura japonesa. Una sensorialidad que no es necesariamente sensualidad, aunque nuestros ojos occidentales puedan trocarla bajo la forma, menos o más abstracta, del hedonismo. Leyendas y mitos —adviértase la mención soslayada del zorro cambia formas—, música, la cultura de las relaciones hogareñas, fundamentalmente entre los esposos y los amantes, son solo algunas de las nociones que el autor despliega, mientras aguarda por el lector avezado, el lector no minimalista que busca, y agradece, la ritualidad de los mínimos detalles, por excesivos que puedan parecer a primera vista.
Este es un texto sobre el amor y la belleza, quién lo duda. Y también un texto sobre el placer porque en el fondo, aunque apenas insinuado, el universo de las referencias del autor colisiona con el mundo que presenta la imagen de Hokusai. Esta carta no puede ser ignorada en el juego porque su peso visual y su carga semántica invaden la linfa y el tuétano de la historia contada.
Con esta imagen —la de la mujer ebria de placer, la del pulpo libidinoso que ha encontrado la joya en las profundidades de otro cuerpo— abre y cierra este sueño, esta exploración que ha encontrado el coral de lo bien hecho.
Yarini Manuel Arrebola Sánchez (La Habana, 1985). Licenciado y Máster en Bioquímica por la Universidad de La Habana, institución donde funge como profesor e investigador. Licenciado en Ciencias de la Religión por el Instituto de Ciencias de la Religión (ISECRE) adjunto al Seminario de Teología de Matanzas. Actualmente realiza su tesis doctoral en el campo de la Bioquímica tumoral. Miembro del taller literario Espacio Abierto. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha publicado la novela de alta fantasía El Milagro de los Siete Mares (España, Editorial Guantanamera, 2016). En el año 2017, su cuento «El Sueño de la Esposa del Pescador» obtuvo el premio especial para un cuento sobre un tema japonés, convocado como parte del concurso Oscar Hurtado de ese año. Entre sus mayores influencias destacan Homero, Jorge Luis Borges y Las Mil y una Noches.
El Sueño de la Esposa del Pescador
Furu ike ya
Kawazu tobikomu
Mizu no oto .1
(Matsuo Bashou)
Dedicado a Katsushika Hokusai, autor del shunga que, al cabo de dos siglos y un año, sirvió de inspiración y nombre para este cuento.
La esposa del pescador yace con un pulpo como entre sueños. Cuando la última luna de agosto encallaba tras la sabina, aquel centímano lisonjero ha llamado a su ventana por primera vez. Lleva un kimono cinabrio que en majestad logra opacar al recuerdo del Emperador, lejana y secretamente visto allá en la niñez. Ella, púdica mujer casada, desoye versos y ruegos, pero no olvida aquel par de ojos vacuos: acaso su impersonal negrura evoca la entrada del otro mundo. Trece lunas después, el príncipe de los mares reaparece. Ahora mira con nuevos ojos, ambarinos y taciturnos; solo la ausencia de pestañas sugiere una rara naturaleza. Trae perlas negras que, cayendo en demorada sucesión, van resonando al colorearse como el rubí, la malaquita, el zafiro. Curiosa, llamada por extrañas palpitaciones, ella entreabre. Tambaleante y magro asoma el candil. Amplio, espléndido como el jade y la esmeralda, el kimono pretendiente resplandece. Viendo mejor, la casi adúltera pregunta si se trata de un zorro cambiado de forma, cosa impropia de tierras costeras aunque, según le confiara la viuda del comerciante Sagamiya, no completamente imposible durante el otoño. Agraviado, el hombre apócrifo se hace viento.
Los días sobrevendrán como tazones de amargura entremezclada con impaciencia. Ella, ávida de elogio en verso, desfallece hasta la quinta nieve, cuando los techos blanquean y los dioses viejos hacen penitencia entre la escarcha del templo abandonado. Entonces el suave rumor koto trae de vuelta el sosiego. Mil años de sumisión se fracturan desde la ventana en aquella hora. Vestido de azul cobalto, el bello imitador consigue destrezas impensables: canta con voz laqueada, pulsa sin mancha, llora sinceramente. Ella no resiste y, cediendo a la impura pasión, abre la puerta como al descuido. Un río de placeres arcanos fluye luego por su cuerpo que, ora tenso como guijarro del pozo, ora ligero como diente de león al viento, alcanza la plenitud del cerezo en flor. «Ven y encuéntrame en el palacio de mi padre, un sabio anciano del mar que te recibirá como a una hija, sin que los venerables espíritus de tus difuntos padres deban dotarte, pues tal es su riqueza: carpas son siervos y corales, sus murallas», ruega el amoroso cambia formas antes de irse con el terral que baja de las colinas.
Hace tiempo que el marido la desdeña: ahora prefiere embriagarse entre los muslos de una prostituta coreana a quien los pueblerinos apodan «el mejillón rosa». Llegará tarde en la madrugada, dando tumbos y buscando a tientas una taza que acalle la resaca de turno. Paciente, ella prepara té verde mientras le espera. La señora Mikiko, famosa herborista, tenida como la mejor de Kansai a pesar de su gota mal curada, le ha vendido aquel zumo de hongos invisibles a la lengua y la nariz. «Mézclelo con té verde, cuya generosa espuma disimula los más variados filtros», dice quien una vez sirvió allá en la Corte, antes de ser expulsada por las intrigas de un médico advenedizo. «Cuentan que una antigua emperatriz china, pérfida entre los perniciosos, ingrata para el Cielo y la Tierra, descubrió sus grandes bondades», sonríe mientras recibe una perla azulina. «La primera gota incita a bailar sobre la palma del Buda. Administradas con sabia mano, otras dos propician que una dama discreta acoja al esposo de otra dama discreta. Cuatro dosis llevan a tierras venturosas, donde moran los ancestros y ya nadie quiere retornar, pues inabarcable como el Océano es la felicidad. Cuando vea a la señora Kimura, dígale que yo misma le llevo su remedio: una dama debe cuidar lo que toma en estos días». Ella vierte agua caliente, agrega el té, revuelve y pone tres gotas, que pronto se pierden en la jabonosa espiral verde. Levanta la taza frente su diminuta nariz, vacila pero, solo para estar segura, añade media gota al cabo del rato.
El pescador queda donde tomó. De pie junto a él, ella se corta la espesa cabellera, toma los ahorros e, impulsada por un conocimiento inexplicable que nace en su vientre, aprovechando la madrugada, parte discretamente. Al cabo de días, ha sorteado peligros, ha dormido en posadas ingratas para una señora respetable y rara vez ha conseguido bañarse. Así alcanza una diminuta villa cercana a la populosa Edo. Los lugareños, pescadores y tenderos del mar, no preguntan cuando la ven discurrir entre ellos: algo en su seca mirada invita a ceder el paso. Más que caminar, pareciera ir flotando como un fantasma diurno. Rebosantes de capturas, parten las barcas y las cubetas. Las unas enfilan a Edo; las otras, hacia modestas pescaderías locales. Sobre los mostradores zigzaguean las cabezas, de ojos duros siempre abiertos, brilla la escama rosada junto a la negra, se venden el pargo, la anguila, el arenque. No mucho después, la otrora esposa del pescador pisa el borde del acantilado. Desde allí, mirando con reposada indiferencia, deja caer una perla enorme, brillante, roja y redonda como ciruela madura. El mundo queda en suspenso. Burbujea el mar y, entre olas de doble cresta, van surgiendo escalones iridiscentes que trepan hacia el peñón. Sabe que solo ella los ve y solo ella puede pisarlos. Sabe que, al cabo de aquellos, aguarda el palacio del nuevo suegro.
Desde un bote que busca tierra, dos pescadores la ven descender como si el aire fuera una suave pendiente bajo sus pies. Moviendo las manos y dando grandes voces, tratan de saludarla. Quieren asegurar el favor de esa nueva marina, cuyo vestido escamado en tres colores (zafiro, esmeralda, rubí) habrá de causar asombro entre las carpas y los corales.
30 de agosto de 2015, 11:36 am.
Notas.
1. En japonés: «Un viejo estanque, / salta y cae una rana: / aguas que suenan» (traducción no literal del autor).
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