¿Cómo puede un poeta de veinticuatro años lograr un mundo poético tan personal, entre lo metafísico y una misteriosamaterialidad, sin que falten las huellas de Orígenes, el surrealismo y Vallejo? Eso ocurre en Los párpados y el polvo, poemario de Fayad Jamís, publicado en 1954.[1] Allí vemos a un poeta incitarse para hablar del misterio, transformado en dolor o muerte, en la exacta música de lo efímero: el misterio de la fugacidad de la vida, que es tema entre otros de los que se alimenta la poesía:
«No es huir»
No es huir este repentino sobresalto a veces duro
que tiñe el rostro de apagados secretos y preguntas.
Es que también hay una angustia rápida,
un pez de sueño roto que transita en su flecha
y que constantemente hacia la luz desaparece.
Mirad, mirad este temblor, mirad el viento:
todo corre espejeando sin que huya,
yendo al exacto río de su centro.
No es que sean miedosos esos ligeros pájaros
de nieve
ni esos niños que cantan hasta dejar de verse.
Ya lo sabéis: que hay una velocidad
un golpe y un renovado asombro.
Pero abajo, lo duro, lo tan cierto:
el fruto que no pasa.[2]
Así, pese a las marcas de escrituras de las que aquí hemos hablado, se sitúa el interés, dentro de esta poesía espacial donde rige el par alto / bajo, en nuestra cotidianidad, materialidad del día a día, algo hacia lo que va el poeta y su generación.[3] El eje alto / bajo guía los designios, los destinos, las ansias. Es así que, con la plasticidad como ineludible cualidad de la escritura del poeta- pintor, y «un sentido barroquista del lenguaje»,[4] el cielo y la existencia se muestran como direcciones inversas, donde la última esquina, en su latir, sobrepasa a la otra. En sus poemas tiene lugar un viaje de lo sublime a la vida, del cielo a la existencia cotidiana. El drama humano de tono vallejiano, el dolor, los golpes de la vida llegan a ser protagonistas, lo que ya prefigura la inclinación hacia la corriente poética coloquialista, a la cual Fayad dignamente representará:
Hoy, 8 de agosto de 1951
en esta hora débil en que la luz revela antiguas vidas,
y mientras un carpintero cerca de mí despierta
el polvo,
yo, traído del miedo, de la ruina, del llanto,
yo, sangre de tinieblas, viento de inmensas llamas,
preparo mis gastados equipajes, mis papeles sin
rúbrica,
mis años, mis sudores:
todo ese remolino de serrín en que vivo,
y vuelvo la mirada sobre la agria azotea en cuya
carne sucia
tanto han lastimado mis pasos de militar acuático.
Sí, preparo mis cosas, y lloro un poco sobre algunas,
sobre el sillón caliente y amputado, sobre un libro,
sobre mi roto espejo guardador de agonías
y padre de mi edad y de mis lágrimas.
No dejo nada, nada, furia o pez en el aire, breve
fantasma
del mediodía sobre las nubes de cemento.
Cierro las puertas y la mancha de mis párpados,
y huyo más del cielo, descendiendo de escalón en
escalón,
de muerte en muerte.[5]
Una de las razones de la originalidad de este poemario es el hecho de que una idea se pliega sobre otra, sin poder decir a ciencia cierta que un poema trate de un solo tema o sea fiel al título que lo resume.
La tragedia de la existencia como mito, como fábula, lo efímero y provisorio de la vida, se unen a una fina y mantenida prefiguración de la muerte, en un autor que abandonará la vida relativamente joven.[6] En Los párpados y el polvo hay un canto al vigor de la vida fluyente y repetidos desdoblamientos del yo, en los que el cuerpo es esa niña amada y la niña que puede amar es también su cuerpo.[7] Ocurren desdoblamientos y junturas de alma y cuerpo a un tiempo, que es por una parte árbol, y por la otra, hielo, cantando lo efímero de la vida y su anhelo de eternidad.[8] Los desdoblamientos inquisitivos entre la materia y el espíritu donde, quien maneja las riendas es la maravillosa máquina del cuerpo, hecho que no hace más que ayudar a entendernos como seres humanos. Pero estamos aquí ante un libro con un lenguaje propio, aunque también transicional hacia el coloquialismo,[9] como hemos indicado antes, en los que el misterio, la muerte —las miradas cariciosas a la muerte— o el amor parecen presidir la razón de estos poemas, en los que el llamado de la tierra, la fuerza de la materialidad y de la manifestación de la existencia parecen presidir los motivos más íntimos del poeta. [10] En este libro la mirada y las cenizas —no por gusto la segunda sección tiene el siguiente exergo vallejiano: «Lágrima y lágrima en la polvareda»—, los párpados y el polvo son marcas extremas, contrarias y complementarias de la vida: uno nace en la visión del otro, de los otros, construyendo paisajes de hastío o de muerte. En el libro hay versos que descuellan por su originalidad, que es tan profunda como su belleza: «todo corre espejeando sin que huya, yendo al exacto río de su centro»,[11]«¿Qué importa un delfín muriéndose en la memoria?»,[12], «Escúchame: mi casa no se fuga; está lejos siempre»[13], incluso en algunos poemas destaca la posición de centralidad del poeta en torno al mundo, y es el mundo cotidiano que le rodea también, no solo el sublime que ha construido con sus metáforas,[14] y que alcanzan su culminación en el siguiente fragmento del poema «Cuerpo del delfín»:
En el jadeo de las aguas, en la incesante eclosión de las
verdosas aguas,
¿qué cuerpo es más durable que la espuma?,
¿qué arrecife salta más arriba que la espuma?,
¿qué templo es más inmóvil que el templo de la espuma?
La ciudad está aquí, el mar está aquí,
tú y yo estamos aquí, entre el mar y la ciudad,
miedosos del mar y la ciudad,
amando el mar y la ciudad
y olvidando el mar y la ciudad por temernos y amarnos y
olvidarnos a nosotros mismos.
¿Me oyes?, ¿me conoces?, ¿estás viva?
Mi cuerpo vacío habla para un cuerpo vacío.
Yo soy un caracol, una piedra, un simple cuerpo vacío que
habla sobre el muro
para otro cuerpo vacío que duerme sobre el muro.
Y las olas estrellándose,y la noche estrellándose,
¿qué son sino brillos deshabitados, hielo y sal sobre el muro?
Oh, cuerpo de mi cuerpo, qué lejos, imposible, la roca
henchida de la espuma,
el opulento, inmortal, blanco muro. [15]
Donde contemplamos la fugacidad y el brillo, la fugacidad y opulencia de la vida ante la vista de la trascendencia, entregados a través de la bella metáfora de la espuma. Este libro, fruto de la mente de un joven escritor, demuestra con creces, que la poesía debe ser exacta, intensa, concreta, significativa, rítmica, formal, compleja, que el arte, por lo tanto, está siempre intentando ser independiente de la mera inteligencia, que el lenguaje no es solo un instrumento sino un fin en sí mismo.[16]
Notas
[1] Pueden leer este libro en la edición de la Colección Sur que se comercia en nuestras librerías: Fayad Jamís: Los párpados y el polvo, Colección Sur Editores, La Habana, 2018 (Prólogo de Virgilio López Lemus).
[2] Ídem, p. 21. Este libro «refleja su turbación y desamparo al llegar a la Habana en 1949, y es el primer libro de poesía escrito en Cuba por F.J». Jorge Bocanera: «La sangre entre los párpados y el polvo», La Jiribilla, 14 de noviembre de 2020, en www.lajiribilla.cu. Por aquellas palabras habían arrastrado sus centellas y sombras Neruda, Milosz, Rimbaud, Vallejo y algunos poetas de Orígenes. Pero sobre todo había testimonio de hondas experiencias agrestes y citadinas, y una mirada implacablemente real […] Muchos poemas representan las memorias de su vida, allí habla de su desamparo, de su errancia, del polvo en que vive y sobre el cual solo brillan, ya no realidades del presente, memorias profundas, figuras y nombres de una fosforescencia espectral, alucinaciones del desvelado, el insomne «párpado abierto» de que nos había hablado Martínez Villena». Roberto Fernández Retamar: Los párpados y el polvo, www.ecured.cu.
[3] A cada rato en los poemas surgen personajes de la vida cotidiana: «Si viene el flaco de la barba diré que no estoy» (p. 30), «el negrito sordo de paso de marioneta; ¿la campanilla que sus huesos sacuden para encantar la muerte? —Oh sí, sí, dame un cucurucho de maní», (p. 49).
[4] Virgilio López Lemus: «La generación de los años 50», en: Historia de la Literatura cubana, Instituto Cubano del Libro y Editorial Letras Cubanas, t. III, La Habana, 2008, p. 115.
[5] F. J., pp. 23-24.
[6] Véanse los poemas «La ronda del desvelado IV, VI, VII», «Yo había aprendido de los viejos», «Despierta, entre los dos ha venido…» y «Ruidos que no hace el viento…».
[7] Consúltese el poema «Despierta…», p. 57.
[8] Véase el poema «Oh, cuerpo mío…», p. 60.
[9] La huella de Orígenes es palpable aquí en el mundo de metáforas y espiritualidad, la profusión metafórica, especialmente de la poesía de Lezama Lima. La nota surrealista en la construcción de imagen de raíz irracionalista.
[10] Consúltese el poema «Rueda de los hundidos» (p. 43), que es una especie de representación del infierno: el mundo de la existencia material que no se puede transgredir.
[11] Véase el poema «No es huir», p. 21.
[12] Véase el poema «Muerte del delfín», p. 53.
[13] Véase el poema «A veces», p. 25.
[14] Véase «¡Arre, caballo…!» (p. 50). Por cierto, en este poema se recrea la imagen de un caballo que se identifica con el poeta y la poesía, aunque Virgilio López Lemus afirma en el prólogo al libro «que por entonces la huella martiana no estaba presente en este libro». Y pueden hallarse dos curiosos arranques heredianos continuados: «tu dorado cristal, tu sueño inmóvil, tu silencio. Y mi cuerpo de árbol, mi crujido de árbol, mi paciencia de árbol», imagen que Martí rescató y sistematizó, dejando copiosas huellas en la poesía cubana posterior.
[15] F.J.: Ob. cit, pp. 54-55.
[16] Véase Susan Sontag: Renacida. Diarios tempranos, 1947-1964, Mondadori, Barcelona, 2011, p. 7.
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