La densa obra del escritor argentino, Julio Cortázar, comenzó por la publicación de tres deslumbrantes libros de cuentos: Bestiario (1951), Final del juego (1955) y Las armas secretas (1959). Al parecer, hacia fines de la década del cincuenta —según le escribió el 7 de agosto de 1957 a Jean Barnabé—, comenzó a escribir el manuscrito de la que habría de ser su primera novela publicada —había escrito primero, sin lograr publicarlas, Divertimento y El examen, y que solo aparecerían en la década del ochenta—, Los premios. En carta fechada el 15 de agosto de 1958 le dice a Edouard Jonquières que había concluido la escritura. La edición en español fue en 1960. Ya en ese año se comenzó a trabajar el texto para publicarlo en francés por Arthème Fayard. A pesar de la acogida que tuvo el libro tanto en Argentina como en Francia, Cortázar la consideró, en carta a Emma Susana Speratti Piñero, del 27 de octubre de 1961, apenas como un pequeño e insignificante y perecedero ejercicio técnico, una prueba iniciática para comenzar a escribir novelas. Cuando aparece algo después, en 1963, Rayuela, la primera novela fue como barrida de la atención pública. El propio juicio de Cortázar afectó inicialmente Los premios, el cual perdió todo interés con las siguientes publicaciones novelística del autor.
Desde hace unos años, sin embargo, se viene produciendo una relectura de Los premios. En primer término, se la considera hoy como un antecedente imprescindible de Rayuela. Gabriel Medrano, en Los premios, parece prefigurar a Horacio Oliveira en la novela siguiente, tanto en la meditación ensimismada como en la negativa a dejarse llevar por las emociones, mientras que las meditaciones de Persio en la novela «náutica» se encontrarán, intensificadas y con mayor densidad, en Rayuela.
Los premios, rediviva hoy, se inscribe en dos grandes situaciones culturales que estallan en la década del cincuenta: en primer lugar, la irrupción generacional de una juventud decidida, más que nunca, a romper vínculos con sus padres. Se modela un nuevo rostro de la juventud, tallado sobre el modelo de un cine en muchos sentidos diferente que comienza a delinearse en el Hollywood de Rebelde sin causa. Las figuras, pronto hechas míticas, de James Dean, en el cine norteamericano, y de un no menos grande Zbigniew Cybulski en el cine polaco, contribuyeron a trazar pautas para darle voz y, sobre todo, imagen, a una ruptura generacional que, iniciada en la década del cincuenta, hallaría su expresión más intensa en el movimiento hippie, pero también en las profundas transformaciones que introdujeron en las artes. En este mismo marco, son de gran importancia las consecuencias sicosociales que dejaron hechos como los de la guerra de Vietnam —agudizada en estos años—, los de mayo de 1968 en Paría, la primavera de Praga en la antigua Checoeslovaquia o la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco en México. Fueron la desembocadura, no siempre previsible, pero progresiva, de un planetario desasosiego económico, social, político y cultural que se adensa en la década del cincuenta y llega a su crisis en la del sesenta. Entre sus consecuencias posteriores se cuentan diversos hechos, algunos tan sombríos como la operación Cóndor en América Latina.
En segundo lugar, se producen una serie de cambios estilísticos y transformaciones en el terreno específico de las artes, que son impulsados por diversos movimientos creativos, desde la significación de la obra de los Beatles, hasta Andy Warhol, pasando por el llamado boom latinoamericano. En lo que a América Latina se refiere, se produce un nuevo y trascendental paso hacia una nueva sensibilidad, en este caso la del neobarroco, concebido como una nueva expresión del Barroco como tendencia suprahistórica. Ese movimiento artístico general, en la segunda mitad del s. XX, está radicalmente ligado con la atmósfera de crisis casi permanente que vive el mundo, y en particular América Latina, en ese período.
Hizo falta que pasaran unos años desde su publicación para lograr una perspectiva diferente sobre Los premios, obra que, sin la menor duda, constituye una fuerte manifestación cortazariana de la sensibilidad neobarroca latinoamericana.
Desde las primeras páginas de la novela, en la que los ganadores del extraño premio, que consiste en un viaje en barco, con destino desconocido y por un período no informado por los gestores del certamen. El argumento del libro es fácilmente asociable con el famoso cuadro del pintor flamenco Jheronimus van Aken, el Bosco, tela posiblemente de inicios del siglo XVI, es decir, en pleno Renacimiento. Se trata de un cuadro en que se retoma la antiquísima metáfora de la nave como referencia a la vida humana. El Bosco refleja en esta obra, a la vez de manera realista y simbólica, la enajenación de la humanidad, entregada a una existencia en la cual los valores han sido trastrocados, de manera que los seres humanos se dejan conducir por antivalores que niegan toda reflexión sobre los grandes temas —sentido de la vida, trascendencia, espíritu y alma humanos, el bien y el mal, etcétera—. La cotidianidad, en el cuadro del Bosco, se concentra en la bebida, la comida, la búsqueda de la sexualidad y las apariencias, en un proceso donde nadie parece dispuesto a otra cosa que al ocio, en una caos profano donde aparecen representados todos los grupos sociales, incluido el clero de la época. Otro antecedente de la novela de Cortázar, si bien de menor peso, podría hallarse en la obra del destacado escritor español Juan Antonio de Zunzunegui, quien escribió El barco de la muerte (1045) —de tono pesimista con ribetes de ácido humorismo—, pues, como apunta María Antonia López Lusarreta:
En esta obra se da la triple línea emocional de tantas otras: la cínica, la humorística de risa trágica y dura, y la de la ternura. Se revela un sentimiento trágico de la vida que le une a su maestro Unamuno, que Zunzunegui representa a través de la carga existencial sentida como un absurdo al que hay que poner un poco de humor para poderla sobrellevar.[1]
En la novela de Cortázar, este elemento se percibe, al menos como coincidencia, sobre todo en los diálogos entre Gabriel Medrano y Raúl Costa, y entre este último y Paula Lavalle. Con una serie de variaciones importantes, el Malcolm, barco en que embarcan los ganadores de una misteriosa lotería —que, respaldada por el gobierno argentino, incluye que los ganadores puedan viajar con invitados y que puedan disfrutar de sus sueldos durante el tiempo de navegación— que no indica el destino del extraño viaje. Desde las primeras páginas, en que los premiados deben acudir a un café, el London, para recibir instrucciones, se hace evidente que el grupo está formado por sectores más o menos representativos de la sociedad argentina a fines de la década del cincuenta: maestros de escuela —simbólicamente el ultraconservador, ridículo y viejo Dr. Restelli, por una parte, y por otra el joven y liberal maestro López—, un estudiante, profesionales —un dentista, un arquitecto—, un inmigrante brutalmente enriquecido, una familia de la pequeña burguesía, otra del proletariado, en un pequeño colectivo donde pueden observarse otras posibles clasificaciones: personas con preocupaciones intelectuales de mayor o menor profundidad —Medrano, Persio, Claudia, López, Raúl, Paula—; personas ajenas a una percepción no superficial de la cultura y marcadas por esquemas consumistas —Lucio, Nora, la familia Trejo, el inmigrante millonario, don Galo Porriño, simbólicamente extranjero —a pesar de los años en Argentina, ha conservado su acento galego— incapaz de moverse, como una encarnación de la alta burguesía del país—; otros, como el Pelusa y su familia, representan lo más popular de la cultura argentina, marcados por un rico lenguaje popular, por su desinhibición de clichés de la sociedad burguesa y su enraizamiento en modos culturales —usos lingüísticos, pero también modales, vestimenta y modos de conducirse, solidaridad humana, una cierta ingenuidad—. Estos grupos componen el universo humano —y argentino específicamente— trazado en la novela. Al mismo tiempo, como en el cuadro del flamenco renacentista, hay una mezcla de percepción directa de la realidad y de intuición de estratos no visibles de ella, en particular en el extraño personaje de Persio —invitado de Claudia, que viaja sola con su hijo pequeño—, quien va jalonando el discurso novelístico con reflexiones compactas y densas, que sirven como entreactos al desarrollo argumental, pero también como meditaciones sobre la vida humana y, en particular, la argentina: es un preanuncio del tono y en cierto modo la estructura de Rayuela. Junto con estos grupos sociales, se presenta otro grupo, enigmático y nunca aclarado grupo de personas —marineros, oficiales, camareros—, sobre quienes apenas se puede saber dos cuestiones peculiares: ninguno es argentino, ni siquiera latinoamericano, pero tampoco se puede identificar su procedencia —¿son escandinavos, ingleses?—, que ejercen implacablemente el poder a bordo del barco y marcan los límites —estrechos— para la vida de los premiados. A ellos puede agregarse otro estrato, que aparece al inicio y al final de la novela: las autoridades, sombrías, inexpresivas, tajantes, que imponen las reglas del juego.
Si el abigarramiento social de los premiados adelanta un contenido síntoma del neobarroquismo en el texto, ese estrato de dominadores resulta, por el contrario, claramente un factor neobarroco: son, para usar el término de Omar Calabrese, replicantes. Como señala el importante teórico italiano del neobarroco:
Hay una metáfora en el filme Blade Runner que puede servir para las observaciones que seguirán. Se trata de la figura de los «replicantes» que nacen como «robots» completamente similares a un original, el hombre, del que mejoran algunas características mecánicas (la fuerza, por ejemplo), pero que después se hacen autónomos del original y, aun más, a él preferibles bajo el aspecto estético y sentimental. En resumen, la oposición entre «autómatas» y «autónomos».[2]
Sin embargo, en el libro cortazariano, estos «replicantes» —la autoridad, en tierra firme y en el barco— lejos de mejorar al original humano, lo empeoran sensiblemente, tanto en brutalidad como en crueldad. Hay como un barrunto ominoso de lo que sería en particular la Argentina de la dictadura militar y, en general, una Latinoamérica sometida a la monstruosa operación Cóndor. Por otra parte, hay que señalar el rasgo, neobarroco si los hay, de la falta de identidad perfilada en los individuos autoritarios de la novela: todos responden, en general —tal vez con la excepción de Bob, el monstruoso marinero—, a un patrón único, como los individuos humanoides y de apariencia absolutamente uniforme a los que se enfrentan Morfeo y Neo en la trilogía Matrix (1999-2003).
Otra característica neobarroca relevante de Los premios radica en la importancia del fragmento en la constitución de su texto. Todo el misterio que enfrentan los pasajeros premiados en cuanto a la popa del Malcolm, a la que no se les permite pasar, así como otros detalles tales como el destino real de la nave, la personalidad de su capitán, etcétera, se va presentando gradualmente, a partir de fragmentos que son tan bien distribuidos por Cortázar, que pueden pasar muy inadvertidos para una primera y aun una segunda lectura. El primer elemento depende del respaldo gubernamental para el sorteo. Inadvertido en principio, solo aparece en su total dimensión hacia fines de la narración, pero va siendo preparado gradualmente por los comentarios oficialistas del Dr. Restelli, para quien todo lo que haga el gobierno argentino es o estará correcto. Ni siquiera el representante de la alta burguesía, el millonario emigrante don Galo Porriño, es tan servil como Restelli —cuya reiterada justificación de lo que ocurre, por su no demostrada relación con decisiones del gobierno también resulta una especie de premonición de lo que sucedería en la Argentina de los militares—. El insoluble enigma del barco, pues, aparece ligado, metafóricamente, a una igualmente incomprensible situación de la sociedad argentina: no se sabe a dónde va, ni qué ocultos resortes la mueve, ni quiénes tiran de los hilos ocultos del país. El joven autor de la novela aun no ha alcanzado una madurez cabal desde el punto de vista de su percepción de la política de su país, pero su tratamiento metafórico y simbólico de ella es claramente refutadora y antagónica. La llegada de los premiados al muelle desde el cual suben al barco contiene asimismo fragmentos dotados de sugerencias que, pese a la represión de que son objeto los pasajeros al final de su viaje aterrador para que callen y, sobre todo, para que acepten una versión totalmente edulcorada y «verosímil» de lo sucedido, desmienten las imposiciones de las autoridades de la empresa naviera… y del gobierno. En efecto, los funcionarios que los reciben en el punto de ascenso al navío aluden como de pasada a una huelga. En otro momento mínimo de esa secuencia de acceso al barco, uno de los personajes percibe una especie de reticencia, de soterrada ironía, en la forma de hablar del funcionario que los despide. Esa noche, aunque en el buque mixto —otra ambigüedad neobarroca: no es estrictamente un transporte de carga ni tampoco exclusivamente de pasajeros: nunca sabremos cuál es la carga. Quedará en el aire la pregunta de si precisamente esa carga comercial, anónima, son los pasajeros mismos— han preparado minuciosamente los camarotes, no hay cena dispuesta. Es como una confirmación implícita de que sí hubo una huelga y que el barco está entregado a una tripulación que no era la esperada. El Malcolm supuestamente está destinado —y esto se reitera varias veces— a un crucero transoceánico; sin embargo, la realidad es que no llegan a entrar mar adentro y toda la acción narrativa tiene lugar con el buque detenido todavía frente a Buenos Aires. Esa inmovilidad, esa incapacidad de alejarse de la realidad nacional, constituye también una fortísima metáfora en la novela, y otra indicación de que sí existe un secreto. Pero ninguna de estas informaciones aparece estructurada suficientemente en el texto. Se trata de lo que Calabrese apunta en relación con la fragmentación neobarroca:
De hecho, la geometría del fragmento es la de una ruptura en la que las líneas de frontera deben considerarse como motivadas por fuerzas (por ejemplo, fuerzas físicas) que han producido el «accidente» que ha aislado el fragmento de su «todo» de pertenencia. El análisis de la línea irregular de frontera permitirá entonces no una obra de reconstitución, como se decía a propósito del detalle [Nota de L. A. A. Para Calabrese, el texto neobarroco se configura a partir de detalles y elementos], sino de reconstrucción, por medio de hipótesis, del sistema de pertenencia. Por tanto, supuesto también este como parte de un sistema, el fragmento es explicado. Al contrario del detalle que, en cambio, aun supuesto del mismo modo, explica de manera nueva el sistema mismo.[3]
Pues, en efecto, Los premios, esa extraordinaria novela neobarroca de Cortázar, está puesta en función de explicar, mediante metáforas y símbolos de gran intensidad, la realidad de la sociedad argentina en el último año de la década del cincuenta. El retrato es tan agudo, que, según ya he dicho, fue capaz de preanunciar el siguiente paso evolutivo hacia un estado militarizado, gobernado por la irracionalidad y la opresión, que convirtió al país sudamericano en un infierno del cual todavía hoy, quedan muchas más cicatrices que las que han proclamado valientemente las abuelas de la Plaza de Mayo. Con Los premios, la asociación entre neobarroco narrativo y crisis latinoamericana se hace fuertemente tangible y se proyecta sobre mucho tiempo sobre la evolución de nuestras letras.
[1] María Antonia López Lusarreta: «Bilbao en la narrativa de Juan Antonio de Zunzunegui». Tesis doctoral en proceso.
[2] Omar Calabrese: La era neobarroca. Ed. Cátedra, S. A., Madrid, 1989, p. 44.
[3] Ibídem, p. 89.
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