Entrevista publicada por Casa de las Américas a propósito de la semana de autor que esta institución dedicara al escritor chileno entre el 21 y el 24 de noviembre de 2006
Las personas que te conocen dicen que eres muy desconfiado.
Sí, desconfío. En esa cierta identidad tambaleante de los chilenos está la sospecha por el forastero.
¿Te sientes extranjero en tu propio país?
Cuando se burlan de mí en la calle no me queda otra que considerarme un forastero. Pero, más allá de eso, lo mío es rehuir cierto lugar originario. Me gusta pensar que la próxima imagen que vea en el espejo va a nublar esta máscara siniestra que llevamos por identidad en esta sociedad hipócrita y pacata.
Varios escritores dicen que no te leen, pero que tienen una opinión políticamente correcta de ti.
Me apesta ese término. Es como decir: «¡Qué le vamos a hacer! Existe, soportémoslo». Me suena a sinónimo de tolerancia y la tolerancia me carga. Incluso en mi complicidad con otros géneros minoritarios no basta con que alguien me diga «soy homosexual», para que le abra los brazos. También hay homosexuales fascistas. Yo no pido garantías de aceptación por ser escritor y homosexual. Incluso considero que tener acceso a los medios de comunicación por mi escritura es una injusticia. La loca del pasaje que no escribe ni es artista no tiene derecho a manifestarse. Ese es el doble estándar de este país. Conmigo va el escritor, la izquierda, el proletario, el homosexual, aunque no hablo por todos. A veces hago de ventrílocuo y dejo fluir otras voces enmudecidas a través de mis textos. Pero nada más.
Lemebel ya es marca registrada fuera de Chile. ¿Cómo siente el éxito alguien que intenta mantenerse en los márgenes para no ser cooptado?
Quizás cuando se habla del éxito o del renombre que se publicita y corre de boca en boca, se está hablando de un producto fácil de asimilar o que resulta atractivo para el consumo caníbal de estos tiempos. En mi caso, creo que ese éxito es una marquesina piñufla que me sirve a veces para mirar con desdén a los homofóbicos que en otras épocas me escupían. Pero como dice Juan Gabriel, «aún estoy en el lugar de siempre, en la misma ciudad y con la misma gente», paseo donde mismo, compro en el mismo almacén donde la vieja me insiste que le regale algún libro, y yo le contesto que mejor me lea en el Clinic o en Rocinante, porque yo nunca fui tan adicto a los libros, me gustaba más leer revistas o tiras románticas del corazón. Y de seguro que esta señora sólo quiere el libro como un fetiche, esperando que algún día tenga valor, por eso me insiste que se lo regale autografiado. Entonces creo que lo que panfleteaba por ahí como mi éxito, es nada más que un centelleo del nombre, con una aureola de raro, provocativo, exótico. Y esto es fácilmente cooptable como discurso marginal; ese es el peligro que en forma permanente estoy esquivando. Pero no creo que resulte tan fácil asimilarme en el kárdex de lo «políticamente correcto». Hay un reflejo mío que siempre me descalabra en el ascenso a la fama. Tal vez, un zaz con triple zeta, un flato a destiempo que deviene fleto, una arcada inevitable frente al rostro apolítico del animador de TV, una traición a mansalva que hace decir a los productores: viste, yo te dije que a este tipo no había que invitarlo porque muerde la mano de quien le da de comer. Y esa construcción cultural me fascina, como discurso del hambre resentida.
¿No temes convertirte en un estereotipo?
Desde las Yeguas del Apocalipsis trabajo con los estereotipos. ¿Por qué el de escritor va a ser más perseguido que el de físico culturista o el de la cajera del metro? El estereotipo sirve para enrostrar los vacíos. La telaraña de escándalo que siempre tejen a mi alrededor tiene que ver con una actitud mía de incitar esa alergia. ¿Por qué la sociedad chilena tiene que ser beige, cafecito claro, que no se note la mugre? Dicen: «Está bien que seas homosexual, pero que no se te note». ¿Cómo a un macho se le evidencia hasta en el desodorante after shave? Se acepta el gay profesional, gay televisivo, gay farandulesco, gay de gimnasio; pero la loca triste, evidente y furiosa de la población sigue siendo estigmatizada. Por otro lado, no creo que tenga que haber un barrio gay. De hecho, a mí los lugares demasiado gays me dan un poco de alergia. A mí me gusta la cosa más contaminada, con mujeres, jóvenes y viejos. No sé por qué lo gay siempre tiene que ser joven. Esas son categorías conservadoras, un poco segregacionistas con las que nunca he estado de acuerdo. Creo que lo homosexual, hasta cierto punto, no existe; como tampoco la heterosexualidad. Para mí existe la sexualidad dispuesta a colorearse en cualquier corazón que le brinde la tibieza de su ala.
Enseñabas arte en un liceo. ¿En qué momento decidiste que querías escribir; que ésa era tu forma natural de expresión?
Lo decidí cuando me pagaron la primer crónica que publiqué en la revista Página Abierta, a fines de la dictadura. Para los pobres, esto de escribir no tiene que ver con la inspiración azul de la letra volada: más bien lo define e impulsa el estruje de la supervivencia. No creo en una forma natural de la expresión. No nací con una estrella en la frente, como dice Violeta Parra.
Antes y después, ¿por qué elegiste hacer performance, radio, video, etcétera? ¿Hay una decisión política detrás de la elección de cada material?
Para mí siempre hay una decisión política que detona la puesta en escena de mis irrupciones en el campo cultural. Es más, los géneros —escritura, visualidad, activismo― se contaminan de acuerdo a la pulsión de mis afectos y resentimientos. Por otro lado, lo performativo de mi trayectoria político-cultural existió siempre, lo coliza se me notaba desde el satélite. Siempre fui un cuerpo notorio en su deseante sexualidad transversal. Nunca salí del closet; en mi casa humilde no había ni ropero.
Es interesante tu crítica al modelo de gay que se acomoda al poder, el homosexual que «acuña su emancipación a la sombra del capitalismo victorioso». ¿Alguna vez pensaste que ser gay o ser travesti podían ser en sí mismas formas de resistencia?
Te aclaro que lo gay no es sinónimo de travesti, marica, trolo, camiona, marimacho o transgénero. Estos últimos flujos del desbande sexual aparecen encintados como multitudes queer después de que lo gay obtuvo su conservador reconocimiento. Quizá son estas categorías las que pueden alterar el itinerario de los azahares gay tan cómodos en el status de la legalización. Nunca fui tan ingenuo ni tan iluso como para jactarme de que la elección erótica me convertía en la condesa de la resistencia, siempre supe que existía la homosexualidad fascista y burguesa ahorcada en la corbata de su auto-represión.
Carlos Monsiváis escribió que la tuya es una literatura «de la ira reinvidicatoria». ¿Es la literatura un arma política que pueda oponerse a la realidad y crear una realidad nueva?
Algo de eso ocurre con ciertos libros, lentamente: a la larga algunos discursos sedimentan transformaciones. Aunque la biblioteca de Alejandría nunca fue un efectivo polvorín. No basta con la letra ni con rezar. Hay que potenciar otras formas de activismo desmantelador. Hay que pensar que en Latinoamérica la escritura se introdujo a sangre y fuego, y ese residuo de violencia aún se resiste a ser leído con letrada domesticación.
¿En qué quedó hoy toda esa fuerza de oposición que tuvieron las Yeguas del Apocalipsis?
La irrupción de ese colectivo de arte en el que yo participé, hoy en día se puede reconocer en nuevas emergencias de la militancia minoritaria. Guardo un afecto especial por ese activismo, algo ingenuo, algo romántico, pero de batallante visibilidad. Porque Las Yeguas no fueron Francisco Casas y Pedro Lemebel, sino un imaginario. La gente creía que éramos miles. Decían allá vienen Las Yeguas del Apocalipsis, a esconderse.
¿Podrían cabalgar Las Yeguas en el panorama cultural y político actual?
Las Yeguas del Apocalipsis fueron un imaginario libertino y pagano que transitó en el paisaje alambrado de los ochenta. Es difícil imaginarlas en la cultura mall o en la tontera humorística del Chile actual. Con Francisco Casas nos detuvimos cuando llegó la democracia: un poco a reflexionar sobre nuestro trabajo, otro poco a cachar lo que se venía, siempre con la sospecha como arma de lectura. No nos dio para seguir poniendo el cuerpo como soporte de discurso en el Chile neoliberal. La gente perdió la capacidad de leer más finamente los gestos políticos. Actualmente, Francisco vive en México y hace videos, y yo, aquí, escribo. En 1997 fuimos invitados a la Bienal de Arte de La Habana y a Nueva York a un evento de performance. También tenemos varias invitaciones al extranjero. Mientras tanto, Chile, en su modorra exitista, puede esperar.
¿Seguirán trabajando el escándalo?
El escándalo está masificado. El desacato cultural ahora lo hacen evento comercializable. Eso no me interesa, no es político.
Para referirte a tus personajes usas nombres como «loca», «coliza» o «indio», ¿por qué?
Me han preguntado por qué muestro solamente el lugar estereotipado de la homosexualidad o del pobre. Pero no hago el chiste del pobre piojoso, que hace el humorista de la TV. ¿Acaso no hay un estereotipo del burgués, del gay gringo, de polerita blanca, con arito, musculoso? ¿Por qué mis estereotipos van a tener menos validez? Si estamos en una sociedad que trafica caricaturas, ¿por qué no puedo metaforizar estas caricaturas y alumbrarlas de imaginación?
¿No temes ofender a esos débiles?
Nunca hablo por ellos. Tomo prestada una voz, soy una especie de ventrílocuo de esos personajes. Pero también soy yo: soy pobre, homosexual, tengo un devenir mujer y lo dejo transitar en mi escritura. Le doy el espacio que le niega la sociedad, sobre todo a los personajes más estigmatizados de la homosexualidad, como los travestis.
Tus personajes se mueven por el deseo, ¿qué rol le asignas?
En una ciudad alambrada de prejuicios, acartonada, vigilada, el deseo burla la vigilancia. Anida en lugares de penumbra, como parques, algunos cines, los baños turcos. El deseo es necesario para que respire la ciudad. Hay que soltar algunas perversiones y obscenidades, para sobrevivir. Llenos de cámaras, de micrófonos, de policías a caballo y en moto, aun así se permean deseos subterráneos, que la ciudad necesita y merece para resistir el estrés paranoico del neoliberalismo.
Antes, Pedro Lemebel tenía un papel más público. ¿Hoy apuesta por algo más individual?
Soy un poco reticente a la farra neoliberal post dictadura, pero sigo apostando a los mismos delirios. Estoy abierto a las insospechadas fracturas que se pueden producir en la coraza del poder. Son fisuras que se erosionan con la gotera incansable del enamorado del desacato.
Estás por la defensa de las minorías. Esas minorías, ¿tienen cabida en el panorama cultural de hoy?
Para hablar de minorías hay que entender que no se refiere a una suma matemática, sino a un asunto con el poder. Así, las mujeres, los homosexuales, las lesbianas, los jóvenes, los viejos o los pueblos originarios son minorías. Aunque sean una multitud frente a un solo hombre armado. Pero yo no hablo por ellos. Las minorías tienen que hablar por sí mismas. Yo sólo ejecuto en la escritura esa suerte de ventriloquía amorosa, que niega el yo, produciendo un vacío deslenguado de mil hablas. Este sistema exhibe a veces a las minorías en el marco cristiano de la piedad, como para decir desde la superioridad hetero, blanca, occidental, que «es bueno que aparezcan estas escorias, somos tolerantes, es políticamente correcto».
Siempre me ha llamado la atención que convives en dos mundos opuestos, o al menos distantes, especialmente en una sociedad como la chilena. Por un lado, perteneces a cierta élite intelectual vanguardista, y por otro, perteneces al mundo marginal, proletario. ¿Cómo conviven esos dos mundos en ti? ¿Desde qué lugar escribes?
Escribo desde una territorialidad movediza, tránsfuga; de alguna manera lo que hacen mis textos es piratear contenidos que tienen una raigambre más popular para hacerlos transitar en otros medios donde el libro es un producto sofisticado. Así, por ejemplo, mis crónicas, antes de ser publicadas en libros, son difundidas en revistas o en diarios. Era lo que antes hacía en Página Abierta, que era un medio con una llegada bastante masiva. Lo mismo hago en la radio, de alguna forma panfleteo estos contenidos a través de la oralidad, para que no tengan esa difusión tan sectaria, tan propia de la llamada crítica cultural o de los ámbitos académicos. En mí hay una intención conciente de hacer transitar mis textos por lugares donde el pensamiento no es sólo para paladares difíciles, finos. Antes de entrar en la crónica tuve mucha relación con la poesía, con los poetas. Uno de los detonantes afectivos, emotivos, más importantes para mí fue Nestor Perlongher. Con él encontré complejidades políticas, un lenguaje completo y complejo pero rico en fisuras. Creo que tuve un enamoramiento con él. Yo tuve con él primero un enganche como poeta más que con su trabajo crítico, específicamente con Cadáveres que es un poema grandioso, grandioso. Después vinieron sus textos teóricos.
En relación con tus lenguajes de expresión, ¿cómo conviven los distintos lenguajes que has manejado? Primero estuvo tu proyecto con las Yeguas del Apocalipsis que se inserta en una línea estética, corporal; luego tu trabajo narrativo con los libros de crónicas, y ahora incursionas en la oralidad con el programa Cancionero en la radio Tierra.
Conviven absolutamente. Por ejemplo, el trabajo de las Yeguas del Apocalipsis tenía mucho que ver con la escritura, con la inscripción de un tema no tocado en el país como era la homosexualidad en ese tiempo, en los albores de la democracia. Fue una inscripción de ese tema, y todo nuestro trabajo tenía que ver con la escritura, ya fuera con los nombres de las personas, o con cierta conceptualización. Además, teníamos una relación muy fuerte con los textos de poetas y escritoras, como Carmen Berenguer y Diamela Eltit. Las Yeguas … fue en cierta forma un ejercicio para llegar a la escritura, para hacer de esa exposición corporal un registro que estuviera abierto a lo escritural. Lo que ahora hago tiene más que ver con lo auditivo que con lo visual, está en relación con lo oral. El susurro escritural es más sugerente y más femenino, en ese sentido los discursos emancipatorios tienen que ver con mis alianzas, y con mis interlocutores, que en su mayoría son mujeres.
¿Esta filiación del mundo gay al mundo de la mujer, hace que el movimiento homosexual sea menos autónomo en sus políticas y definiciones?
Primero, el mundo homosexual es un universo enorme lleno de matices. Yo te podría hablar nada más desde el mariconaje guerrero que practico. No todas las homosexualidades tienen que ver con este discurso. Existe una homosexualidad gay, blanca, apolínea, que se adosa al poder por conveniencia. En ese sentido hay minorías dentro de las minorías, lugares que son triplemente segregados como lo es el travestismo. No el trasvestismo del show que ocupa su lugar en el circo de las comunicaciones, sino el trasvestismo prostibular. El que se juega en la calle, el que se juega al filo de la calle, ese es segregado dentro del mundo gay, o también son segregados los homosexuales más evidentes en este mundo masculino.
Tu ojo es muy certero para retratar distintos mundos, élites, clases populares, minorías, poderosos. ¿Cómo es la técnica del Pedro Lemebel como cronista para registrar esas distintas realidades?
Me baso en la polarización de temas, un resentimiento latente tiene que ver con cierto blanqueo que ha habido en Chile. Hay términos vedados como proletariado, burguesía; nadie es pobre en Chile. La ropa americana tendió a homogeneizar la facha. Frente al blanqueo de los temas confrontacionales, yo rescato la confrontación, la indignidad de asumirse como asalariado. Frente a todo ese populismo chileno, el objetivo de mi último libro, De Perlas y Cicatrices, fue reflotar esa confrontación social política desde el género. Porque «la loca» no es real, es más bien una metáfora sobre la homosexualidad y la feminidad. Por eso nos hicimos llamar Yeguas…, como un gesto de enorme cariño hacia esa feminidad castigada desde el encanto tercermundista.
Escribes una peculiar forma de crónica, una fusión de hechos reales y de ficción, ¿Cómo se articula tu proyecto en este género?
Yo antes escribía cuentos, pero no sé, encuentro un poco tramposa la ficción. Llegó un momento en que el cuento no se ajustaba a mis necesidades de realidad, de denuncia, de biografía, y la crónica me vino como anillo al dedo. Ahora estoy un poco de vuelta pero no a la ficción porque hay una pasada biográfica de esos sucesos que ya ocurrieron. En lo mío siempre hay un anclaje en la realidad. Por ejemplo, en el atentado a Pinochet por parte del Frente Manuel Rodríguez hay una pasada biográfica y amorosa. Pensé que a mi obra le hacía falta una potente historia de amor, y de esa forma cruzo en Tengo miedo torero el zizaguear de la loca con la historia de la dictadura. Cruzo amor y metralletas.
Ante la reedición de Loco Afán (Crónicas de Sidario) por la editorial Anagrama, qué responderías al temor que puede despertar entre tus lectores que tu inserción en una megaeditorial pueda desarmar la visión crítica y minoritaria de Pedro Lemebel.
No tengo muy claras las consecuencias de todo esto, puede ser porque siempre he publicado en editoriales pequeñas. Ahora evidentemente estoy conciente de que me encuentro en un lugar peligroso: en qué momento esta perspectiva denunciante, batallante va a ser desencontrada o va a encontrar una fórmula cómoda y conservadora. Es un momento difícil para mí, y tengo que pensarlo muy bien, cómo entro, cómo cruzo fronteras y logro salir sin ser detectado. Yo creo que la estrategia contrabandista sigue, permanecer con cierta dignidad en estos juegos y transacciones de mi producción literaria. Es difícil pero a la vez me puede ofrecer un pasar tranquilo al publicar en estas grandes casas editoriales. Por qué no, por qué debo quedarme en la marginalidad y podrirme ahí. Pareciera que el sistema te deja en ese rincón. Por eso quiero cruzar fronteras culturales, de género. Incluso la crónica que escribo es un cruzar de fronteras, del periodismo, la canción, el panfleto. De alguna forma me he entrenado en escabullir los mecanismos del poder.
¿Pasar de la crónica a la novela en Tengo miedo torero fue un desafío autoimpuesto o una necesidad literaria?
Había un desafío. Escribir una novela es, de alguna manera, concentrar una idea de mundo en un libro. Yo tenía ese desafío, si no obsesión, por una escritura con un respiro más largo, lo que no significa que vaya a seguir escribiendo solamente novelas. Esta novela tiene una fuerte dosis de humor, y está escrita por un narrador un poco omnisciente y un poco protagonista, lo cual genera una confusión, un claroscuro impreciso que me parecía muy atractivo. Fue casi como escribir un guión cinematográfico, porque la historia tiene un permanente deslizamiento, un viaje constante en pos de una utopía o de una ilusión, lo cual arma un texto movedizo, en fuga.
¿Cuánto de autobiográfico hay en el protagonista, esa Loca del Frente que ama al ritmo de la música popular?
Bueno, cuando hago transitar a la Loca no es que yo me crea la Loca o me crea la Evita Perón de las locas. Uno siempre hace transitar un otro imaginario, una subjetividad oblicua, dislocada del patrón macho. Ese zigzagueo del pensamiento, esa forma de teatralizar cada momento íntimo que tiene la Loca con el chico del Frente, también es una puesta en escena teatral. Ahora, ella se maneja con clichés porque es el único referente amoroso que maneja. En ese homosexual tan cándido, y en otros sentidos tan obsceno, se juntan lo pagano y lo casi místico del amor por un heterosexual que sólo lo deja mirarlo y que, cuando lo toca, lo hace como amigo, como compañero de izquierda.
¿Qué fondo real tiene la historia? ¿Hubo «locas» que colaboraron con el Frente Patriótico, por ejemplo?
Varias, pero en ese momento era muy difícil conciliar el asunto homosexual con la izquierda. Era complicado, pero aun así se dieron casos en que la homosexualidad puso su corazón en la lucha por la democracia, aunque fuera disfrazada bajo las barbas o bajo algún poncho. No voy a contar aquí el final, pero también pensé en otro desenlace. Nunca trágico o criminal para el homosexual enamorado. Evité ese cliché homofóbico donde siempre muere la loca. ¿Por qué siempre existe un afán por verlos desangrados, si no por el SIDA por crímenes a mansalva? Creo que allí hay cierta proyección misógina de quien escribe. El final es predecible en aquel tiempo y en este país de hipócritas renovados. Ahora, el viaje a Cuba «que no fue» no es una decepción anticubana por parte de la Loca. Jamás habría usado esa propaganda gusana que a Reinaldo Arenas le quedaba tan bien. Por Cuba tengo un gran amor. El calvario literario de Arenas pasa por el uso de esta biografía, pero en Chile cualquier homosexual sabe de estas agresiones, e incluso del crimen impune que acecha al deseo homosexual. Lo que los lectores de Arenas olvidan es que a la loca no la mató la revolución, sino el sida.
Siguiendo con el desenlace, ¿coincide en que la Loca del Frente y Carlos se van construyendo en el relato hasta hacerse complementarios?
En el juego de las emociones el amor imposible de un chico hétero y de una loca vieja finalmente los coloca en el mismo territorio. Es la misma decepción la que los despide, es la misma frustración del atentado, del amor que no dio futuro, ¿qué más? No conozco el amor correspondido, tal vez por eso el final me salió del alma.
Puig y El beso de la mujer araña, o Senel Paz y Fresa y chocolate, pueden ser antecedentes literarios más recientes para ubicar la relación entre el travesti y el guerrillero, entre Carlos y la Loca del Frente. Sin embargo, nuevamente es tu escritura la que hace la diferencia: más subversiva que el amor entre ambos, más explosiva que las bombas que se lanzan en estos tiempos.
Puede ser, creo que es fundamentalmente en la parodia del dictador y su mujer, allí la historia del romance guerrillero-marica se duplica, se politiza ampliando su espectro tensional un poco cliché del macho izquierdista y la loca enamorada del revolucionario. También hay un contexto político-cultural que retrata una época donde un país anestesiado de bombas lacrimógenas soñaba oxígeno y futuro. Pero inevitablemente los dos referentes de Puig y Senel Paz esbozan un prediseño de mi novela, así como también creo que el lenguaje en que está escrita aporta algunos tics barrocos a la geografía maricucha y literaria del continente.
Volvamos al libro, la Loca del Frente, ese travesti que se enamora y sabe que arriesga la vida en ese amor…, que sospecha que la usan pero que junto a sus manteles bordados para las señoras de militares no vacila en ocultar las armas… ¿Es sólo una persona enamorada?
Más que un personaje, la Loca del Frente quisiera ser un imaginario homosexual algo anticuado y fósil de la subjetividad coliza. Por eso no tiene nombre, porque en ella se agolpan todos los nombres del travestismo o del folclor maripozón. Es una contradicción como estereotipo. Por un lado, arriesgada a toda pólvora, pero por amor, o calentura, no se bien. Por otro, es una pluma en el vendaval del atentado. No quise personificarla demasiado, precisamente para repartir su gran capacidad amatoria o deseante.
Pero me llama la atención el personaje que construyes en Carlos, porque el arquetipo de un guerrillero no es precisamente su lado tierno o su ausencia de prejuicios de macho frente a un travesti. ¿No hay una mirada más bien utópica de Lemebel? ¿Acaso no has sufrido en carne propia la agresión de los machos de izquierda que te gritan maricón?
Tienes razón en parte, siempre es utópica y colorida la mirada enamorada del homosexual sobre el chico hetero. Pero él no es el típico macho militante de izquierda. En parte, se permite el vértigo seductor de la loca, hace un paréntesis en su aguerrida misión y se deja embaucar por el teatro exagerado del homosexual. Carlos es tremendamente tierno en su trato con la loca, es inmensamente fino y, al parecer, ese es el punto de encuentro de los dos aunque a la marica le moleste que sea un chico educado y universitario. Tal vez porque los chicos universitarios sólo practican la tolerancia y rechazan la lujuria.
¿Esa suerte de idealización de la relación entre el homosexual y el guerrillero no tiene que ver con la influencia de Gladys Marín, con quien tenías una gran amistad?
La relación del homosexual y el guerrillero nunca es tan pacífica, la tensión está en ese sexo urgido que no ocurre o que está a punto de ocurrir si sale bien el atentado y poder celebrar a toda cacha caliente. Además, no tiene que ver con mi amistad con la Gladucha porque ya tenía escrito el libro cuando nos conocimos.
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Esta entrevista imaginaria fue hilvanada con fragmentos de las siguientes conversaciones reales: «Es necesario liberar algunas perversiones», de Andrés Gómez B.; «La yegua silenciada», de Maureen Schaffer; «Pedro Lemebel: El Cronista de los Márgenes», de Andrea Jeftanovic; «El Baile de Máscaras de Pedro Lemebel», de Iván Quezada; «El largo bolero de Pedro Lemebel», de Angélica Rivera F.; «El Gusto por la Otredad», de Carolina Andonie Dracos; «Pedro Lemebel y la loca del Frente», de Faride Zerán; «O escribo o me enamoro», de Jorge Gómez Lizana; «La rabia es la tinta de mi escritura», de Flavia Costa, y «Juego de máscaras», de Álvaro Matus.
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Publicada por Casa de las Américas a raíz de la semana de autor que se le dedicara a Pedro Lemebel del 21 al 24 de noviembre de 2006 en esa institución
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