De atenernos a algo que han sostenido muchos, solo para poner de ejemplo un caso, refiero el del filósofo Emil Cioran, cuando sostenía que la lectura no sirve para nada, que la verdadera utilidad, aquella en la que verdaderamente podemos encontrar provecho, deviene de la relectura; es así, entonces, que he vuelto a repasar páginas (en realidad se trataba de algunos momentos) de una entrevista que concediera el sabichoso Dagmar Phillips a Greer Santana para un número de La Revista del siglo XX. Y Phillips se preguntaba, en respuesta que va de Dante Alighieri a John Cage: «Y bien ¿qué significa esto de la claridad y aquello de la oscuridad?».
Y el propio Phillips: «¡Ejem!—según Greer, en la introducción a la entrevista, ¡Ejem! suele ser su dejo característico— ¿qué significa esto de la claridad y aquello de la oscuridad? Porque seguramente es algo que tenga que ver con los que repudian recurso tan singular en sí como la imagen o la utilización o apropiación de símbolos y su utilidad con arreglo a la poesía. Es posible que no sean lectores de Dante ni de los mejores poetas contemporáneos del florentino ni de todos los tiempos, y tradiciones, de todas las épocas. ¿Lograr que tu obra consienta sin tener en consonancia a los clásicos? (…) ¿Puedes decirme cómo se lee a un poeta clásico? Porque para poder adentrarse en la obra de Dante, y es un punto solo el del que podríamos partir, Eliot confesó haberse leído cuanto se leía en su época, en la época de Alighieri baste decir»[i].
La entrevista va y puede que la dejemos aquí del mismo modo que asunto tan entramado en sí nos haga incluso prever las veces que desde estas mismas páginas nos hemos referido al tema. Solo anotar que hasta ayer, que tampoco es nada vano, ese atenazante olor a renacimiento que despide Dante (alguien podría imaginar que cómo podría ser de otra manera), pero sobre todo el Dante de La divina comedia[ii], era comprendido por todos en tanto hoy resultaría imposible avanzar en su lectura sin un enjundioso aparato de notas tal como nos hace saber Francisco de Santis, su estudioso mejor posiblemente.
Pero si se quiere paradigma alguno en dirección opuesta, acerquémonos a la idea de Robert Creeley cuando se le preguntara acerca de la importancia de la comunicación en materia de poesía, y este se limitara a responder, entre otros argumentos, que en todo caso para algunos ese asunto de la comunicación era importante, no así para otros. T. S. Eliot también sería de los que llegara admitir que los poetas que más le interesaban eran los de ingentes dificultades a la hora de poderlos comprender y véase si tomaba a William Shakespeare como protagonista.
Puedo ahora detenerme en la portada de una edición de Collected poems, de cuantos han pasado por mis manos, y reparar en uno donde en portada aparece una figura con sombrero de paño mientras trata de encender un cigarro. Y me pregunto si el aire que nos ofrece no solo en esa, sino en otras de sus tantas fotografías, ha de parecer la de un actor de filmes policíacos de los que no pocos llaman a la vieja usanza, y me doy a pensar en lo que tiene que ver con el cine negro o la novela negra.
En tanto sea o no lo que de la fotografía de Louis MacNeice nos intrigue, fijemos que el autor de ese poema seriado «Diario de otoño» hubo de esperar su alumbramiento en tierra de Oscar Wilde, Bernad Shaw, Yeats, Joyce, Samuel Becket y, más recientemente (si es que nos ocupamos en obviar a muchos) en tierras de Seamus Heaney. ¿Irlanda? «¡Qué país!» Porque se trata del que más grandes poetas ha dado de talla universal por kilómetros cuadrados y número de habitantes. ¿Se quiere más?
La bibliografía de Louis MacNeice alcanza además de su poesía cuando menos un volumen de ensayo La poesía de W. B. Yeats (1941), algún libro para niño, experiencia en la radio, esto es, una adaptación del Fausto de Goethe, crítica…
MacNeice sabía latín, griego, literatura clásica e impartía esta última en la universidad de Birmingham. Luego de haber cursado estudios en la universidad de Oxford y haber trabajado para la BBC muere en Londres hacia 1963. Había nacido en Belfast justo en 1907.
Caronte
El conductor tenía las manos renegridas por el dinero; no pierdan sus boletos, dijo, el inspector tiene la mente negra de sospechas, y no suelten ese plano que se desvanece. Atravesamos Londres, podíamos ver las palomas tras el cristal pero no escuchar sus guerreros murmullos, podíamos ver ladrar al perro perdido, pero no supimos que su ladrido era tan estridente como el canto de un gallo, solo seguimos a tirones, en cada parada había un grupo de agresivas caras vacías, solo seguimos a tirones, la eternidad se daba aires en las luces giratorias y luego llegamos al Támesis y todo los puentes se habían caído, la ribera lejana se perdía en la niebla, así que preguntamos al conductor qué debíamos hacer. Nos dijo, suban a la barca, faute de mieux. Hicimos parpadear la linterna y apareció el barquero, tal como lo vieron Virgilio y Dante. Nos miró con frialdad y sus ojos estaban muertos y sus manos en los remos ennegrecidas por los óbolos, y las venas varicosas jaspeaban sus pantorrillas y nos dijo con frialdad: si quieren morir, tendrán que pagarlo.
[i] Greer Santana: «Estudio 104, una entrevista con Dagmar Phillips» En: La revista del Siglo XX, (2), 1990, p. 74, invierno, III Época. Es a esta condicionante a lo que Dagmar Phillips llama sin tapujo alguno en la era actual “parásitos de la intuición”, la cual no siempre él considera absolutamente suficiente por todo el empirismo que la embarga.
[ii] Conmedia, título original.
Visitas: 66
Deja un comentario