Malcolm Lowry (Cheshire, 28 de julio de 1909 – 26 de junio de 1957) fue un poeta y novelista inglés. Lowry publicó poco durante su vida, en comparación con la extensa colección de manuscritos inconclusos que dejó. De sus novelas, Bajo el volcán (1947), reescrita innumerables veces, es ahora reconocida ampliamente como una de las grandes obras de la literatura del siglo XX. Ejemplifica el método de Lowry como escritor, que involucraba esbozar sobre material autobiográfico e imbuirlo con capas complejas de simbolismo. Bajo el volcán dibuja una serie de relaciones complejas y destructivas. El alcohólico protagonista, Geoffrey Firmin, trasunto de Malcolm Lowry, es el excónsul británico en Cuernavaca. La novela está ambientada en Cuernavaca y ubica la trama en el año en que Cárdenas nacionalizó el petróleo de las compañías británicas y estadunidenses, en 1938. Narra un descenso a los infiernos el Día de todos los muertos de 1938, mientras el excónsul se emborracha con mezcal. Hoy les ofrecemos el primer capítulo de esta obra maestra.
I
Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, dominado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac. Queda situada bastante al sur del Trópico de Cáncer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawai y, hacia el este, el puerto de Tzucox en el litoral atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británica o, mucho más hacia el este, en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala.
Los muros de la ciudad, construida en una colina, son altos; las calles y veredas, tortuosas y accidentadas; los caminos, sinuosos. Una carretera amplia y hermosa, de estilo norteamericano, entra por el norte y se pierde en estrechas callejuelas para convertirse, al salir, en un sendero de cabras. Quauhnáhuac tiene dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas. También se enorgullece de su campo de golf, de multitud de espléndidos hoteles y de no menos de cuatrocientas albercas, públicas y particulares, colmadas por la lluvia que incesantemente se precipita de las montañas.
En las afueras de la ciudad, cerca de la estación del ferrocarril, se yergue, en una colina ligeramente más alta, el Hotel Casino de la Selva. Está situado bastante lejos de la carretera principal y lo rodean jardines y terrazas que, en cualquier dirección, dominan un amplio panorama. Aunque palaciego, lo invade cierta atmósfera de desolado esplendor. Porque ya no es un casino. Ni siquiera se pueden apostar a una partida de dados las bebidas que se consumen en el bar. Lo rondan fantasmas de jugadores arruinados. Nadie parece nadar jamás en su espléndida piscina olímpica. Vacíos y funestos están los trampolines. Los frontones, desiertos, invadidos de hierba. Sólo dos campos de tenis se mantienen en buen estado durante la temporada.
Hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos de franela blanca, estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas impermeables y cautivas en sus prensas —la del doctor, triangular, la del otro, cuadrangular— descansaban frente a ellos en el parapeto. Mientras se acercaban las procesiones que descendían serpeando por la colina detrás del hotel, llegaban hasta ambos los sonidos plañideros de sus cánticos; volviéronse para ver a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después, cuando las melancólicas luces de sus velas comenzaron a girar entre los lejanos haces de los maizales. El doctor Arturo Díaz Vigil acercó la botella de Anís del Mono a M. Jacques Laruelle, que ahora se asomaba, absorto, por encima del parapeto.
Abajo, ligeramente a la derecha, en el gigantesco atardecer encarnado cuyo reflejo sangraba en las piscinas desiertas esparcidas por doquier como otros tantos espejismos, extendíanse la paz y la dulzura de la ciudad. Desde donde estaban sentados, ésta parecía bastante apacible. Sólo escuchando atentamente, como ahora lo hacía M. Laruelle, podía percibirse un sonido confuso y remoto —claro y, sin embargo, inseparable del minúsculo murmullo, del sonsonete de los dolientes— como de un cántico que se elevaba para luego caer, y un pisoteo regular —los estallidos y gritos de la fiesta que había durado todo el día.
M. Laruelle se sirvió otro anís. Estaba bebiendo anís porque le recordaba el ajenjo. Un intenso rubor teñía su rostro y su mano colocada sobre la botella, en cuya etiqueta un demonio encarnado blandía ante sus ojos un tridente, temblaba un poco al asirla.
—Quise persuadirle de que se marchara para se déalcoholiser —dijo el doctor Vigil. Titubeó al emplear la expresión francesa, y prosiguió en su mal inglés—. Pero yo mismo me sentía tan enfermo aquel día, después del baile, que sufría física, realmente. Eso es pésimo porque nosotros los médicos debemos comportarnos como apóstoles. Recuerde que aquel día también usted y yo jugamos al tenis. Pues bien, después busqué al Cónsul en su jardín y le mandé un muchacho para ver si venía unos minutos a tocar a mi puerta; se lo agradecería; si no, que me escribiera una nota si la bebida no lo había matado ya.
M. Laruelle sonrió.
—Pero se han marchado —prosiguió el otro—. Y sí, pensé preguntarle a usted también aquel día si lo habían buscado en casa del Cónsul.
—Estaba en mi casa cuando usted telefoneó, Arturo.
—¡Oh!, ya lo sé, pero pescamos una horrible borrachera esa noche anterior, nos pusimos tan ‘perfectamente borrachos’, que me pareció a mí que el Cónsul se sentía tan mal como yo —el doctor Vigil meneó la cabeza—. La enfermedad no se halla sólo en el cuerpo, sino en aquella parte a la que solía llamarse alma, ¡pobre de su amigo! ¡Gastar su dinero en la tierra en esas tragedias continuas!
M. Laruelle terminó su copa. Levantóse y se dirigió al parapeto; apoyando las manos sobre las raquetas, miró hacia abajo, en torno suyo: contempló los abandonados frontones de jai-alai con las paredes cubiertas de hierba, vio las mesas de tenis, muertas, y la fuente, bastante cercana al centro de la avenida del hotel, en donde un campesino había detenido su caballo para darle de beber. Dos americanos, un joven y una chica, iniciaban un tardío partido de ping-pong en la galería del anexo inferior. Cuanto había ocurrido hacía hoy exactamente un año parecía pertenecer ya a una era distinta. Se hubiera podido creer que los horrores del presente lo habían engullido como una gota de agua. Pero no había sido así. Aunque la tragedia estaba transformándose en algo irreal y sin significado, parecía que aún era permitido recordar los días en que la vida personal tenía algún valor y no era una simple errata en algún comunicado. Encendió un cigarrillo. Lejos, a su izquierda, en el nordeste, más allá del valle y de los contrafuertes en forma de terraza de la Sierra Madre Oriental, ambos volcanes, Popocatépetl e Iztaccíhuatl, se erguían majestuosos y nítidos, contra el fondo del crepúsculo. Más cerca, tal vez a unos quince kilómetros, a menor altura que el valle principal, distinguió el pueblo de Tomalín, anidado tras la selva, desde la cual ascendía un tenue velo de humo ilícito: alguien quemaba leña para hacer carbón. Ante sí, del otro lado de la carretera principal, se extendían campos y boscajes entre los cuales serpeaban un río y el camino de Alcapancingo. La atalaya de una prisión se elevaba sobre un bosque entre el río y la carretera que se perdía más adelante, allá donde las colinas purpúreas de un paraíso a lo Doré desaparecían en la distancia. En la ciudad, las luces del único cine de Quauhnáhuac, que construido en una colina se destacaba notablemente, se encendieron de pronto; vacilaron un momento y volvieron a prenderse.
—‘No se puede vivir sin amar’ —dijo M. Laruelle—. Como ese ‘estúpido’ lo escribió en mi casa.
—Vamos, ‘amigo’, despreocúpese —dijo el Dr. Vigil, a su espalda.
—Pero, ‘¡hombre!’ ¡Yvonne volvió! Eso es lo que nunca podré entender. ¡Volvió a su lado! —M. Laruelle regresó a la mesa, en donde se sirvió y bebió un vaso de agua mineral de Tehuacán. Dijo:
—‘Salud y pesetas’.
—‘Y tiempo para gastarlas’ —replicó, absorto, su amigo…
M. Laruelle contempló al doctor que, recostado en su silla de playa, bostezaba; observó su rostro, su rostro de mexicano imposiblemente apuesto, moreno e imperturbable, los ojos oscuros de mirada bondadosa, inocentes, como los de aquellos niños oaxaqueños, bellos y ansiosos, que viven en Tehuantepec (sitio ideal en el que las mujeres hacen el trabajo mientras los hombres se bañan todo el día) y las manos pequeñas y finas y sus delicadas muñecas en las que resultaba casi sorprendente ver que despuntaba un vello negro y áspero.
—Dejé de preocuparme hace mucho, Arturo —dijo en inglés, quitándose el cigarrillo de los labios con sus dedos nerviosos y finos, en los cuales tenía conciencia de llevar demasiados anillos—. Lo que encuentro más… —M. Laruelle se percató de que su cigarrillo estaba apagado y se sirvió otro anís.
—‘Con permiso’ —el doctor Vigil le acercó un encendedor que ardió con tal rapidez, que le pareció como si ya hubiera estado prendido en el bolsillo de donde lo sacó; tal fue la coincidencia entre ademán e ignición. Ofreció la llama a M. Laruelle—. ¿No fue usted nunca aquí a la iglesia de los desheredados —preguntó de súbito—, donde está la Virgen de aquellos que no tienen a nadie?
M. Laruelle negó con la cabeza.
—Ninguno va allí. Sólo los que no tienen a nadie —dijo el doctor pausadamente. Se guardó el encendedor en el bolsillo y miró su reloj, enderezando la muñeca con ágil movimiento—. Allons-nous-en —añadió— ‘vámonos’ —y se rió perezosamente con una serie de cabeceos que parecían inclinar su cuerpo hacia adelante, hasta que la cabeza descansó entre sus manos. Después se levantó y fue a situarse junto a M. Laruelle en el parapeto, aspirando profundamente—. ¡Ah! Ésta es la hora que me encanta, con el sol que se oculta, cuando todo hombre se pone a cantar y todos los perros a «ladronear».
M. Laruelle se rió. Mientras conversaban, el cielo, hacia el sur, se había cubierto de furor y tempestad; ya los dolientes habían desaparecido de la colina. Adormercidos en la altura, los zopilotes flotaban en el aire sobre sus cabezas.
—Entonces, a las ocho y media; tal vez vaya a pasar un rato en el ‘cine’.
—Bueno. Lo veré entonces esta noche en el sitio convenido. Recuerde: sigo sin creer que se vaya mañana —tendió la mano y M. Laruelle, que le guardaba afecto, la estrechó vigorosamente—. Trate de venir en la noche; si no, entienda, por favor, que siempre tendré interés por su salud.
—‘Hasta la vista’.
—‘Hasta la vista’.
Solo, junto a la carretera por la que hacía cuatro años llegó desde Los Ángeles, hasta el último kilómetro de aquel viaje largo, insensato y hermoso, también M. Laruelle resistíase a creer que se marcharía. La idea del mañana le pareció casi insoportable. Se detuvo indeciso sobre la ruta que seguiría para llegar a casa, cuando el autobús Tomalín-Zócalo, pequeño y repleto, pasó traqueteando a su lado hacia la falda de la colina, rumbo a la barranca, antes de iniciar el ascenso a Quauhnáhuac. Esta noche le repugnaba seguir el mismo camino. Atravesó la calle, con rumbo a la estación. Aunque no iba a marcharse por ferrocarril, ante la idea de la partida, de su inminencia, nuevamente le invadió una abrumadora tristeza y, evitando puerilmente las agujas, siguió por los rieles. Los rayos del sol poniente rebotaban en los tanques de petróleo que se hallaban en el pasto del andén. La estación dormitaba. Las vías estaban desiertas; las señales, levantadas. Poco de cuanto en ella había daba idea de que alguna vez allí llegara un tren, por no decir que de allí saliera.
QUAUHNÁHUAC
Sin embargo, hacía poco menos de un año que este lugar había sido testigo de una separación que nunca olvidaría. No había simpatizado con el hermanastro del Cónsul la primera vez que se vieron cuando llegó con Yvonne y el Cónsul a casa de M. Laruelle en la calle Nicaragua, así como tampoco —ahora podía verlo claramente— Hugh había sentido simpatía alguna por él. El aspecto estrafalario de Hugh (aunque el efecto de ver nuevamente a Yvonne fue entonces tan abrumador, que la impresión de extravagancia no fue tan fuerte como para no reconocerlo, inmediatamente después en Parián) le había parecido simplemente la caricatura de aquella descripción amable y semiamarga que de él le hiciera el Cónsul. Así pues, éste era el muchacho del que M. Laruelle recordaba vagamente haber oído hablar años antes. Le había bastado media hora para descartarlo, clasificándolo como un pelmazo irresponsable, marxista de salón, vano y tímido en realidad, aunque afectara poses de romántico extrovertido. En tanto que Hugh, a quien ciertamente, y por diversas razones, el Cónsul no había «preparado» para conocer a M. Laruelle, vio en él, sin duda alguna, un tipo de pelmazo aún más afectado, esteta de edad madura, célibe inveteradamente promiscuo, untuoso y dominante con las mujeres. Pero más tarde, al cabo de tres noches de insomnio había transcurrido una eternidad: el dolor y la perplejidad ante la incomparable catástrofe los había acercado. Durante las horas que siguieron al momento en que contestó la llamada telefónica de Hugh desde Parián, M. Laruelle aprendió mucho sobre él: sus esperanzas, sus temores, sus fingimientos consigo mismo, sus angustias. Al marcharse Hugh, fue como si hubiese perdido un hijo.
Sin inquietarse por su ropa de tenis, M. Laruelle ascendió el terraplén. A pesar de todo, había tenido razón, se dijo al llegar a lo alto, en donde se detuvo para tomar aire; había tenido razón después de que el Cónsul fue «descubierto» (aunque, mientras tanto, sobrevino aquella situación grotescamente patética, en la cual no hubo cónsul británico —acaso primera ocasión en que se hubiera necesitado uno con tanta urgencia— a quien recurrir); razón en insistir en que Hugh hiciera a un lado todos los escrúpulos convencionales y se aprovechara de la extraña renuencia de la «policía» a arrestarlo, de la ansiedad que, según parecía, manifestaban por desembarazarse de él los policías cuando, en estricta lógica, hubieran debido retenerlo como testigo, cuando menos de aquello a lo que ahora, a distancia, podía aludirse como «el caso», y tomara, en cuanto le fuese posible, aquel barco que providencialmente lo esperaba en Veracruz. M. Laruelle volvió la mirada a la estación; Hugh dejaba un vacío. En cierto sentido, se había fugado con su última ilusión. Porque Hugh, a los veintinueve años, seguía soñando con cambiar el mundo (no podía decirse en otra forma) mediante sus actos, de la misma manera que Laruelle, a los cuarenta y dos, aún no había renunciado a la esperanza de cambiarlo con las grandes películas que, de algún modo, se proponía realizar. Pero ahora esos sueños parecían absurdos y presuntuosos. Después de todo, había hecho grandes películas, dentro de lo que fueron las grandes películas del pasado. Y, no obstante —lo sabía—, en nada habían cambiado al mundo. De cualquier manera, existía entre Hugh y él cierta identidad: él, como Hugh, iba a Veracruz y, lo mismo que Hugh, ignoraba si su barco llegaría a puerto…
La ruta de M. Laruelle atravesaba labrantíos cultivados a medias que lindaban con estrechos senderos de hierbas por donde pasaban los aguamieleros al volver de su trabajo. Hasta entonces, había sido éste uno de sus paseos predilectos, aunque no lo había recorrido desde antes de las lluvias. Las pencas de los cactos atraían con su frescura; aquellos árboles verdes, iluminados por la luz de un sol crepuscular, bien podían ser sauces llorones sacudidos por ráfagas del viento que se levantaba; en lontananza, al pie de gráciles colinas en forma de hogazas, nacía un lago de luz dorada. Pero ahora algo funesto invadía este atardecer. Sombríos nubarrones se agolpaban en el sur. El sol desparramaba cristal derretido en los campos. En el violento crepúsculo los volcanes adquirían un aspecto aterrador. Meciendo la raqueta, M. Laruelle caminaba prestamente con sus buenos zapatos de tenis que ya deberían estar en su equipaje. Nuevamente era presa de un temor: la sensación de ser aquí, después de todos estos años y en su último día, un extraño. Cuatro años, casi cinco, y seguía sintiéndose como un vagabundo en otro planeta. Y no es que así contribuyera a hacer menos dolorosa la partida, aunque pronto, Dios mediante, vería París otra vez. ¡Al fin! La guerra, salvo en su aspecto dañino, no le inspiraba muchos sentimientos. Uno u otro bando acabaría ganando. De cualquier manera, la vida sería ardua. Aunque, si perdieran los aliados, sería más penosa aún. Y en ambos casos, la lucha individual proseguiría.
¡Qué continua y sorprendentemente cambiaba el paisaje! Ahora eran campos cubiertos de piedras y una hilera de árboles secos. El perfil de un arado ruinoso levantaba los brazos al cielo en muda súplica. Otro planeta, pensó nuevamente, un planeta extraño en el que, si se mirara un poco más lejos, después de Tres Marías, podría descubrirse inmediatamente cualquier tipo de paisaje: Costwolds, Windermere, New Hampshire, las praderas del Eure-et-Loire, hasta las grises dunas de Cheshire, hasta el Sahara; un planeta en el cual se cambiaba de clima en un abrir y cerrar de ojos y bastaba tomarse la molestia de pensar en ello y atravesar una carretera para recorrer tres civilizaciones; pero hermoso —no cabía negar su belleza, fatal o purificadora, según fuera el caso: la belleza misma del Paraíso Terrenal.
Y, no obstante, ¿qué había logrado en el Paraíso Terrenal? Pocos amigos. Se había hecho de una amante mexicana, con quien había reñido, y de varios ídolos mayas que no podría sacar del país, y además…
M. Laurelle se preguntó si llovería: en ocasiones, aunque raramente, acontecía en esta época; como, por ejemplo, el año pasado en que llovió fuera de temporada. Y aquellos nubarrones en el sur eran de tempestad. Se imaginó que olfateaba lluvia y pasó por su cabeza la idea de que nada le agradaría tanto como mojarse, empaparse hasta la médula, y caminar, caminar a lo largo de este país agreste con su traje de franela blanca untado al cuerpo, cada vez más y más y más empapado. Contempló las nubes: oscuros caballos veloces erguidos en el cielo. ¡Sombría tempestad que se desataba a destiempo! Así ocurría con el amor, pensó; el amor que llega demasiado tarde. ¡Sólo que a éste no seguía la calma, como cuando la fragancia vespertina o el rayo de sol, lento y cálido, vuelven a la tierra sorprendida! M. Laruelle se alejó apresurando el paso. Y si tal amor de súbito nos enmudece, nos ciega, nos enloquece o nos mata —con encontrarle un símil no vamos a cambiar nuestro destino. Tonnerre de dieu!… Con describir cómo era un amor tardío no se saciaba sed alguna.
Como desde que salió del Casino de la Selva, M. Laruelle había ido bajando poco a poco por la colina, la ciudad se alzaba ahora casi inmediatamente a su derecha. Desde el campo por el que atravesaba podía distinguir, por encima de las copas de los árboles, en la falda de la colina, más allá de la silueta acastillada y sombría del Palacio de Cortés, la rueda de la fortuna que, ya iluminada, giraba lentamente en la plaza de Quauhnáhuac; creyó poder distinguir el murmullo de las risas que escapaban de las cestas relucientes y, una vez más, la leve embriaguez de las voces que cantaban, se apagaban y desfallecían hasta hacerse inaudibles en el viento. Hasta sus oídos llegaba, a campo traviesa, una melancólica tonada norteamericana: «Saint Louis Blues» o algo por el estilo que era, por momentos, una oleada musical impelida por la brisa y salpicada de un lejano parloteo que parecía no quebrarse, sino golpear contra los muros y torres de las inmediaciones; después, con un gemido, sumíase en la distancia. Se halló en el sendero que llevaba al camino de Tomalín pasando por la cervecería. Llegó a la ruta de Alcapancingo. Pasó un coche y, mientras con el rostro vuelto aguardaba a que se asentase el polvo, recordó aquel viaje en auto con Yvonne y el Cónsul a lo largo del lecho del lago, antaño cráter de inmenso volcán, y nuevamente contempló el horizonte que se desvanecía en el polvo, los autobuses que zumbaban en medio de las tolvaneras, los trémulos muchachos de pie en la parte trasera de los camiones, asidos a la muerte, con sus rostros protegidos contra el polvo (y siempre pensó que en esto había una magnificencia, un simbolismo proyectado hacia el futuro, para el cual un pueblo heroico había adquirido tan grande preparación ya que en todo México se podían ver camiones desaforados con sus jóvenes albañiles con las piernas abiertas plantadas firmemente, cuyos pantalones, al agitarse, las golpeaban con fuerza), y vio bajo los rayos de sol, en lo alto de la colina redonda, las colinas oscurecidas por el polvo en las cercanías del lago, cual islas azotadas por un chubasco. El Cónsul, cuya vieja casa distinguía ahora M. Laruelle en la loma, más allá de la barranca, parecía feliz en aquel entonces, cuando discurría por Cholula con sus trescientas seis iglesias y sus dos peluquerías, «El Toilet» y «El Harem», y después, cuando ascendía la pirámide en ruinas, de la cual afirmaba con orgullo que era la Torre de Babel original. ¡Qué admirablemente ocultaba lo que debía de ser la Babel de sus pensamientos!
En medio de la tolvanera se acercaban dos indios harapientos; discutían con la profunda concentración de profesores universitarios deambulando en la Sorbona a la luz de un crepúsculo estival. Sus voces y los movimientos de sus manos refinadas, aunque sucias, eran increíblemente corteses y delicados. Su porte evocaba la majestad de príncipes aztecas; sus rostros las sombrías esculturas de las ruinas mayas.
—‘…perfectamente borracho’.
—‘…completamente fantástico’.
—‘Sí, hombre, la vida impersonal’.
—‘Claro, hombre’…
—‘¡Positivamente!’
—‘Buenas noches’.
—‘Buenas noches’.
Desaparecieron en la penumbra. La rueda de la fortuna se perdió de vista. En vez de acercarse, los sonidos de la feria y la música callaron durante un rato. M. Laruelle volvió la vista hacia el poniente: caballero de antaño con raqueta de tenis por adarga y lámpara de bolsillo por taleguilla, pensó por un momento en las batallas a las que habría de sobrevivir el alma para vagar por allí. Se había propuesto seguir a la derecha, por otro sendero que, pasando por la granja modelo en donde pacían los caballos del Camino de la Selva, desembocaba directamente a su propia calle, la calle Nicaragua. Pero movido por un repentino impulso, dio vuelta hacia la izquierda para seguir por el camino que pasaba por la prisión. En esta su última noche, sintió un confuso deseo de decir adiós a las ruinas del palacio de Maximiliano.
En el sur, un inmenso arcángel, negro como trueno, se agitaba desde el Pacífico. Y sin embargo la tempestad contenía, a fin de cuentas, su propia alma secreta… Su pasión por Yvonne (independientemente de que hubiera o no sido buena actriz; él le había dicho la verdad al asegurarle que habría sido superior en cualquiera de sus propias películas) había evocado en su corazón, aunque de manera inexplicable, aquella primera vez en que solo, al atravesar las praderas de Saint Près —adormecida aldea francesa de remansos, canales y grises molinos abandonados en donde a la sazón se alojaba—, vio surgir lenta y maravillosamente, con belleza infinita, por encima de los campos de rastrojo en los que abundaban las flores silvestres, surgir lentamente bajo los rayos del sol, al igual que siglos antes las habían visto erguirse los peregrinos que erraban por esos mismos campos, las flechas gemelas de la catedral de Chartres. Su amor le había traído una paz, por tiempo demasiado breve, que extrañamente se asemejaba al encantamiento, al embrujo del mismo Chartres de hacía muchos años, cuyas callejuelas laterales amaba y desde cuyos cafés podía contemplar la catedral que navegaba eternamente contra las nubes: sortilegio que no podía romper ni el hecho mismo de sus escandalosas deudas: M. Laruelle se dirigió con paso ágil hacia el Palacio. ¡Tampoco remordimiento alguno por el infortunio del Cónsul había roto aquel otro sortilegio quince años después, aquí en Quauhnáhuac! De hecho, pensó M. Laruelle, lo que durante algún tiempo volvió a unirlos a él y al Cónsul, aun después de la partida de Yvonne, no fue, ni en uno ni en otro, el remordimiento. Acaso parcialmente fue, más bien, el deseo de aquella engañosa comodidad (tan satisfactoria casi como ejercer cierta presión sobre un diente adolorido) derivada de la muda simulación, por parte de ambos, de que Yvonne seguía allí.
…¡Ah, pero todo esto pudo haber parecido razón suficiente para poner el mundo entero entre ellos y Quauhnáhuac! Y, no obstante, ninguno de los dos lo había hecho. Y ahora, M. Laruelle sentía caer sobre sus hombros, desde afuera, el peso de ambos, como si, de alguna manera, se hubiera transferido a estas montañas violáceas que se erguían a su derredor, tan misteriosas con sus minas de plata secretas, tan retiradas y, no obstante, tan cercanas, tan inmóviles; y de estas montañas emanaba una rara fuerza melancólica que trataba de retenerlo aquí corporalmente, y era esta fuerza su propio peso, el peso de muchas cosas pero, sobre todo, el peso del dolor.
Pasó por un campo en el que un desteñido Ford azul, ruina total, había sido empujado cuesta abajo hasta ponerlo tras un seto: habíanle colocado dos ladrillos bajo las ruedas delanteras para evitar que partiera involuntariamente. ¿Qué esperas?, quiso preguntarle, sintiendo una especie de afinidad, una ternura por aquellos harapos de lo que fuera una capota y que ahora se agitaba al viento… Mi amor, ¿por qué me marché? ¿Por qué no me lo impediste? Aquellas palabras escritas en la tarjeta postal de Yvonne que llegó con tanta demora, no iban dirigidas a M. Laruelle; aquella misma postal que el Cónsul debió de haber dejado intencionadamente bajo su almohada en el curso de esa última mañana —pero ¿cómo podía saber exactamente cuándo?— como si hubiera calculado todo, seguro de que M. Laruelle la descubriría en el preciso momento en que Hugh, enloquecido, le llamaría desde Parián. ¡Parián! A la derecha se alzaba el muro de la cárcel. Arriba, en la atalaya, apenas visible en lo alto de los muros, dos policías con binoculares avizoraban a oriente y poniente. M. Laruelle atravesó el río por un puente y después siguió por un atajo, recorriendo un amplio claro del bosque, acondicionando, a todas luces, como jardín botánico. Del sureste surgían parvadas que se amontonaban: pájaros feos, negros, pequeños, y sin embargo, demasiado largos, semejantes a insectos monstruosos, parecidos a los cuervos, de torpes colas largas y vuelo ondulante, enérgico y laborioso. Fustigando con su vuelo la hora crepuscular, retornaban febrilmente, como cada atardecer, a refugiarse entre la espesura de los fresnos del ‘zócalo’, los cuales, hasta que cayera la noche, resonarían con sus chillidos estridentes, incesantes y mecánicos. Dispersándose, la obscena cohorte enmudeció y pasó a la deriva.
Cuando M. Laruelle llegó al palacio ya el sol se había puesto.
A pesar de su amor propio, Laruelle deploró inmediatamente haber venido. Acaso aquellos rotos pilares rosados habían estado esperando en la penumbra para desplomársele encima, y en el estanque, cubierto de lama verdosa, los escalones arrancados que colgaban de una grapa oxidada, parecían también aguardarlo para caer sobre su cabeza. La maleza había invadido la capilla maloliente y derruida; salpicados de orines sus muros, en donde acechaban los alacranes, se desmoronaban: entablamento en ruinas, triste arquivolta, piedras resbaladizas cubiertas de excremento; este lugar, en que antaño floreció el amor, parecía ahora parte de una pesadilla. Y Laruelle estaba cansado de pesadillas. Francia, pensó, nunca debió trasladarse a México, ni aun bajo el disfraz de los Austria; Maximiliano fue desafortunado hasta en sus palacios. ¡Pobre diablo! ¿Por qué tuvieron que llamar también Miramar a ese fatal palacio de Trieste; aquel en que Carlota perdió la razón y donde todos los que en él vivieron, desde la Emperatriz Isabel de Austria hasta el Archiduque Fernando, perecieron de muerte violenta? Y sin embargo, ¡cuánto debieron de amar esta tierra aquellos dos solitarios desterrados cubiertos de púrpura! Seres humanos después de todo, amantes fuera de su elemento, su Edén, sin que ninguno supiese por qué, comenzó a transformarse ante sus ojos en prisión y a apestar a cervecería, quedando, a la larga, como única majestad, la tragedia. Fantasmas. Fantasmas, como en el Casino, vivían aquí ciertamente. Y un fantasma seguía diciendo: —Es nuestro destino vivir aquí, Carlota. Mira este glorioso país montañoso; mira sus colinas, sus valles, sus volcanes increíblemente bellos. ¡Y pensar que es nuestro! Seamos buenos y constructivos y hagámonos merecedores de él. O fantasmas que reñían: —No; te amabas a ti mismo; amabas tu miseria más que a mí. Nos hiciste esto deliberadamente. —¿Yo? —Siempre tuviste gente que te atendiera, que te amara, que te dirigiera. Escuchaste a todos, menos a mí, que tanto te quise. —¿Tanto? Tú sólo te quisiste a ti mismo. —No; te quise, siempre te quise, debes creerme, por favor; debes recordar cómo proyectábamos ir a México. ¿Recuerdas? —Sí, tienes razón. Tuve mi oportunidad contigo. ¡Nunca más se presentará una oportunidad semejante! Y de pronto, allí donde estaban, volvían a llorar apasionadamente.
Pero era la voz del Cónsul, no la de Maximiliano, la que M. Laruelle así hubiera podido escuchar en el palacio: y al reanudar su camino, encantado de haber llegado al término de la calle Nicaragua, aunque fuera al extremo más remoto, recordó el día en que había sorprendido al Cónsul y a Yvonne, abrazándose allí; no fue mucho tiempo después de que llegaran a México, pero ¡qué diferente le había parecido entonces el palacio! M. Laruelle aflojó el paso. El viento se había calmado. Abrió su abrigo de tweedinglés (comprado, no obstante, en High Life, pronunciado tchlif, Ciudad de México) y aflojó su bufanda azul moteada. La noche era inusitadamente opresiva. ¡Y qué silenciosa! Ni un sonido, ni un grito llegaban ahora a sus oídos. Sólo la torpe succión de sus pasos. Ni un alma a la vista. Además, M. Laruelle se sentía ligeramente escoriado; sus pantalones le apretaban. Estaba engordando demasiado; ya había engordado demasiado en México, lo cual sugería otra razón extravagante que alguna gente podría aducir para levantarse en armas, y que no llegaría a los periódicos. Con ademán absurdo, agitó la raqueta de tenis en el aire, imitando los movimientos de un saque y de una contestación: pero pesaba demasiado; se había olvidado de la prensa. Pasó junto a la granja modelo a su derecha; los edificios, los campos, las colinas ahora ensombrecidas en la oscuridad que caía rápidamente. De nuevo se hizo visible la parte superior de la rueda de la fortuna, silenciosa e incandescente, en la cima de la colina casi frente a él; luego desapareció tras los árboles. El camino, en condiciones lamentables y plagado de baches, descendía aquí abruptamente la colina; se aproximaba al puentecito sobre la honda ‘barranca’. Se detuvo en la mitad del puente; encendió un nuevo cigarrillo con el que había estado fumando y se asomó por encima del parapeto. Era demasiado oscuro para ver el fondo, ¡pero aquí sí existían finalidad y hendidura! Quauhnáhuac era, en este aspecto, como el tiempo: por doquier que se mirase estaba aguardando el abismo a la vuelta de la esquina. ¡Dormitorio para zopilotes y ciudad de Moloch! Mientras se crucificaba a Cristo —decía la hierática leyenda traída por el mar— la tierra se había abierto en toda esta región, aunque en aquel entonces la coincidencia difícilmente pudo impresionar a alguien. En este mismo puente el Cónsul le sugirió alguna vez que hiciese una película sobre la Atlántida. Sí, asomado de la misma manera, ebrio (aunque dueño de sí) coherente, un tanto loco, un tanto impaciente —fue una de esas ocasiones en que el Cónsul había bebido hasta la sobriedad— le había hablado sobre el espíritu del abismo, sobre el dios de la tempestad, el ‘huracán’ que «atestiguaba de manera tan sugerente sobre las relaciones entre una y otra orilla del Atlántico». Cualquiera que fuese el significado de lo que quiso decir. Aunque no fue aquélla la primera ocasión en que el Cónsul y él se asomaron al abismo. Porque siempre había existido, hacía siglos —y ¿cómo olvidarlo ahora?— el «Bunker del Infierno»: y ese otro encuentro que parecía guardar cierta oscura relación con aquél, posterior, en el Palacio de Maximiliano… ¿Acaso había sido realmente tan extraordinario descubrir al Cónsul, descubrir que, aquí en Quauhnáhuac, su antiguo compañero de juegos inglés —difícilmente podía llamarlo «condiscípulo»— al que no había visto durante casi un cuarto de siglo, vivía y, de hecho, había vivido en su calle, sin que él lo supiera, durante seis semanas? Probablemente, no; probablemente sólo fue una de esas insensatas coincidencias que podrían calificarse de «trampa favorita de los dioses». ¡Pero con cuánta nitidez volvió a evocar aquellas vacaciones de antaño en las playas de Inglaterra!
…M. Laruelle, nacido en Languion, Mosela —cuyo padre, rico filatelista de excéntricas costumbres, se había mudado a París— solía pasar cuando era niño las vacaciones de verano en Normandía, en compañía de sus padres. Courseulles, en Calvados, a orillas de la Mancha, no era un centro de moda. Todo lo contrario. Algunas pensiones fustigadas por el viento, kilómetros de dunas desiertas y el mar, frío. A pesar de ello, fue a Courseulles, en el sofocante verano de 1911, donde llegó la familia del famoso poeta inglés Abraham Taskerson, trayendo consigo a un extraño huérfano anglo-hindú, soñadora criatura de quince años, tan tímido y, sin embargo, tan cuidadosamente dueño de sí, aficionado a escribir poemas, actividad que el viejo Taskerson (que había permanecido en Inglaterra) parecía estimular, y que, a veces, estallaba en llanto si se mencionaba en su presencia la palabra «padre» o «madre». Jacques, aproximadamente de la misma edad, había sentido extraña simpatía por él. Y puesto que los demás chicos Taskerson —seis cuando menos, casi todos mayores y, según parecía, todos de casta más recia, aunque, de hecho, eran parientes colaterales del joven Geoffrey Firmin— solían andar en grupo, dejando solo al chico, Jacques lo veía con frecuencia. Juntos recorrían la playa con un par de viejos palos de golf provenientes de Inglaterra y un lastimoso par de pelotas de goma que ellos, eufóricos, arrojarían al mar en su último día de vacaciones. Geoffrey se convirtió en «Frijolillo». La madre de Laruelle, para quien, sin embargo, el muchacho era «ese hermoso joven poeta inglés», lo veía también con simpatía; por otra parte, la madre de los Taskerson se había encariñado con el chico francés: como resultado de ello, Jacques recibió una invitación para pasar el mes de septiembre con los Taskerson en Inglaterra, en donde Geoffrey permanecería hasta el inicio del período escolar. El padre de Jacques, que pensaba enviarlo a una escuela inglesa cuando cumpliera dieciocho años, dio su consentimiento. Admiraba en particular el porte erguido y viril de los Taskerson… Y así fue como M. Laruelle llegó a Leasowe.
El lugar era una especie de versión adulta y civilizada de Courseulles en la costa inglesa del noroeste. Los Taskerson vivían en una cómoda casa cuyo jardín posterior lindaba con un campo de golf hermoso y ondulante, casi contiguo al mar. Parecía el mar; de hecho era el estuario, de diez kilómetros de ancho, de un río; hacia el oeste un blanco cabrilleo indicaba dónde empezaba el verdadero mar. Las montañas galesas, esbeltas, negras y borrascosas, con la cúspide a veces cubierta de nieve, por lo que a Geoff le recordaban la India, se extendían al otro lado del río. Durante la semana, cuando se les permitía jugar, el campo de golf estaba desierto: amapolas amarillas y desganadas, se agitaban entre la espinosa vegetación marina. En la playa se extendían los restos de un bosque antediluviano entre los que sobresalían feos troncos ennegrecidos y, más lejos, el tope de un macizo faro abandonado. En el estuario había una isla en la que se alzaba un molino de viento, como curiosa flor negra, y, en bajamar, podía llegarse hasta ella montado en burro. Sobre el horizonte flotaba el humo de los cargueros provenientes de Liverpool, que se dirigían hacia alta mar. Reinaba una sensación de espacio y de vacío. Solamente durante los fines de semana se hacía patente cierta desventaja en la localidad. Aunque la temporada llegaba a su fin y los grises hoteles para hidrópatas a lo largo de las avenidas iban quedándose vacíos, el campo de golf se llenaba todo el día con corredores de Bolsa de Liverpool que jugaban dobles. Desde la mañana del sábado hasta la noche del domingo una continuada granizada de pelotas de golf volaba fuera del campo bombardeando el tejado. Entonces daba gusto salir con Geoffrey al pueblo —que aún estaba lleno de muchachas sonrientes y atractivas— y recorrer las calles asoleadas, barridas por el viento, o presenciar alguna función de guiñol en la playa. O, mejor que todo, navegar por la laguna en un yate prestado que Geoffrey maniobraba con pericia.
Porque —igual que había ocurrido en Courseulles— con frecuencia los dejaban solos. Y ahora Jacques podía comprender mejor por qué había visto tan poco a los Taskerson en Normandía. Aquellos chicos eran portentosos caminantes. No les arredraba caminar cuarenta o cincuenta kilómetros al día. Pero lo que parecía más extraño aún —ya que ninguno había pasado de la edad escolar— es que fueran asimismo portentosos bebedores. En el curso de una simple caminata de ocho kilómetros solían detenerse en igual número de tabernas y beber, en cada una, uno o dos litros de potente cerveza. Hasta el más joven, que no cumplía los quince años, se acababa sus seis litros en una tarde. Y si alguno se indisponía por esta razón, tanto mejor. Así le quedaba sitio para seguir bebiendo. Ni Jacques, de estómago débil —aunque en casa estaba acostumbrado a tomar cierta cantidad de vino— ni Geoffrey, a quien le repugnaba el sabor de la cerveza y asistía a una nueva severa escuela wesleyana, podían soportar este ritmo medieval. Pero, de hecho, toda la familia bebía desmedidamente. El viejo Taskerson, hombre agudo y bondadoso, había perdido al único de sus hijos que heredara un mínimo de talento literario; cada noche se sentaba, pensativo, en su estudio, dejaba la puerta abierta, y bebía hora tras hora, sus gatos sobre el regazo y el diario vespertino con el crujido de cuyas páginas manifestaba lejano reproche contra los demás hijos, quienes, por su parte, se quedaban bebiendo en el comedor hora tras hora. La señora Taskerson, diferente en su hogar —en donde acaso sentía menos necesidad de producir buena impresión— se sentaba junto a sus hijos, encendido su hermoso rostro y también, a medias, en actitud de reproche, bebía, sin embargo, regocijadamente hasta dejarlos a todos bajo la mesa. Cierto que los muchachos le llevaban buena delantera. Y no es que fueran de los que suelen verse dando tumbos por la calle. Para ellos era cuestión de honor parecer más sobrios mientras más borrachos estaban. Por regla general caminaban fabulosamente erguidos, con los hombros echados hacia atrás, la mirada al frente, como guardias en servicio; sólo que, al finalizar el día, lo hacían muy, muy lentamente; en suma, con el mismo «erguido porte masculino» que tanto impresionaba al padre de M. Laruelle. Aun así, no era en modo alguno inusitado descubrir por la mañana a toda la familia durmiendo en el piso del comedor. No obstante, ninguno parecía sentirse peor por ello. Y la despensa siempre estaba atestada de barriles de cerveza que podía destapar quien lo desease. Saludables y robustos, los muchachos comían como leones. Devoraban inmensos trozos de panza de cordero frita y embutidos llamados negros, o de sangre, una especie de asadura recubierta de avena que Jacques temía pudiera estar destinada a su plato, por lo menos en parte: —boudin, ¿sabes, Jacques?—, mientras que Frijolillo, a quien ahora con frecuencia aludían como «el Fermín ése», permanecía sentado, ruboroso y fuera de lugar, con su vaso de cerveza pálida intacto, esforzándose tímidamente por conversar con el señor Taskerson.
Al principio le fue difícil comprender qué hacía «el Fermín ése» con tan inverosímil familia. No compartía ninguno de los gustos de los muchachos Taskerson y ni siquiera asistía a la misma escuela. Sin embargo, era fácil ver que sus parientes habían tenido los mejores motivos para enviarlo aquí. «Geoffrey andaba siempre con las narices metidas en los libros», de modo que el «primo Abraham», cuya obra tenía un cierto aspecto religioso, era el «hombre indicado para auxiliarlo». Por otra parte, probablemente debían de estar tan poco enterados de la conducta de los hijos como los propios padres de Jacques: sabían que ganaban en la escuela todos los premios de idiomas y de deportes: seguramente que estos muchachos, apuestos y robustos, eran «precisamente lo indicado» para ayudar al pobre Geoffrey a dominar su timidez y a no desvariar pensando en su padre y en la India. Jacques abrió plenamente el corazón del pobre de Frijolillo. Su madre había muerto en Cachemira, cuando él aún era niño y, aproximadamente al cabo de un año, su padre, que casó en segundas nupcias, desapareció tan sencilla como escandalosamente. Nadie llegó a saber con precisión en Cachemira, ni en ninguna otra parte, lo que había ocurrido. Un buen día ascendió al Himalaya y se esfumó, dejando en Srinagar a Geoffrey con su hermanastro Hugh —que a la sazón era un niño de brazos— y a su madrastra. Después, como si aquello no hubiera bastado, murió la madrastra dejando a los dos chicos desamparados en la India. ¡Pobre Frijolillo! A pesar de lo extraño de su carácter, cualquier gesto bondadoso le conmovía realmente. Le conmovía hasta que le llamaran «el Fermín ése». Y sentía verdadero afecto por el viejo Taskerson. M. Laruelle pensaba que, a su manera, Fermín sentía afecto por todos los Taskerson y que los habría defendido hasta morir. Había en su persona un aire de indefensión que desarmaba y, al mismo tiempo, de lealtad. Y, después de todo, los muchachos Taskerson, con todo y su monstruosa brusquedad inglesa, se habían esforzado por no excluirlo y por manifestarle su simpatía durante aquella primera vacación estival en Inglaterra. No era culpa de ellos que no pudiese beber siete litros en catorce minutos ni caminar ochenta kilómetros sin desfallecer. A ellos se debía, en parte, el que Jacques estuviese aquí para acompañarlo. Y tal vez habían logrado que venciera parcialmente su timidez. Porque, cuando menos, Frijolillo había aprendido de los Taskerson —así como él, a su vez, se lo enseñó a Jacques— el arte de «levantar muchachas». Solían entonar, de preferencia con el acento francés de Jacques, una absurda canción de Pierrot. Jacques y él cantaban mientras recorrían el paseo:
Oh we allll WALK ze wibberlee wobberlee WALK And we alll TALK ze wibberlee wobberlee TALK And we alll WEAR wibberlee wobberlee TIES And-look-at-all-ze-pretty-girls-with-wibberlee-wobberlee eyes. Oh We allll SING ze wibberlee wobberlee SONG Until ze day is dawn-ing, And-we-all-have-zat-wibberlee-wobberlee-wobberlee-wibberlee-wibberlee-wobberlee feeling In ze morning. Después, el ritual consistía en gritar «¡Hola!» y perseguir a alguna muchacha cuya admiración (según lo imaginaban si ella se volvía a mirarlos) habían logrado despertar. Si en efecto así era, y si ello ocurría después del crepúsculo, la llevaban a pasear al campo de golf que estaba lleno, según la frase de los Taskerson, de «buenos lugares donde sentarse». Se hallaban éstos entre los bunkers principales, o en las zanjas, entre las dunas. Por lo general, los bunkers, aunque llenos de arena, estaban protegidos del viento y eran profundos; pero ninguno tan profundo como el «Bunker del Infierno». ElBunker del Infierno era un temido obstáculo, bastante cercano a la casa de los Taskerson, a mitad de la colina que antecedía al hoyo dieciocho. En cierto sentido protegía al césped, si bien a gran distancia, ya que estaba situado mucho más abajo y ligeramente a la derecha. La fosa se abría como si quisiera engullir el tercer tiro de un golfista como Geoffrey —jugador apuesto y grácil por naturaleza— y aproximadamente el decimoquinto de un chambón como Jacques. Jacques y Frijolillo decían con frecuencia que el Bunker del Infierno era un buen sitio para llevar a las chicas, aunque habían convenido en que, dondequiera que fueran, no ocurriría nada serio. En general, en aquello de «levantarlas» había algo inocente. Al cabo de algún tiempo, Frijolillo que, por decirlo en términos amables, era virgen y Jacques que pretendía no serlo, se acostumbraron a «levantar» chicas en el paseo; las llevaban al campo de golf en donde se separaban y volvían a encontrarse más tarde. Por extraño que pareciera, en casa de los Taskerson se observaba un horario rígido. Hasta ahora M. Laruelle no sabía por qué no se había llegado a un acuerdo respecto al Bunker del Infierno. Por cierto que nunca tuvo intenciones de espiar a Geoffrey. Pero un día, cuando atravesaba con su chica (con la que se aburría) el octavo fairway rumbo a la avenida Leasowe, les sorprendieron unas voces provenientes del Bunker. Luego, el claro de luna reveló la insólita escena de la que ni él ni su amiga pudieron apartar la vista. Laruelle se habría retirado rápidamente, pero ni él ni la muchacha —ninguno de los dos consciente del sensible impacto de lo que ocurría en el Bunker del Infierno— pudieron contener la risa. Cosa curiosa, M. Laruelle no recordaba nada de lo que habían dicho; sólo quedó en su memoria la expresión que se dibujó en el rostro de Geoffrey, iluminado por el claro de luna, y la manera tan torpe y grotesca en que la chica se puso precipitadamente de pie, y también recordaba que después Geoffrey y él se habían comportado con admirable aplomo. Todos fueron juntos a una taberna de nombre extraño, algo así como «Ya no es lo mismo». Era evidente que se trataba de la primera vez que el Cónsul entraba a un bar por iniciativa propia; en voz alta pidió un Johnnie Walker para todos, pero el cantinero, después de haberlo consultado con el propietario, se rehusó a servirles, y los pusieron en la calle por ser menores de edad. Desgraciadamente, por alguna razón, su amistad no sobrevivió a estas dos pequeñas aunque lastimosas frustraciones que, sin duda alguna, fueron providenciales. Mientras tanto, el padre de M. Laruelle ya había renunciado a la idea de enviarlo a la escuela en Inglaterra. Las vacaciones, que habían sido un fiasco, se desvanecieron en la desolación y en los ventarrones equinocciales. Hubo una separación triste y melancólica en Liverpool y luego un viaje también triste y melancólico hasta Dover; de allí, aislado como un leproso, zarpó rumbo a Calais en el barco que cruzaba el canal barrido por las olas…
Consciente de pronto, al escuchar un ruido que se acercaba, M. Laruelle se irguió apenas a tiempo para poder esquivar a un jinete que se detuvo en el puente. Había caído la noche como la Casa de Usher. El caballo parpadeaba ante los brillantes faros de un coche —fenómeno musitado hasta entonces en la calle Nicaragua— que, proveniente del centro, avanzaba meciéndose como barco por la horrenda calle. El jinete estaba tan borracho que iba acostado cuan largo era sobre su cabalgadura, perdidos los estribos —prodigio sorprendente si se tomaba en cuenta su estatura— y apenas lograba aferrarse a las riendas, aunque ni una sola vez se asió a la cabeza del arzón para enderezarse. Rebelándose, el caballo se encabritó fieramente, tal vez, en parte, temeroso de su jinete, en parte despreciándolo, y se lanzó hacia el auto. El jinete, que al principio parecía estar a punto de caer de espaldas, se salvó de milagro para sólo resbalar hacia un lado como acróbata ecuestre; volvió a acomodarse en la silla, deslizóse, cayó hacia atrás, pero cada vez logró salvarse, no aferrándose a la cabeza de la silla sino siempre a las riendas, que ahora sostenía con una sola mano, los estribos sueltos aún mientras, iracundo, fustigaba al caballo con el machete que sacó de una funda larga y curva. Entretanto, los faros iluminaban a una familia que bajaba desparramándose por una colina: un hombre y una mujer enlutados, y dos niños pulcramente vestidos a quienes la mujer protegió en la orilla del camino cuando el jinete pasó vertiginosamente junto a ellos, en tanto que el hombre se refugiaba en la zanja. El coche se detuvo, bajo las luces y alumbró al jinete, se dirigió hacia M. Laruelle y atravesó el puente tras él. Era un coche potente y silencioso de fabricación norteamericana, que se hundía con firmeza en sus muelles y cuyo motor apenas se dejaba escuchar; el chasquido de las herraduras del caballo se oyó con nitidez mientras se retiraba subiendo por la calle Nicaragua, iluminada con luz mortecina, y pasó frente a la casa del Cónsul, en donde habría una ventana encendida que M. Laruelle no quería ver (porque, mucho después de haber abandonado Adán el paraíso, seguía ardiendo la llama en su hogar) y, cerca de la escuela, a la izquierda, en donde repararon la puerta, y en el lugar en que conoció a Yvonne aquel día, con Hugh y Geoffrey —e imaginó que el jinete no se detendría ante su propia casa, donde se amontonaban sus baúles que aún no acababa de hacer, sino que galoparía imprudente al volver la esquina, por la calle Tierra de Fuego y más lejos aún, por toda la ciudad, con la mirada de terror de quien está por enfrentarse cara a cara con la muerte— y también esto, pensó de pronto, también esta loca visión de un frenesí insensato, aunque contenido, no del todo desbocado, casi admirable en cierta manera, también esto, confusamente, había sido el Cónsul…
M. Laruelle ascendió la pendiente: cansado, se detuvo en la parte de la ciudad al pie de la plaza. Sin embargo, no había subido por la calle Nicaragua. Para no pasar por su propia casa, siguió por un atajo a la izquierda, poco después de la escuela: callejón empinado y tortuoso que daba vuelta a espaldas del ‘zócalo’. La gente lo miraba con curiosidad mientras bajaba por la Avenida de la Revolución con el estorbo de su raqueta de tenis. Siguiendo hasta el fin de esta calle se llegaba a la carretera principal y al Casino de la Selva. M. Laruelle sonrió: a este paso podía seguir trazando indefinidamente círculos excéntricos en torno a su casa. A su espalda seguía el torbellino de la feria, a la que apenas se había dignado mirar. El centro, lleno de colorido aun en las noches, estaba profusamente iluminado, si bien sólo en partes, como una bahía. Sombras impelidas por el viento barrían las aceras. Y en la oscuridad, algunos árboles aislados, que parecían cubiertos de polvo de carbón, inclinaban sus ramas bajo el peso del hollín. El pequeño autobús volvió a pasar a su lado, con su ruido de chatarra, ahora con rumbo opuesto; frenaba con energía en la escarpada pendiente, y no tenía faros posteriores: el último autobús para Tomalín. Pasó ante la ventana del Dr. Vigil por la acera de enfrente. ‘Dr. Arturo Díaz Vigil, Médico Cirujano y Partero, Facultad de México, de la Escuela Médico Militar, Enfermedades de Niños, Indisposiciones Nerviosas’ —¡y con cuánto refinamiento difería todo esto de los anuncios que podían leerse en los mingitorios!— ‘Consultas de 12 a 2 y de 4 a 7’. Ligera exageración, pensó. Junto a él correteaban los voceadores que vendían Quauhnáhuac Nuevo, periódico pro-Alemán, pro-Eje, publicado —se decía— por la fastidiosa ‘Unión Militar’.Un avión de combate francés derribado por un caza alemán. Los trabajadores de Australia abogan por la paz. ¿Quiere usted —le preguntaba un anuncio en una vitrina—vestirse con elegancia y a la última moda de Europa y los Estados Unidos? M. Laruelle siguió cuesta abajo. Delante del cuartel recorrían el tramo de su guardia dos soldados cubiertos con cascos militares semejantes a los del ejército francés y vestidos con uniformes de desteñido púrpura grisáceo, guarnecidos y entrelazados con galones verdes. Cruzó la calle. Cerca del cine advirtió que había algo irregular, que se sentía una excitación extraña y anómala en el ambiente, una especie de fiebre. La temperatura había bajado de repente. Y el cine estaba a oscuras, como si esa noche se hubiera suspendido la función. Por otra parte, una multitud, no una cola, sino evidentemente algunos de los asistentes a la sala que de pronto habían tenido que salir de ella con precipitación, se agolpaba en la acera, bajo la arquería, para escuchar un altoparlante que, instalado en un camión, tocaba estruendosamente la Marcha de Washington Post. De repente estalló un trueno y las luces de la calle se apagaron. Antes, también las luces del cine se habían apagado. Va a llover, pensó M. Laruelle. Pero había perdido el deseo de mojarse. Puso al abrigo la raqueta de tenis bajo la chaqueta y echó a correr. Un vendaval irrumpió en la calle, levantando en vuelo a su paso viejos periódicos y soplando en las lámparas de gasolina de las tortillerías hasta casi apagarlas: por encima del hotel, que quedaba frente al cine, se dibujó el violento garabato de un relámpago, al que siguió otro trueno. El viento gemía; la mayor parte de la gente, riéndose, corría por todas partes en busca de refugio. M. Laruelle escuchaba los truenos estallando a su espalda, en las montañas. Apenas llegó a tiempo. La lluvia caía a torrentes.
Sin aliento, se guareció bajo el pórtico en la entrada del teatro que, no obstante, parecía más bien la entrada de algún lóbrego bazar o mercado. En ella se apretujaban los campesinos que llegaban con sus canastas. Ante la taquilla, vacía por el momento y con la puerta entornada, una gallina solicitaba frenéticamente que se la admitiera. Por doquier la gente encendía linternas o fósforos. La camioneta con el altavoz se alejaba en medio de la lluvia y los truenos. ‘Las manos de Orlac’, anunciaba un cartel: ‘6 y 8.30’. ‘Las manos de Orlac, con Peter Lorre’.
En la calle, las luces de los faroles volvieron a encenderse, pero las del teatro seguían apagadas. M. Laruelle buscó un cigarrillo. Las manos de Orlac… ¡Con cuánta rapidez, pensó, había hecho revivir en su mente ese nombre los primeros días del cine, en realidad, sus propios días de estudiante tardío, los días del Estudiante de Praga, y Wiene y Werner Krauss y Karl Grüne; los días de la Ufa, cuando una Alemania derrotada se ganaba el respeto del mundo culto con las películas que producía! Salvo que, en aquel entonces, Conrad Veidt había actuado en Orlac. Cosa extraña: aquella película fue apenas mejor que la actual versión: débil producto de Hollywood que viera años atrás en México, o quizá (M. Laruelle miró en torno suyo), quizá en este mismo cine. No era imposible. Pero en la medida en que la recordaba, ni el mismo Peter Lorre había podido salvarla, y no quería volver a verla. Y sin embargo, ¡qué complicado e interminable relato sobre la tiranía y el asilo parecía referir aquel cartel que, suspendido sobre su cabeza, mostraba al asesino Orlac! Un artista con manos de asesino; ésa era la etiqueta, el jeroglífico de los tiempos. Porque en realidad era la propia Alemania la que, en la horrible degradación del lastimoso dibujo, colgaba sobre su cabeza. O, ¿acaso se trataba —por un incómodo esfuerzo de la imaginación— del mismo M. Laruelle?
Ante él se hallaba el gerente del cine ofreciéndole, entre sus manos que le presentaba como si fueran una copa —con aquella relampagueante cortesía con que el doctor Vigil y todos los latinoamericanos se adelantaban a sus búsquedas en los bolsillos— un fósforo para su cigarro. Sus cabellos, sin huella de lluvia, que parecían casi laqueados, y un fuerte perfume que emanaba de él, delataban su diaria visita a la ‘peluquería’; estaba impecablemente vestido con pantalones rayados y un abrigo negro, ‘muy correcto’ a despecho de truenos y relámpagos, como la mayoría de los mexicanos de su tipo. Tiró el fósforo con un ademán que no desperdició, porque lo convirtió en saludo. —Venga a tomarse una copa —dijo.
—La temporada de lluvias se resiste a terminar —comentó, sonriente, M. Laurelle, mientras a codazos, se abrían paso hacia la cantina que, si bien contigua al cine, no compartía su pórtico. Alumbraban la cantina —conocida como la Cervecería XX, que era asimismo el «donde ya sabe» de Vigil—, velas colocadas en botellas sobre el mostrador y también en algunas mesas distribuidas a lo largo de las paredes. Todas las mesas estaban ocupadas.
—‘¡Chingar!’ —dijo en voz baja el administrador, preocupado, vigilante y mirando en torno suyo. En la extremidad de la pequeña barra, donde había sitio para dos, ambos ocuparon, de pie, un lugar—. Siento mucho que la función tenga que suspenderse, pero los alambres están descompuestos. ‘Chingado’. Cada bendita semana algo se descompone en las luces. La semana pasada fue mucho peor, realmente terrible; sabe usted, contratamos una compañía de Panamá que puso una obra para ver si tenía éxito antes de llevarla a México.
—No le importa que…
—‘No hombre’ —respondió el otro, riéndose. M. Laruelle preguntó al señor Bustamante, que al fin había logrado atraer la atención del cantinero, si no era aquí donde había visto la película de Orlac, y si ahora la presentaban nuevamente como un gran éxito— ‘¿uno?’…
M. Laruelle, vaciló: —Tequila —y después corrigió—. No, anís… anís, ‘por favor, señor’.
—‘Y una… mm… gaseosa’ —dijo el señor Bustamante al cantinero—. ‘No, señor’ —preocupado aún, examinaba la tela del abrigo apenas mojado de M. Laruelle, paseando apreciativamente los dedos sobre ella—. ‘Compañero’, no la hemos vuelto a presentar. Simplemente ha vuelto. El otro día presenté aquí mis últimos noticiarios, créame, los primeros noticiarios de la guerra española, que también volvieron.
—Sin embargo, veo que tiene películas modernas —M. Laruelle (que acababa de rechazar una butaca en el palco de las ‘autoridades’ para la segunda función si acaso la había) lanzó una mirada un tanto irónica hacia un cartel de mal gusto que, colgado detrás de la barra, mostraba a una actriz alemana, cuyas facciones, sin embargo, parecían esmeradamente españolas: ‘La simpatiquísima y encantadora María Landrock, notable artista alemana que pronto habremos de ver en sensacional film’.
—‘…un momentito, señor. Con permiso’.
El señor Bustamante salió, no por la misma puerta que habían utilizado al ingresar, sino por una entrada lateral situada detrás de la barra, inmediatamente a la derecha (de la que habían retirado una cortina) y que daba directamente al cine. M. Laruelle tuvo una visión completa del interior. De allí, exactamente como si la función continuase, provenía un estruendoso bullicio de niños chillones y de vendedores que pregonaban papas fritas y ‘frijoles’. Resultaba difícil creer que tanta gente hubiera abandonado sus asientos. Sombrías siluetas de perros callejeros entraban y salían por entre las butacas. Las luces no estaban del todo apagadas; centelleaban, con vacilante brillo color rojizo anaranjado. En la pantalla, donde se paseaba una interminable procesión de sombras iluminadas por linternas de mano, estaba suspendida, mágicamente proyectada al revés, una débil excusa por la «función interrumpida»; en el palco de ‘autoridades’ se encendieron tres cigarrillos con un solo fósforo. Atrás, donde el reflejo de la luz permitía leer los caracteres de ‘SALIDA’, apenas distinguió la ansiosa figura del señor Bustamante, que se dirigía a su oficina. Afuera, tronaba y llovía. M. Laruelle sorbió el anís enturbiado por el agua, que primero le dio una agradable sensación de frescura y después le produjo náusea. En realidad, en nada se asemejaba al ajenjo. Ya no se sentía cansado y comenzaba a sentir hambre. Eran las siete de la noche. Pero Vigil y él probablemente cenarían más tarde en el Gambrinus o en el restaurante de Charley. De un plato escogió un cuarto de limón y lo chupó, pensativo, mientras leía un calendario que, cerca de la enigmática María Landrock, representaba, detrás del bar, el encuentro de Cortés y Moctezuma en Tenochtitlán: ‘El último Emperador Azteca’, decía, ‘Moctezuma y Hernán Cortés, representativo de la raza hispana, quedan frente a frente: dos razas y dos civilizaciones que habían llegado a un alto grado de perfección se mezclan para integrar el núcleo de nuestra nacionalidad actual’. Pero el señor Bustamante volvía ya, y una de sus manos, que levantaba por encima de la multitud concentrada cerca de la cortina, sostenía un libro…
M. Laruelle, consciente de su propio desconcierto, volvía y revolvía el libro entre sus manos. Después lo puso sobre el mostrador y tomó un sorbo de anís.
—‘Bueno, muchas gracias, señor’ —dijo.
—‘De nada’ —respondió el señor Bustamante bajando la voz; apartó con amplio ademán una tétrica columna que se acercaba trayendo una bandeja de calaveras de chocolate—. No sé cuánto tiempo; quizá dos, tal vez tres años ‘aquí’.
M. Laruelle contempló de nuevo la guarda del libro y luego lo cerró sobre el mostrador. Por encima de sus cabezas golpeaba la lluvia en la azotea del cine. Hacía dieciocho meses que el Cónsul le había prestado el manoseado volumen de dramas isabelinos empastado en cuero. En aquella época Geoffrey e Yvonne estuvieron separados tal vez cinco meses. Seis más transcurrieron antes de que ella regresara. En el jardín del Cónsul, sombríos, erraban a la deriva entre las rosas y el plúmbago y los ceriflores «como preservativos dilapidados» —según lo había firmado el Cónsul, dirigiéndole una mirada diabólica, mirada a la vez, casi oficial, que ahora parecía significar: —Ya sé, Jacques, que quizá nunca me devuelvas el libro; pero supón que te lo preste precisamente por esa razón, y que un día llegues a lamentarte por no habérmelo devuelto. ¡Ah! entonces podré perdonarte, pero ¿podrás perdonarte a ti mismo? No sólo por no haberlo devuelto, sino porque para entonces, el libro ya se habrá convertido en emblema de lo que aún hoy es imposible devolver. —M. Laruelle tomó el libro. Lo deseaba porque hacía algún tiempo se había venido gestando en lo recóndito de su mente la idea de realizar en Francia una versión fílmica moderna de la historia de Fausto, cuyo protagonista sería un personaje como Trotsky: pero, de hecho, no había abierto el volumen sino hasta ese momento. Aunque después el Cónsul le pidió en repetidas ocasiones que se lo devolviera, Laruelle se dio cuenta de que no lo tenía desde el mismo día en que debió de haberlo dejado olvidado en el cine. Bajo la única puerta de celosías de la Cervecería XX que, en el rincón del costado izquierdo daba a una calle lateral, M. Laruelle oía el agua que se precipitaba en torrente por los arroyos. Un trueno repentino sacudió todo el edificio y el sonido, semejante al del carbón que se arroja por un tobogán, se desvaneció en la distancia.
—¿Sabe usted, ‘señor’ —dijo, de pronto—, que este libro no es mío?
—Lo sé —replicó suavemente el señor Bustamante, casi murmurando—. Creo que era de su ‘amigo’ —tosió con carraspeo discreto y nervioso, a la manera de unaappoggiatura—. Su ‘amigo’, el ‘bicho’ —aparentemente sensible ante la sonrisa de M. Laruelle, se interrumpió con tranquilidad—. No quiero decir ‘bitch’, sino el ‘bicho’, el de los ojos azules —y luego, como si todavía cupiera duda de la persona sobre quien hablaba, pellizcó su barba y prolongó el ademán hacia abajo, dibujando una perilla imaginaria—. Su ‘amigo’ ¡ah! el ‘señor’ Firmin. ‘El Cónsul’. El ‘americano’.
—No. No era americano —M. Laruelle trató de alzar un poco la voz. Resultábale difícil porque en la cantina todos habían dejado de hablar y advirtió que también en el cine reinaba un insólito silencio: la luz se había apagado del todo y, mirando por encima del hombro del señor Bustamante, vio tras la cortina un cementerio de oscuridad apuñalada por destellos de lámparas de mano, semejantes a ondas cálidas; los vendedores habían bajado la voz, los niños dejaron de reír y llorar, y el escaso público permanecía sentado, con negligencia, aburrido —aunque paciente— ante la pantalla oscurecida que de vez en cuando se iluminaba con las sombras grotescas y silenciosas de gigantes, lanzas y aves que la recorrían, y luego oscurecíase de nuevo; los ocupantes del balcón de la derecha, que no se habían tomado la molestia de moverse ni de bajar, eran un friso sólido y sombrío tallado en el muro; hombres serios, bigotudos, guerreros que aguardaban el comienzo de la función para echar una mirada a las manos ensangrentadas del asesino.
—¿No? —dijo en voz baja el señor Bustamante. Dio un sorbo a su ‘gaseosa’ mirando el teatro en la penumbra y luego, preocupado nuevamente, recorrió la cantina con la mirada—. Pero ¿entonces sí era cónsul de veras? Porque lo recuerdo muchas veces, sentado aquí, bebiendo: Y a menudo el pobre tipo no tenía calcetines.
M. Laruelle rió brevemente: —Sí, era el cónsul británico aquí —hablaban en español, a media voz, y el señor Bustamante, desesperado de que hubieran transcurrido otros diez minutos sin luz, se dejó persuadir de que debía tomar un vaso de cerveza, en tanto que M. Laruelle sólo bebió algo sin alcohol.
Pero no había logrado explicar al cortés mexicano lo que era el Cónsul. Aunque débiles, las luces habían vuelto a encenderse en el cine y la cantina, pero la función no se reanudaba y M. Laruelle se halló solo en la Cervecería XX, sentado frente a una copa de anís, ante una de las mesas del rincón. Su estómago sufriría las consecuencias; sólo había bebido en exceso durante el último año. Seguía sentado, rígido, con el libro de dramas isabelinos cerrado sobre la mesa, contemplando su raqueta de tenis apoyada sobre el respaldo de la silla que estaba frente a la reservada para el doctor Vigil. Se sentía como si estuviese en una tina de baño después de vaciarla: atontado, casi muerto. Si se hubiera ido a casa, ya habría acabado de empacar. Pero ni siquiera podía tomar la decisión de decir adiós al señor Bustamante. Llovía aún, sobre México, fuera de temporada y en la calle crecían las aguas sombrías para engullir su ‘zacuali’ en la calle Nicaragua, su inútil torre contra el segundo diluvio. ¡Noche de la Culminación de las Pléyades! Después de todo, ¿qué era un Cónsul para acordarse de él? El señor Bustamante, mayor de lo que parecía, recordaba la era de Porfirio Díaz, la época en que, en los Estados Unidos, cada pueblecillo de la frontera mexicana conservaba un «cónsul». Es más, había cónsules mexicanos hasta en los pueblos a cientos de millas de la frontera. ¿Acaso no se suponía que los cónsules velaran por los intereses del comercio entre los países? Pero los pueblos de Arizona, que ni siquiera celebraban con México operaciones de diez dólares en todo un año, tenían sus cónsules mantenidos por Díaz. Claro está que no eran cónsules, sino espías. El señor Bustamante lo sabía porque, antes de la revolución, su mismo padre —liberal y partidario de Ponciano Arriaga— estuvo detenido tres meses en Douglas, Arizona (a pesar de lo cual el señor Bustamante votaría por Almazán), por orden de uno de los cónsules de Díaz. Por lo tanto ¿acaso no era razonable suponer —llegó a sugerir sin intenciones ofensivas y tal vez no del todo en serio— que el señor Firmin pertenecía a esa clase de cónsules? No un cónsul mexicano, claro está, ni de la misma calaña de aquéllos, sino un cónsul inglés que apenas habría logrado convencer a alguien de que le preocupaban los intereses británicos en un lugar donde éstos no existían (así como tampoco había súbditos) y, sobre todo, teniendo en cuenta que se consideraba que Inglaterra había roto relaciones diplomáticas con México.
En realidad, el señor Bustamante daba la impresión de estar en parte convencido de que habían engañado a M. Laruelle; de que el señor Firmin había sido, de hecho, una especie de espía o, como decía él, de «escorpía». Pero en ninguna parte del mundo existe gente más humana ni más propensa a la simpatía que los mexicanos… aunque voten por Almazán. El señor Bustamante estaba dispuesto a compadecer al Cónsul, aunque se tratase de un «escorpía»; dispuesto a compadecer, desde lo profundo de su corazón, a la pobre alma temblorosa, solitaria y desheredada que aquí se sentaba a beber noche tras noche, abandonado por su esposa (aunque ella volvió, M. Laruelle estuvo a punto de gritarlo a voz en cuello, ¡eso fue lo extraordinario, que ella volvió!) y —recordando sus calcetines— posiblemente abandonado hasta por su país; aquel ser que vagaba por la ciudad, sin sombrero, ‘desconsolado’ y fuera de sí, perseguido por otros «escorpías» que —sin que nunca tuviera plena certeza de ello, ya que suponía: ora que este hombre con gafas oscuras era un vago, y aquel que se paseaba por la otra acera, un ‘peón’, ora un niño calvo con aretes que se mecía más allá con furia en una hamaca crujiente— guardaban la entrada de cada calle y callejón, lo que ya ni siquiera un mexicano podía creer (porque no era cierto, dijo M. Laruelle) pero que aún era bastante posible, según el padre del señor Bustamante lo hubiera asegurado: déjalo que comience y descubra algo, tal como su propio padre le hubiera asegurado que él, M. Laruelle, no podría atravesar la frontera en un camión ganadero sin que «ellos» se enteraran en la ciudad de México y que, antes de que llegara, ya habrían decidido lo que harían al respecto. Ciertamente, el señor Bustamante no conocía bien al Cónsul, aunque era su costumbre andar con los ojos abiertos; pero toda la ciudad lo conocía de vista, y la impresión que daba, o de cualquier modo, la que produjo aquel último año, aparte de ser la de andar siempre ‘muy borracho’, claro está, era de un hombre que vivía en continuo terror por su vida. Una vez había entrado corriendo en la ‘cantina El Bosque’, atendida por la vieja señora Gregorio, hoy viuda, gritando algo así como «¡Asilo!» y que lo perseguían; y la viuda, más aterrorizada que él, lo había ocultado en el cuarto del fondo durante media tarde. No era la viuda quien le había relatado esto, sino el mismo señor Gregorio (antes de que muriera), cuyo hermano era jardinero del señor Bustamante; porque la propia señora Gregorio era mitad inglesa o americana y ella había tenido que dar explicaciones difíciles al señor Gregorio y a su hermano Bernardino. Y, no obstante, aunque el Cónsul hubiera sido un «escorpía», ya no lo era y podía perdonársele. Después de todo, era ‘simpático’. ¿Acaso no lo había visto en una ocasión, en esta misma cantina, dar todo su dinero a un mendigo al que se llevaba la policía?
—…Pero el Cónsul no fue un cobarde —interrumpió M. Laruelle, aunque tal vez inconexamente—, al menos no de esos que se ponen a temblar por su vida. Por lo contrario, fue un hombre extremadamente valeroso; de hecho, ni más ni menos que un héroe que ganó, por su notable gallardía al servicio de su país durante la última guerra, una codiciada condecoración. Ni tampoco fue, con todos sus defectos, hombre vicioso en el fondo.
Sin saber por qué, M. Laruelle pensó que probablemente hubiera podido ser una enorme fuerza al servicio del bien. Pero el señor Bustamante nunca había afirmado que fuera un cobarde. Casi con reverencia, el señor Bustamante advirtió que ser cobarde y temer por su vida son dos cosas enteramente distintas en México. Y el Cónsul no era, por cierto, un vicioso, sino un hombre noble. Pero ¿acaso tales características y distinguidos antecedentes, como los que pretendía M. Laruelle que eran atributos del Cónsul, no lo habrían capacitado especialmente para desempeñar las actividades excesivamente peligrosas inherentes a un «escorpía»? Parecía inútil tratar de explicar al señor Bustamante que el empleo del pobre Cónsul era simplemente una jubilación; que, si bien al principio había tenido intenciones de ingresar en el Indian Civil Service, de hecho había entrado al Servicio Diplomático y que, por uno u otro motivo, lo habían confinado a cargos consulares cada vez más remotos, hasta que por último le concedieron la sinecura de Quauhnáhuac por tratarse de un puesto en el que existían menores probabilidades de que fuera a causar molestias al Imperio en el que creía tan apasionadamente —cuando menos con parte de su pensamiento, según lo sospechaba M. Laruelle.
Pero ¿por qué había ocurrido todo esto?, preguntábase ahora. ‘¿Quién sabe?’ Se arriesgó a tomar otro anís y, al primer sorbo, una escena probablemente bastante inexacta resurgió en su mente (M. Laruelle estuvo en la artillería durante la última guerra, a la cual sobrevivió a pesar de que su oficial fue, durante una época, Guillaume Apollinaire). Reinaba una tranquilidad de muerte en la línea del ecuador, pero aunque el vapor Samaritan hubiera debido estar allí, se encontraba, en realidad, muy al norte. Por cierto que, tratándose de un vapor proveniente de Shanghai con rumbo a Newcastle y Nueva Gales del Sur, cargado de antimonio y mercurio y wolfram, había seguido durante algún tiempo una ruta asaz extraña. Por ejemplo, ¿por qué salir al Océano Pacífico por el estrecho de Bungo, en Japón, al sur de Shikoku, y no por el Mar de China Oriental? Durante varios días, y en forma no del todo diferente a una oveja descarriada, en las inconmensurables praderas verdes de las aguas, había navegado fuera de su ruta, lejos de islas interesantes y diversas. La Mujer de Lot y El Arzobispo. Rosario e Isla de Azufre. Isla Volcán y San Agustín. En algún lugar entre la Roca de Guy y el Arrecife de Eufrosina, se divisó el periscopio, y a toda velocidad se dirigieron a popa. Pero cuando emergió el submarino, se descompuso el barco. Buque mercante sin armas, elSamaritan no opuso resistencia. Pero antes de que llegara hasta él la tripulación del submarino, que iba a abordarlo, cambió de repente su condición. Como por obra de magia, el cordero se convirtió en dragón que escupía fuego. El submarino ni siquiera tuvo tiempo de sumergirse. Capturaron a toda la tripulación. El Samaritan, cuyo capitán pereció en el combate, siguió su curso, dejando al indefenso submarino que ardía como cigarro encendido en la vasta superficie del Pacífico.
Y por algún oscuro motivo que M. Laruelle ignoraba (porque Geoffrey no sirvió en la marina mercante, sino que llegó a ella pasando por el Club de Yates, y no se sabe con qué categoría, en alguna empresa de salvamentos, como teniente naval o quizá en esa época, sólo Dios sabe, como capitán de corbeta) fue el responsable en gran parte de este incidente. Y por eso, o por la gallardía que implicaba, recibió la Orden o la Cruz Británica por Servicios Distinguidos.
Pero, según parece, hubo un leve inconveniente. Porque, aunque declararon prisioneros de guerra a los tripulantes del submarino, cuando el Samaritan (era éste sólo uno de tantos nombres del barco, si bien el predilecto del Cónsul) llegó a puerto, por motivos misteriosos ninguno de los oficiales se encontraba entre ellos. Algo había ocurrido a aquellos oficiales alemanes y lo que aconteció no era para relatarse. Los secuestraron —se dijo— los fogoneros del Samaritan, quienes los quemaron vivos en las calderas.
M. Laruelle meditó sobre esto. El Cónsul amaba a Inglaterra y de joven pudo adherirse al odio popular contra el enemigo, aunque era dudoso, ya que en aquella época ésta era prerrogativa de quienes no combatían. Pero era hombre honorable y probablemente nadie supuso ni por un momento que hubiera ordenado a los fogoneros del Samaritan que echaran a los alemanes a la caldera. Nadie podía pensar que aquéllos hubieran obedecido semejante mandato. Pero era un hecho que allí los habían metido y de nada valía alegar que era el mejor sitio para ellos. Era preciso inculpar a alguien.
De manera que el Cónsul no recibió su condecoración sin que antes se le sometiera a Consejo de Guerra. Resultó absuelto. M. Laruelle no comprendía claramente por qué sólo él había sido juzgado. Y, no obstante, era fácil imaginar al Cónsul como una especie de pseudo «Lord Jim» —aunque algo más lacrimoso— viviendo en exilio voluntario y meditando, a pesar de su recompensa, en su honor perdido, en su secreto, e imaginando quedar mancillado por tal causa durante toda su vida. Pero no era el caso; lejos de ello. Evidentemente, no le quedó estigma alguno. Ni tampoco dio muestras de repugnancia al discutir lo ocurrido con M. Laruelle, quien años antes había leído un prudente artículo publicado, al respecto, en Paris-Soir. De hecho, hasta llegó a hacer algunas bromas sobre el incidente. —No se arrojan alemanes a los hornos con la mano en la cintura —decía. No fue sino en dos o tres ocasiones durante aquellos últimos meses, cuando borracho, y ante el asombro de M. Laruelle, no sólo proclamó de repente su culpa en aquel caso, sino que confesó el sufrimiento horrible que este hecho le produjo. Pero fue más lejos. En nada inculpó a los fogoneros. No se les había dado orden alguna. Hinchando los músculos anunció cómo, sin ayuda, él mismo había ejecutado aquella acción. Pero ya para entonces el pobre Cónsul había perdido casi toda su capacidad de decir la verdad y su vida se había convertido en una quijotesca ficción oral. A diferencia de «Jim», había descuidado su honor y los oficiales alemanes se convirtieron en simple pretexto para comprar una botella de mezcal. Así se lo dijo M. Laruelle; tuvieron grotesca riña y volvieron a distanciarse —cuando cosas más amargas no habían logrado separarlos— y así siguieron hasta el fin (de hecho, la última época fue perversa y deplorablemente peor que ninguna, como años antes ocurriera en Leasowe).
Then will I headlong fly into the earth: Earth, gape! it will not harbour me!
M. Laruelle abrió al azar el libro de dramas isabelinos y, al ver las palabras que parecieran tener la virtud de sumergir sus pensamientos en las profundidades de un océano y de cumplir en su espíritu la amenaza que, en su angustia, había conjurado al Fausto de Marlowe, se olvidó por un momento de cuanto le rodeaba. Sólo que Fausto no había dicho eso exactamente. Examinó el pasaje con mayor detenimiento. Fausto dijo: «Entonces lanzaréme» y «¡Oh, no, no…!» No estaba tan mal. Dadas las circunstancias, lanzarse no era tan malo como clavarse. Labrada en la cubierta de cuero del libro había una figura sin rostro que corría llevando una antorcha semejante a un largo cuello con cabeza de ibis sagrado y el pico abierto. M. Laruelle suspiró, confuso. ¿Qué había producido la ilusión?, ¿el evasivo parpadeo de la vela acoplado a la mortecina —aunque ahora menos débil— luz eléctrica, o tal vez alguna correspondencia (según le gustaba afirmar a Geoffrey) entre el mundo subnormal y lo anormalmente sospechoso? ¡Cuánto se deleitaba también el Cónsul con el absurdo juego!: sortes Shakespeareanae… Y de cuantas maravillas de hecho, puede atestiguar toda Alemania. Entra Wagner, solus… Ick sal usted wat suggen, Hans. Dis skip, dat comed de Candy es als vol, por los sacramentos divinos, van azúcar, almendras, batista et alle dingen, mil, mil ding. M. Laruelle cerró el libro en la comedia de Dekker y luego, ante el cantinero que, con el trapo bajo el brazo lo observaba con apacible asombro cerró los ojos y, volviendo a abrir el libro, hizo girar un dedo en el aire y con firmeza lo dejó caer en un pasaje que acercó a la luz:
Cut is the branch that might have grown full straight,
And burned is Apollo’s laurel bough
That sometime grew within this learned man,
Faustus is gone: regard his hellish fall.[3]
Conmovido, M. Laruelle volvió a poner el libro sobre la mesa, cerrándolo con los dedos y el pulgar de una mano, mientras se agachaba para recoger del suelo, con la otra, un papel doblado que salió volando de él. Recogió la hoja con dos dedos, la desdobló y la volvió. Hotel Bella Vista, decía. En realidad eran dos hojas extraordinariamente delgadas que estuvieron comprimidas en el libro, largas aunque estrechas y totalmente escritas a lápiz por ambos lados, sin margen alguno. A primera vista, no parecía tratarse de una carta. Pero era inequívoco, aun en la incierta luz que provenía de la mano, mitad encorvada, mitad generosa y totalmente ebria, del Cónsul: las e griegas, los contrafuertes de las d, las t como cruces solitarias a orillas de los caminos —salvo cuando crucificaban toda una palabra—, las palabras mismas que se inclinaban agudamente hacia abajo, aunque los rasgos individuales parecían resistirse al descenso y ascendían, vigorosos, en sentido contrario. M. Laruelle sintió escrúpulos, al darse cuenta de que, en realidad, se trataba de una especie de carta, aunque de tal índole, que el autor indudablemente tuvo pocas intenciones (y posiblemente ninguna capacidad) de desarrollar el ulterior esfuerzo táctil de ponerla en el correo:
…Noche: y una vez más el nocturno combate con la muerte, el cuarto que se cimbra con demoníacas orquestas, las ráfagas de sueño aterrado, las voces fuera de la ventana, mi nombre que repiten con desdén imaginarios grupos que van llegando —espinetas de la oscuridad. ¡Como si no hubiera bastantes ruidos reales en estas noches de color canoso! No semejantes al desgarrador tumulto de las ciudades norteamericanas, el ruido que produce el desvendar gigantes agónicos, sino al aullido de perros callejeros, a los gallos que anuncian el alba toda la noche, al tamborileo, a los quejidos que más tarde habrán de descubrirse, verde plumaje acurrucado en los alambres telegráficos de los jardines ocultos, o aves perchadas en manzanos— a la eterna tristeza del gran México, que nunca duerme. En cuanto a mí, me gusta abrigar mi tristeza en la penumbra de antiguos monasterios, mi culpa en los claustros y bajo los tapices y entre las misericordias de inconcebibles ‘cantinas’, donde alfareros de rostro entristecido y mutilados pordioseros beben al despuntar el alba cuya fría belleza de junquillo volvemos a descubrir en la muerte. Así es que, cuando te fuiste, Yvonne, me marché a Oaxaca. ¡No hay palabra más triste! ¿Quieres que te relate, Yvonne, aquel terrible viaje: la travesía por el desierto en el angosto ferrocarril sentado en el potro del asiento de un vagón de tercera clase?, ¿del niño cuya vida salvamos su madre y yo sobándole la barriga con tequila de mi botella?, ¿o cómo, cuando entré a mi cuarto en el hotel donde una vez fuimos felices, el ruido de la matanza, abajo, en la cocina, me hizo salir al resplandor de la calle?, ¿y cómo, más tarde, encontré aquella noche un zopilote posado en la palangana? ¡Horrores a la medida de los nervios de un gigante! No, mis secretos son de ultratumba y deben permanecer como tales. Y así, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno.
Claro que no está en México, sino en el corazón. Y, como de costumbre, estaba hoy en Quauhnáhuac, cuando recibí de nuestro abogado la noticia de nuestro divorcio. Tal como me lo merecía. Me llegaron también otras noticias: Inglaterra ha roto relaciones diplomáticas con México, y todos sus cónsules —aquellos, al menos, que son ingleses— serán retirados. Son éstos, en su mayoría, gente buena y amable cuya calidad degrado. No volveré a casa con ellos. Quizá me vaya a casa, pero no a Inglaterra, no a aquel hogar. Así es que, a medianoche, me fui en el Plymouth a Tomalín para ver a Cervantes, mi amigo tlaxcalteca, el gallero del ‘Salón Ofelia’. Y de allí vine a Parián, al Farolito donde estoy sentado ahora, en un cuartito vecino a la cantina, a las cuatro y media de la madrugada, bebiendo ‘ochas’ y luego mezcal y escribiéndote todo esto en una hoja de papel que robé en el Bella Vista la otra noche, tal vez porque el hecho de ver el papel del Consulado (que es una tumba) me hiere la mirada. Creo conocer bastante del sufrimiento físico. Pero lo peor de todo es: sentir que se muere el alma. Me pregunto si, porque en verdad ha muerto mi alma esta noche, siento en este momento algo semejante a la paz.
¿O acaso es porque al través del infierno hay un camino, como bien lo sabía Blake, y aunque no lo recorra, en los últimos tiempos he podido verlo a veces en mis sueños? Fue éste uno de los insólitos efectos que en mí produjeron las noticias de mi abogado. Me parece ver ahora, entre los mezcales, esa vereda, y más allá, extraños paisajes, como visiones de una nueva vida que juntos pudimos haber vivido. Me parece vernos viviendo en algún país del norte con montañas y colinas y aguas azuladas; nuestra casa construida en un estuario y una noche, felices el uno con el otro, estamos en el balcón de esa casa, contemplando el agua más allá, se ocultan los aserraderos entre los árboles, y bajo las colinas, del otro lado del estuario, hay algo que se parece a una refinería, sólo que suavizada y embellecida por la distancia.
Es una noche veraniega y azulada, sin luna, pero es tarde, tal vez las diez y Venus arde fulgurante en plena luz, por lo cual estamos ciertamente en algún lugar muy al norte y de pie en este balcón cuando, de más allá de la costa, viene el trueno aglutinante de largo tren de carga con varias locomotoras; trueno, porque, aunque de él nos separe este ancho brazo de agua, el tren corre hacia el este, y el viento cambiante vira ahora desde un punto del oriente y nosotros miramos hacia el este, como ángeles de Swedenborg bajo un cielo límpido, salvo, a lo lejos, hacia el noroeste, en donde, por encima de lejanas montañas cuya púrpura ya se ha desvanecido, flota una masa de nubes de blancura casi inmaculada que alumbran, desde dentro —como si se hiciera la luz en una lámpara de alabastro— súbitos relámpagos dorados, aunque no puede escucharse su estruendo, sino sólo el rugido del gran tren con sus máquinas y amplios ecos desviados, a medida que se aleja de las colinas hacia las montañas: y luego, de pronto, un bote pesquero con las drizas en alto dobla velozmente el cabo, como blanca jirafa, ágil y majestuoso, dejando directamente a la zaga la estela de un largo surco festoneado de plata, que no parece dirigirse a tierra, sino que ahora se desliza gravemente rumbo a la playa, hacia nosotros, y la estela plateada del remolino, fustigando primero a lo lejos las orillas luego se esparce a lo largo de toda la curva de la playa, y su creciente estruendo y conmoción, unidos ahora al decreciente trueno del tren, se quiebran al rebotar contra nuestra playa mientras que las balsas —porque hay balsas de troncos flotantes— se mueven al unísono y esta caricia de plata ondulante todo lo mece y lo irrita, lo tortura y lo excita gallardamente, y luego poco a poco vuelve la calma y en el agua se reflejan los nubarrones blancos y lejanos, y después, en el interior de las nubes blancas en las profundidades, estalla el relámpago, mientras que el pesquero, en cuyo flanco se desliza, sobre el surco de plata, el rollo dorado que en él refleja la luz de una cabina, se desvanece al volver el cabo, silencio, y luego, nuevamente, en el interior de las nubes de alabastro, blancas, blancas y distantes, más allá de las montañas, el mudo relámpago dorado en la noche azul, extraterrena…
Y mientras estamos contemplando el espectáculo, de pronto surge ante nuestra vista el remolino de otro barco invisible, cual gigantesca rueda cuyos enormes rayos barren la bahía.
(Después de varios mezcales) Desde diciembre de 1937 cuando te fuiste —y me dicen que es ahora la primavera de 1938— he estado luchando deliberadamente en contra de mi amor por ti. No me atrevía a someterme a él. Me he asido a cada raíz y rama que puedan salvarme en este abismo de mi vida, pero no puedo engañarme más. Si he de sobrevivir, necesito tu ayuda. De otra manera, tarde o temprano caeré. ¡Ah, si sólo me hubieras dejado en recuerdo algo para odiarte, para que así, al fin y al cabo, no me emocionara ningún pensamiento tuyo en este terrible lugar en que me encuentro! Pero en cambio me enviaste aquellas cartas. A propósito ¿por qué mandaste las primeras a la Wells Fargo de México? ¿No pensaste que podía seguir aquí? O si estaba en Oaxaca ¿que Quauhnáhuac no seguía siendo mi base? Resulta muy raro. Además, hubiera sido fácil averiguarlo. Y luego, si sólo me hubieras escrito en seguida, todo hubiera podido ser diferente —si al menos, movida por la mutua angustia de nuestra separación— si me hubieras enviado siquiera un postal para apelar simplemente ante nosotros, a pesar de todo lo ocurrido, para dar fin inmediatamente al absurdo —de algún modo, de cualquier modo— para decir que nos amábamos, cualquier cosa, un simple telegrama. Pero esperaste demasiado —o, al menos, así lo parece ahora, después de Navidad— ¡Navidad! y Año Nuevo, y luego no pude leer lo que entonces me mandaste. No: apenas si me he sentido una vez lo suficientemente libre del tormento, o lo bastante sobrio para captar algo más que el sentido general de cualquiera de estas cartas. Aunque podía entonces y puedo aún sentirlas. Creo que llevo algunas conmigo. Pero es muy doloroso leerlas; parecen haber sido digeridas hace mucho tiempo. No trataré de hacerlo ahora. Me parten el corazón. Y, de cualquier modo, llegaron demasiado tarde. Y supongo que ahora no habrá más.
¡Ay! pero ¿por qué, al menos, no simulé haberlas leído, por qué no simulé aceptar algún galardón de arrepentimiento al ver que me las enviabas? ¿Y por qué no mandé inmediatamente un telegrama o unas líneas? ¡Ay! ¿Por qué no, por qué no, por qué no? Porque supongo que habrías vuelto a tiempo si te lo hubiera pedido. Pero esto es vivir en el infierno. No pude, no puedo pedírtelo. No pude, no puedo mandar un telegrama. Me he quedado, en la ‘Compañía Telegráfica Mexicana’, aquí, y en México, y en Oaxaca, sudoroso y trémulo en la oficina de correos y escribiendo telegramas toda la tarde, cuando había bebido lo bastante para templar mi pulso, y no he mandado ninguno. Y en una ocasión tuve un número tuyo y, de hecho, te llamé por larga distancia a Los Ángeles, aunque sin éxito. Y otra vez, el teléfono se descompuso. Entonces, ¿por qué no voy a los Estados Unidos? Estoy demasiado enfermo para arreglar lo de los boletos, para sufrir el agotador delirio de las interminables y tediosas llanuras de cactos. Y, ¿para qué irse a morir a los Estados Unidos? Tal vez no me importaría que me enterraran allá. Pero creo que preferiría morir en México.
Mientras tanto, ¿me ves todavía trabajando en el libro, tratando aún de contestar a preguntas tales como: existe una realidad última, externa, consciente y omnipresente, etc., etc., que puedan captar tales medios, aceptables a todos los credos y religiones y puedan adecuarse a todos los climas y países? ¿O acaso me encuentras entre Misericordia y Comprensión, entre Chesed y Binah (pero aún en Chesed) —mi equilibrio, y el equilibrio lo es todo— meciéndose, columpiándose sobre el horrible vacío infranqueable, el omnímodo aunque irreversible camino del relámpago de Dios que regresa a Dios? ¡Como si alguna vez hubiera estado en Chesed! Más bien como el Qliphot. ¡Cuando debiera haber estado produciendo herméticos volúmenes en verso intitulados El Triunfo de Humpty Dumpty o la Nariz de Verruga Luminosa! O, cuando mejor me fuera, como Clare, «tejiendo la horrenda visión»… Hay un poeta frustrado en cada hombre. Aunque en las circunstancias actuales tal vez sea buena idea fingir cuando menos que está uno realizando la gran obra personal sobre «Sabiduría Secreta» y entonces puede uno alegar, si nunca se publica, que el título explica esta deficiencia.
…Pero, ¡ay del Caballero de la Triste Figura! Porque ¡oh Yvonne! me persigue tanto el recuerdo de tus canciones, tu calor y jovialidad, tu sencillez y camaradería, tus aptitudes para cientos de cosas, tu fundamental equilibrio, tu desgarbo, tu limpieza igualmente excesiva y los dulces comienzos de nuestro matrimonio. ¿Recuerdas la canción de Strauss que solíamos cantar? Una vez al año, los muertos viven un día. ¡Oh, vuelve a mí como aquella vez en mayo! Los jardines del Generalife y los jardines de la Alhambra. Y la sombra de nuestro destino cuando nos encontramos en España: el bar Hollywood en Granada. ¿Por qué Hollywood? Y el convento de allá ¿por qué de Los Ángeles? Y, en Málaga, la Pensión México. Y sin embargo, nada podrá ocupar jamás el sitio de aquella unión que una vez conocimos y la cual sólo Cristo sabe que aún debe existir en algún lado. Lo sabía ya en París, antes de que Hugh viniera. ¿También esto es ilusión? Me estoy poniendo a llorar. Pero nadie puede ocupar tu sitio; ya debiera saber a estas alturas (me río al escribir esto) si te quiero o no… A veces siento que me invade una poderosa sensación, celos desesperantes y asombrosos que, al agravarlos la bebida, se convierten en un deseo de destruirme mediante mi propia imaginación, cuando menos para no verme presa de… fantasmas…
(Después de varios ‘mezcalitos’ y el alba en el Farolito) …De cualquier manera, el tiempo es falso curandero. ¿Cómo pueden atreverse a hablarme de ti? No puedes imaginar la tristeza de mi vida. Asediado sin cesar, dormido o despierto, por la idea de que puedas necesitar mi ayuda (que no estoy en condiciones de darte) como yo necesito la tuya (que no estás en condiciones de darme), viéndote en mis visiones y en cada sombra, me sentí obligado a escribir esto, que nunca enviaré, para preguntarte qué podemos hacer. ¿No es extraordinario? Y no obstante ¿no nos lo debemos, no debemos a ese yo que creamos aparte de nosotros, el intentar nuevamente? ¡Ay! ¿Qué le ha pasado al amor y a la comprensión que una vez tuvimos? ¿Qué le ocurrirá? ¿qué será de nuestros corazones? El amor es lo único que da sentido en este mundo a nuestras lastimosas sendas: claro que no estoy descubriendo nada nuevo. Vas a pensar que estoy loco, pero también así bebo, como si estuviera recibiendo un eterno sacramento. ¡Oh, Yvonne, no podemos permitir que lo que antaño creamos se hunda en el olvido de manera tan sombría!…
Alza tus ojos hacia las colinas, parece decirme una voz. A veces, cuando veo el avioncito rojo de Acapulco que a las siete de la mañana vuela por encima de las extrañas colinas (y al que más probablemente oigo recostado, tembloroso, cimbrándome y muriéndome en la cama, cuando todavía estoy en ella a estas horas) —sólo un minúsculo rugido que se aleja— mientras que, balbuciente, me estiro para alcanzar la copa de mezcal, la bebida de la que nunca puedo creer, aun cuando la llevo hasta mis labios, que sea verdadera y que he tenido la admirable previsión de colocar a fácil alcance la noche anterior, pienso que estarás en él, en ese avión que cada mañana vuela sobre mi cabeza, y que has venido a salvarme. Luego acaba la mañana, y no vienes. Pero rezo por esto ahora: porque vengas. Pensándolo bien no veo por qué de Acapulco. Pero, por amor de Dios, Yvonne, óyeme, he rendido las armas; en este momento las he depuesto y allí va el avión, lo oí entonces en la distancia, sólo un momento, más allá de Tomalín — regresa, regresa. Dejaré de beber; cualquier cosa. Me muero sin ti. Por amor de Cristo, Yvonne, vuelve a mí, óyeme, es un grito, vuelve a mí, Yvonne, aunque sea por un día…
M. Laruelle comenzó a doblar lentamente la carta, alisando con cuidado los dobleces entre índice y pulgar y luego, casi sin pensarlo, la arrugó. Permaneció sentado ante la mesa con la bola de papel en la mano, mirando, profundamente abstraído, en torno suyo. Durante los últimos cinco minutos había cambiado enteramente la escena en el interior de la cantina. Afuera, parecía haber callado la tempestad, pero la Cervecería XX se había llenado entretanto de campesinos que a todas luces buscaban refugio. No estaban sentados ante las mesas desiertas (porque si bien la función no se reanudaba, casi todo el público había vuelto al interior del teatro que ahora presentaba un aspecto bastante tranquilo, como si presintiera ya la continuación del espectáculo) sino amontonados en el bar. Y cierta belleza y una especie de piedad rodeaban esta escena. En la cantina ardían aún simultáneamente las velas y la débil luz eléctrica. Mientras el piso se cubría de canastas, en su mayor parte vacías y recargadas unas sobre otras, un campesino tomó de la mano a dos niñas y el cantinero dio una naranja a la más pequeña: alguien salió, la niña se sentó sobre la naranja, la puerta de persianas se abrió y se cerró. M. Laruelle consultó su reloj —Vigil no vendría aún en media hora— luego, miró las hojas arrugadas que tenía en la mano. La refrescante brisa del aire lavado por la lluvia penetró hasta la cantina por la celosía. Y era posible escuchar la lluvia que goteaba de los tejados y el agua que corría aún en las calles, por los arroyos y, una vez más, en la distancia, los sonidos de la feria. Estaba a punto de volver a colocar la carta arrugada dentro del libro, cuando, en parte distraído, aunque obedeciendo a un impulso repentino y definitivo, la puso sobre la flama. La llamarada iluminó toda la cantina con un resplandor en el que las figuras de la barra (entre las que ahora distinguía —además de las niñitas y los campesinos, cultivadores de maguey o membrillos, vestidos con holgadas ropas blancas y sombreros de ala ancha— a varias mujeres enlutadas que regresaban de los cementerios y hombres de ropa y rostros oscuros con cuello abierto y corbatas sueltas) parecieron congelarse por un momento: un mural. Todos dejaron de hablar y lo miraron con curiosidad, todos salvo el cantinero que, por un instante, pareció a punto de protestar y luego perdió interés cuando M. Laruelle dejó que la masa se retorciera en un cenicero en donde, adaptándose elegantemente a su propia forma, se dobló sobre sí misma y —castillo ardiente— se derrumbó, se apaciguó hasta convertirse en crujiente colmena al través de la cual se arrastraban y volaban las chispas cual diminutos gusanos rojos, mientras que, por encima, restos de cenizas grises flotaban en el tenue humo: hollejo seco que crepitaba levemente…
De pronto, afuera comenzó a tañer una campana y luego cesó abruptamente el clamor: ¡dolente! ¡dolore!
Por encima de la ciudad, en medio de la noche oscura y tempestuosa, la rueda luminosa giraba al revés…
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