Me atrevería a afirmar que, dos o tres décadas atrás, Luis Felipe Rodríguez tuvo un segundo aire en nuestras letras y más de una relectura entre muchos compatriotas. El escritor manzanillero, con su prosa desnuda de afeites, reclamó las miradas de muchos de quienes nos acercábamos a la literatura cubana en busca de la belleza ríspida de algunos de sus narradores.
«Quiero que veas y oigas de nuevo, a tu propia luz, esa brecha abierta en la entraña viva del cañaveral. Yo, Marcos Antilla, hijo espontáneo de este terrón insular y con todos los defectos y virtudes del criollo auténtico, voy a relatarte el cuentecillo de la guardarraya…» (Marcos Antilla, relatos del cañaveral, 1932).
Novelas, cuentos y obras de teatro integran el currículo de trabajos publicados por Luis Felipe Rodríguez, nacido el 30 de julio de 1884, quien cursó estudios en el Colegio José Antonio Saco, de Manzanillo, pero de quien se puede afirmar, y lo sostuvo él mismo, que fue un autodidacta dotado de gran laboriosidad y talento, un autor poco conocido en su tiempo y un vehemente compatriota que no dejó de escribir y decir lo que otros autores veían y no decían.
Sus primeras colaboraciones aparecieron siendo muy joven, en la prensa del oriente del país: El Porvenir, las revistas Prosa y Verso, Alma joven, Orto, de la cual fue uno de los fundadores. Ya en La Habana, se le pudo leer en El Fígaro, Bohemia, Carteles, Social, Letras yen el diario Información.
Aludíamos a su condición de manzanillero, y en esa ciudad se fraguó junto a un grupo de conterráneos, varios de los cuales trascendieron el ámbito local para insertarse en el contexto de las letras cubanas, algo que en buena medida consiguieron, al menos en los inicios, a través de las páginas de la revista Orto (1912-1957), ejemplo de tenacidad y amor en todos cuantos la sostuvieron.
Quienes conocieron a Luis Felipe han afirmado que fue un hombre de personalidad curiosa, algo extravagante, aparentemente ausente de la realidad, si bien su obra demuestra que fue un observador sagaz, crítico, certero y muy adentrado en el acontecer social.
Publicó varios libros, en Cuba y fuera de ella. De 1912 data su ensayo La ilusión de la vida, editado en Valencia. La relación de títulos se nutre con Gente de Oriente (1915), Cómo opinaba Damián Paredes, una novela que vio la luz en Valencia en 1916 y se desarrolla en una imaginaria ciudad de Tontópolis; Poema del corazón amoroso, prosa poética de 1920; La conjura de la ciénaga, novela que tuvo su primera edición en Madrid en 1923 y La copa vacía, también novela, publicada en 1926.
Se suman otros libros: La pascua de la tierra natal, de 1928, donde agrupa narraciones de ambiente rural y citadino; Marcos Antilla, relatos del cañaveral, 1932, con varias reediciones; Contra la guerra imperialista, conferencia que dictó en el Aula Magna del Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana, en 1934; Biología de nuestra hospitalidad, 1935, y Don Quijote de Hollywood, 1936, fantasía humorística en torno a la figura de Charles Chaplin.
Su obra teatral incluye el drama en tres actos Contra la corriente, La comedia del matrimonio y Turbonada, publicados en Orto. El relato La guardarraya le mereció el primer premio del concurso convocado por Revista de La Habana, en 1930, en tanto la novela La Ciénaga (reescritura de La conjura de la ciénaga) le valió el premio de ese género en el concurso literario patrocinado por la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación, en 1947.
La tierra que Luis Felipe Rodríguez trabajó de niño con sus manos y el ambiente rural que bien conoció, son los mismos que después llevó a su narrativa. Al morir en La Habana, el 5 de agosto de 1947, dejó inéditos algunos textos, entre ellos El negro que se bebió la luna, aparecido como separata de la revista Gente en 1953.
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