Dos poderosas influencias personales me ponen la pluma en la mano. Empiezo por declararlo, para que me sirva de disculpa, al menos ante mí mismo. Voy a tratar de una poetisa que ha alcanzado larga vida, renovando al compás de los años su manera poética, con tal flexibilidad, que sus dedos maravillosos, al sacar arpegios de su lira, parecen dotados de perenne juventud. Y voy a hacerlo cuando mis propios puntos de vista, ante el espectáculo de tantos cambios portentosos en la sociedad circunstante, han sufrido radicales modificaciones.
Ni es Luisa Pérez de Zambrana la misma que cantaba con graciosa ingenuidad entre las serranías orientales; ni su panegirista siente hoy la poesía como cuando salmodiaba meditabundo en el colegio los versos cadenciosos de la poetisa y contemplaba absorto la imagen bellísima de la autora, cual si una musa celeste bajara a recitárselos.
Muchos años después tuve la suerte de conocer personalmente y tratar a la poetisa, quebrantada ya por la muerte de su esposo; y pude advertir que aquella alma sensible se moldeaba, sin quererlo ni advertirlo, al influjo de la nueva vida que bullía en torno. Como eran también muy otros los ojos con que miraba yo la orientación de su rico ingenio.
No hace todavía mucho tiempo que tuve lugar de reconocer esta insensible transformación de esa alma poética; y he de limitarme a transcribir aquí mis aseveraciones, ¿Por qué habría de decir de otro modo lo que pienso del mismo modo?
Deseo fijar —decía entonces—, si me es posible, el valor permanente de la obra de la poetisa en nuestras letras, y lo que realmente significa y lo que vale Luisa Pérez de Zambrana en el coro luminoso de nuestras líricas.
El primer contacto con la personalidad de un autor nos lo da su estilo. ¿Qué dice, qué revela el de la autora? Jamás la poesía castellana ha encontrado notas más suaves, más dulces, más tiernas para trasladar los afectos de un alma férvida.
En su primera juventud la conmovió el espectáculo inspirador de nuestra naturaleza, donde se presenta más hermosa, más pujante, en la espléndida región oriental. Espléndida, porque allí parece que la tierra ubérrima ha querido revestirse de todas sus galas, diversificando tanto el paisaje, que no sabe uno qué admirar más, si lo risueño de aquellos valles o lo alteroso de aquellas escarpadas cumbres. Así la joven poetisa podía, empapándose en los efluvios de esa rica naturaleza, ser a la par tan plástica en sus descripciones, como profundamente patética en sus sentimientos.
Parecía que ya desde entonces quedaba marcada para el papel, que más tarde había de desempeñar como escritora en nuestras letras. Son muchos los artistas de Cuba que se han inspirado con la perenne juventud de nuestra isla risueña; pero hay algo que distingue a Luisa Pérez en esa misma expresión de poesía, que no podemos llamar descriptiva, porque la descripción allí es solo un detalle pasajero. Lo que se halla en el fondo es la impresión profunda producida en el alma de la autora por aquella grandiosa contemplación: y en esto consiste el toque del verdadero poeta en su contacto con la naturaleza. Lo externo, bello o sublime no domina al poeta, lo estimula, lo excita; y el espíritu de este, con todo lo que tiene de propio y privativo, se posesiona de esa belleza o excelsitud: y la señorea. Pero ya se descubre en nuestra poetisa un matiz de melancolía que sombrea sus cuadros apacibles; cual si desde sus primeras efusiones pugnara por revelarse el grande, el excelso don que ha de constituir el mayor timbre de su gloria literaria, aunque haya sido en la realidad, de la vida el mayor torcedor de su alma.
La gran escritora, pródiga desde temprano de tantos y tan hondos sentimientos, había de llegar a ser la más insigne elegíaca con que cuenta la poesía cubana. Jamás habrá exhalado ningún labio de poeta en nuestra tierra acentos más desgarradores y al mismo tiempo de más levantada y sublime inspiración. Los que conocen la vida extraordinariamente patética de Luisa Pérez no han de sorprenderse por cierto si digo que, en su caso, se aúnan la sensación íntima y desgarradora del mal de la existencia y su expresión patética en el lenguaje rítmico. Y esto nos explica que no haya, en toda su obra, un solo momento en que la ficción, el convencionalismo literario, domine su inspiración. Cuando joven aún nos describe las bellezas del lugar donde había nacido y las blandas emociones que la inspiraban, todo en ella era espontáneo. Su arte estribaba precisamente en esa grande espontaneidad. Y cuando, muchos años después, la hiere implacable el dolor, los gemidos en que prorrumpe aquel corazón desgarrado constituyen la más bella expresión de poesía, y son en realidad de verdad los más profundos quejidos arrancados a un alma sensible.
Quisiera yo que en toda la poesía elegíaca se me presentaran muchas páginas comparables a estas a que me estoy refiriendo. Grande es, en el mundo literario americano, el aprecio que se hace del canto elegíaco de Maitin, en memoria de su esposa; y la reciente poesía española señala, como rica nota de melancolía poética, los versos que idéntico dolor arranca a la lira de Balart. Me atrevo a aseverar que los lamentos de la poetisa cubana van más a lo íntimo de los corazones sensibles y dejan en ellos más punzante aguijón.
Nuestra historia está cortada, como de un tajo, por nuestra primera guerra de independencia, y no es posible confundir las manifestaciones literarias en Cuba antes y después de ese magno suceso. Claro está, la generación poética que se levanta después viene con otros caracteres, ha oído el tremendo estallido de una sociedad que va a desplomarse para dejar surgir de sus ruinas otra nueva. Pero los poetas que habían producido en el período anterior, y sobrevivieron a esas grandes conmociones, modificaron natural e insensiblemente su modo personal de poetizar.
De aquí se desprende que nuestra poetisa no podía permanecer encerrada en su antigua manera. ¿No habrá en su lira de oro sino una sola cuerda? Si nos fijamos únicamente en la forma de sus versos, pudiéramos creerlo pero, ¿acaso no sabemos que la forma es solo una parte, a veces la más frágil, en una composición poética, en una manifestación artística cualquiera?
Leamos los versos de Luisa Pérez después del torbellino de la década sangrienta. Veremos que todo ha cambiado entonces en el horizonte mental, de la poetisa y surge del seno de su alma herida un torrente tan copioso y sonoro de poesía, que él solo basta para hacer en todo tiempo inmortal su memoria. Es verdad que la suerte se había mostrado con ella tan implacable, que pocas vidas humanas podrían entrar en triste parangón con la suya.
No voy a referir los detalles, no quiero levantar el velo con que su dolor sagrado los encubre; pero, ¿quién los ignora entre nosotros? Ningún grande afecto hubo que en su noble corazón no fuera desgarrado. Aquella Niobe cubana vió caer uno a uno, como fulminados por brazo vengativo, los pedazos de su alma maternal. Le tocó en suerte el más duro de los golpes humanos: el de sobrevivir a todos sus hijos, viéndolos desaparecer en la flor de su juventud, cuando más lleno de esperanza parecía abrirse al mundo su espíritu. Pero es tan vivo el don poético de esa alma conturbada, que del seno mismo de esa desesperación sin horizonte brotan nuevos cantos, que eternizarán la historia de aquel dolor estupendo.
Cuando se ha podido sufrir así todo el rigor de la vida sin que enmudezca el labio, ni pliegue sus alas quebrantadas la inspiración, muy de lo hondo ha tenido esta que remontarse y las fibras de esa poesía han tenido que estar muy reciamente entretejidas con las fibras de ese espíritu. Reconozcamos sin rebozo nuestra deuda con la gran poetisa. Quien ha logrado así hacer de su íntima sensibilidad don de consuelo de la nuestra adolorida. Quien ha puesto voz armoniosa a nuestros mudos pesares, ha realizado plenamente el ideal de la poesía; pues, desgarrando el alma ha cicatrizado heridas ajenas, y su dolor reverberante ha sido luz de apaciguamiento para muchas desesperanzas.
(Septiembre 1920)
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Tomado del blog Gaspar, el Lugareño
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